Testimonio extraído del ensayo «El Movimiento de Madres de Plaza de Mayo» de Mabel Bellucci en Fernanda Gil Lozano y otras (compiladoras) Historia de las Mujeres en la Argentina. Tomo II. Editorial Siglo XX, 2000.
En ese entonces yo era profesora de alta costura y trabajaba sin salir de mi casa, enseñándole a muchas jóvenes a coser. Vivía todo muy naturalmente, como me habían educado mis padres. Sabía de la militancia política de Gustavo y de su trabajo solidario en barrios humildes. El no nos ocultaba nunca nada. Se casó siendo un muchacho, cuando estudiaba Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires. Tenía 24 años, una esposa y un hijo muy pequeño.
Lo desaparecieron el l5 de abril de l977. Salió una mañana fría y no llegó más. Lo secuestraron en la estación de tren, mientras iba camino a su trabajo. Esa noche un operativo militar y policial allanó mi casa, en donde estaba mi nuera. Afortunadamente, a ella no le hicieron nada. Fue un milagro teniendo en cuenta que, en la mayoría de los casos, al no encontrar a la persona buscada se llevaban a cualquier familiar en represalia.
A partir de ese momento comenzó una larga peregrinación por encontrar a Gustavo. Enviamos cartas al Papa, presentamos recursos de habeas corpus en los juzgados; recorrimos iglesias, dependencias oficiales, cuarteles, morgues, organismos de derechos humanos y visitamos a políticos, periodistas, intelectuales, curas y militares. Sólo queríamos que nos dijesen la verdad.
Aunque, lo que relaté es lo único que pudimos saber de él en todo este tiempo. Hasta ahora no tengo otra información. Perder un hijo es siempre una tragedia pero hay que elaborarlo para no quedar prendida en ese laberinto y poder ayudar a quienes están en la misma situación. La soledad nunca es una buena receta si se quiere saber la verdad.
Siempre se consideró que el duelo debía hacerse de puertas para adentro. Antes, las mujeres se encerraban en su dolor y quedaban prisioneras de la angustia. Vivían la pérdida con resignación. Si no me equivoco, la escritora Nicole Loreaux es la que cuenta que siempre existió una relación estrecha entre el duelo y las mujeres(51). Ella dice que en la antiguedad, el duelo tenía lamento femenino pero la sociedad no la quería escuchar y el orden político no quería ser puesto a prueba por ese grito de dolor.
Por eso todo era intramuros. Actualmente con los grupos, las mujeres se fortalecen, se sienten útiles y descubren que el horror es algo que no sólo le pasa a ellas sino también a muchísimas otras. Todas tenemos puntos en común: fuimos madres y hemos perdido a un hijo. Nadie suplanta al hijo que perdiste; pero cuando esa pérdida no fue por un accidente, por una enfermedad y cualquier eventualidad, sino por haber sido secuestrado, torturado y después desaparecido su cuerpo, el dolor adquiere otra dimensión.
Pero también tenemos otras diferencias: al no estar el cuerpo es imposible hacer el duelo. Nos queda la incógnita de ese cuerpo que nos niegan. Sin él, no podemos elaborar la muerte y darle la sepultura que se merece. Es el ser y no ser. La angustia se transforma en letanía. Las preguntas no cierran y la tragedia tampoco cierra. Una se interroga permanentemente. Nuestros hijos no están muertos. Están desaparecidos. Cuando una madre encuentra el cuerpo de su hijo, lo deposita donde corresponde y, de alguna manera se conforma. Es un hecho privado. En cambio, lo nuestro es querer hacer un duelo sin cuerpo.
No nos conformamos y por eso es un hecho político. No quisiera competir en quien sufrió más, pero lo vivido por las Madres fueron violaciones a los principios más fundamentales de los derechos humanos cometidos por el Estado, en manos de un gobierno militar terrorista. Azucena Villaflor fue la que lanzó nuestra proclama inicial: «Todas por todas y todos son nuestros hijos» ¿ Qué queremos decir con ésto? Es una promesa implícita de las Madres: nuestra lucha no es individual, es colectiva.
A lo largo de estos años, si no fuera por esta filosofía hubiese sido muy difícil afrontar tantas adversidades: varias madres murieron, otras debieron criar a sus nietos por la desaparición de los padres. A algunas compañeras les desaparecieron todos sus hijos, a otras les quitaron la posibilidad de criar a sus nietos, porque esos niños también fueron secuestrados junto con sus padres y mantenidos en cautiverio, hasta que los asesinos de sus familiares se los apropiaron y después los registraron con una identidad falsa. Sólo la fuerza que te da el conjunto permite seguir la búsqueda.
Nosotras ya no somos madres de un solo hijo, somos madres de todos los desaparecidos. Nuestro hijo biológico se transformó en 30.000 hijos. Y por ellos parimos una vida totalmente política y en la calle. Los seguimos acompañando, pero no de la misma manera como cuando estaban con nosotras: revalorizamos la maternidad desde un lugar público. Somos Madres a las que se nos sumó un nuevo rol y en muchos de los casos no estábamos preparadas para ello.
Transmitimos algo más de lo que antes le transmitíamos a nuestros hijos: el espíritu de la lucha y el compartir otras luchas. En fin, aprendimos a dar y a tomar. Esa necesidad por entender la historia de nuestros hijos fue la que nos mantuvo enteras, la que nos llevó a ocupar espacios hasta ese momento desconocidos por nosotras . También nuestro entorno familiar se alteró. Por ejemplo, mi marido me celaba y discutíamos bastante porque mi independencia se iba fortaleciendo a lo largo de nuestro accionar.
