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Entrevista al sociólogo Felipe Portales sobre su último libro “El mito de la democracia en Chile”

¡De qué democracia nos hablan!

Fuentes: La Nación

La historia, esa hija ilegítima entre los vencedores y los seudo intelectuales, nos habla del Chile republicano y su tradición democrática. Sin embargo, para nuestro entrevistado, bajo la opereta electoral, el autoritarismo y la corrupción retuercen la voluntad popular una y mil veces. Por los siglos de los siglos, Concertación incluida. Desde que Sócrates incomodaba […]

La historia, esa hija ilegítima entre los vencedores y los seudo intelectuales, nos habla del Chile republicano y su tradición democrática. Sin embargo, para nuestro entrevistado, bajo la opereta electoral, el autoritarismo y la corrupción retuercen la voluntad popular una y mil veces. Por los siglos de los siglos, Concertación incluida.

Desde que Sócrates incomodaba al pueblo obligándolo a hacerse preguntas en el límite, a cuestionar los supuestos sobre los que descansa el sentido común, las premisas que aceptamos como válidas, los intelectuales cumplen una función esencial en la sociedad occidental. Son las voces críticas, dirruptivas, que no están junto al poder sino frente a él.

Tal vez esa es la mejor manera de entender lo que motiva a este sociólogo y vicepresidente de la corporación Representa. Ni su condición de militante democratacristiano, o tal vez por fidelidad a lo que eso significa, es que Portales no deja de echarle pelos a la sopa de nuestra autocomplaciencia triunfalista, a través de un revisionismo crítico de nuestra historia.

En «El mito de la democracia en Chile», su último libro, trabaja deconstruyendo supuestos y detectando fracturas de nuestra psiquis colectiva, como «la flagrante contradicción entre teoría y práctica, que se ve desde el comienzo de la Conquista, con una doctrina de amor cristiano universal, y una práctica absolutamente contraria de despotismo, explotación y violencia».

-¿Esta dicotomía entre la realidad y el discurso es permanente? -Permanente, y comienza con el famoso aforismo de «la ley se acata pero no se cumple».

-¿Qué otros grandes hitos hay en torno a la dicotomía entre discurso y realidad? -Esto lo podemos ver después en el período republicano, con una autocracia en la cual el Presidente de la República tiene prácticamente todo el poder.

Además de la estructura institucional autoritaria, uno puede ver una cultura política autoritaria. Basta ver a Diego Portales cuando dice «este país hay que gobernarlo a palos», dichos que, curiosamente, cincuenta años después son confirmados por el ideólogo liberal por excelencia que es Domingo Santa María, quien también dice que «a Chile hay que gobernarlo a palos». Ambos coinciden en que la democracia es un ideal para el futuro, que este no es un país preparado para un proceso democrático. Las acepciones de Santa María son impresionantes, porque él habla de que «se me acusa de autoritario, y efectivamente yo no puedo entregarle a un pueblo que no está preparado el ejercicio del poder político. No puedo ser tan irresponsable como para desarmar la obra de Portales, de Montt, con esta quimera del sufragio universal». Otro mito que surge con Portales es el de la legalidad. Las palabras del propio Portales muestran un desprecio a la Constitución, que dice que hay que violarla cuando las circunstancias son extremas, y de una forma muy despectiva.

-¿La violación de la Constitución es una constante en la historia de Chile?

 -Claro, porque lo que vale es el poder fáctico que permite mantener el orden social. La legalidad es instrumental, si sirve bien, sino no se usa, se excede, se vulnera en aras de la mantención del orden social.

-¿Y los años ´90 son de vigencia de esa facticidad?

 -Sin duda. Después de la dictadura se establece un régimen derivado de la propia dictadura, que es la democracia tutelada o nominal. Démosle el nombre que queramos, pero en el fondo no es un régimen democrático que cumpla con los requisitos mínimos que para tal efecto ha definido la humanidad. En Chile la Constitución y las leyes no son el producto de la voluntad popular. Además la dictadura dejó amarrado un conjunto de leyes que en virtud del sistema electoral, que ella misma impuso, se hacen prácticamente imposibles de ser modificadas.

-¿Y entonces por qué hablamos de nuestra notable democracia?

-Porque lo impresionante es nuestra capacidad de autoengaño respecto de nosotros mismos. ¿Cuándo podemos hablar de democracia en Chile técnicamente hablando? Sólo a partir de 1958, cuando se establece efectivamente un sufragio universal, secreto e igualitario, a partir de la ley de la cédula única que impide el cohecho y que permite que el campesinado, que hasta ese momento era prácticamente un ganado electoral de los latifundistas, pueda votar libremente. Y eso dura hasta 1973.

El concubinato política-negocios

-La derecha acaba de pegarse