A veces, por miedo, él se ponía obsecado. Mi familia estaba muy temerosa por mi suerte. Era frecuente que después de la ronda, terminásemos presas. Yo tengo otro hijo quien después de la tragedia, creyó ser único. Sin embargo, con mi activismo pasó a ser invadido por todos los otros hijos que buscamos. Yo viví durante muchos años la tensión de ser dos madres a la vez: la biológica y la política. Al principio no me daba cuenta que tenía otro hijo, hasta que sus planteos cotidianos fueron un llamado de atención. Ahora, él me ayuda, colabora conmigo, sin ser un activista. Pero no fue el único en la familia que sintió abandono.
Mi nieto, el hijo de Gustavo, me veía como una abuela «rara». La situación se fue revirtiendo a partir de los comentarios elogiosos que hacían sus amigos sobre nuestras luchas. Al crecer él comprendió que, si yo no me ocupaba de la manera que me pedía, era porque buscaba a su padre .
El 30 de Abril de 1977, nuestro primer día, éramos muy poquitas y todas estábamos atravesadas por el miedo y la angustia. Mientras averiguábamos por el paradero de nuestros hijos nos íbamos encontrando con mujeres y hombres en la misma situación. Entonces comenzamos a juntarnos para descubrir las causas, para consolarnos. No nos unían opiniones políticas ni religiosas sino la tragedia, la búsqueda incansable.
Ahora bien, desde el inicio en vez de estar quietas decidimos rondar. No obstante, durante los cuatro primeros meses de reuniones lo que hacíamos era estar paradas. Las vueltas comenzaron casi por orden de la policía que nos hacía circular. La razón fue muy simple: como el estado de sitio no permitía que las personas se juntasen en las calles se nos ocurrió caminar alrededor de la plaza. Fue Azucena Villaflor la que propuso esa idea. Allí podíamos expresar nuestro dolor, nuestra angustia y la gente al vernos se iba enterando de lo que estaba sucediendo.
Desde el principio siempre fuimos mujeres. Quizás, el horario elegido no permitió que los hombres nos acompañasen por sus obligaciones laborales ¿Por qué elegimos jueves? Fue una decisión azarosa. Una madre contó que en la tradición popular los días que se escriben con R traían mala suerte: entonces quedaba sólo lunes y jueves. El primero era imposible ya que nosotras teníamos tareas pendientes del fin de semana por ser amas de casa . Por ejemplo, lavar la ropa.
Entonces decidimos por el jueves. Y en cuanto a la hora, se eligió el momento de mayor concentración de gente justo a la salida de sus oficinas. Así fue nuestro comienzo: rondar los jueves a las 15,30. Recién en 1980, empezamos a usar el pañuelo blanco en la cabeza con el nombre y apellido del familiar desaparecido, bordado. Fue en la peregrinación hacia la Basílica de Luján, convocada anualmente por la juventud católica.
Era nuestra oportunidad: la Basílica estaba repleta y, en especial, de jóvenes. Llevábamos folletos para repartir y frente a tanta multitud debíamos identificarnos. Surge en su momento, como una forma de reconocernos entre nosotras. En realidad, cuando comenzamos a utilizarlo no era un pañuelo sino un pañal de bebé; todas teníamos alguno en las casas por nuestros nietos. Así, sin quererlo, fundamos el símbolo de las madres.
La identificación del nombre del desaparecido posibilitó que se acercaran aquellas personas que disponían de información sobre el paradero de nuestros hijos. Tuvimos que acostumbrarnos a la vida pública, a las nuevas relaciones, a que nuestra intimidad ya no fuese la misma, a viajar mucho, a tener otro lenguaje, a prepararnos para la discusión con gente del poder, a hablar en los medios de comunicación y a ser reconocidas por la calle.
Yo diría que nos hicimos mujeres públicas. Mi caso lo ejemplifica: de ser una ama de casa, fui creciendo y capacitándome hasta lograr el título de psicóloga social. Ahora soy titular de la «Cátedra Libre Poder Económico y Derechos Humanos», de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Al principio muchísima gente nos miraba con cierto recelo. En los primeros años estábamos muy solas. Nadie rondaba con nosotras. Teníamos inconvenientes con los otros organismos de derechos humanos, algunos de ellos estaban integrados por gente de partidos políticos y tenían otras formas organizativas y otros compromisos. Incluso nos costó mucho compartir ese espacio de resistencia con las feministas.
Ellas comenzaron a venir a la Plaza de Mayo a principio de los ochenta. A las Madres, estas nuevas ideas sobre el ser mujer nos producía confusión y temor y no siempre fueron bien interpretadas. A muchas nos resultaba muy difícil descubrir el carácter patriarcal de la maternidad.
Hay que comprender que nuestra identidad como movimiento fue configurada a partir de ese rol tradicional. De nosotras se desprendió un grupo de Madres que buscaban a sus nietos nacidos en cautiverio y así surgió la Asociación de Abuelas de Plaza de Mayo, nucleadas bajo el lema » Identidad, Familia, Libertad «.
Nuestra causa ya no es sólo la búsqueda de nuestros familiares sino también la conquista por la liberación de las mujeres, el respeto a la libre determinación del cuerpo, a las minorías de opción sexual, religiosas y culturales.
Es doloroso decir que el desprendimiento de la vida doméstica y privada y el salto a la vida pública se llevó a cabo porque tu hijo/a está desaparecido/a. Pero ya no se vuelve atrás».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.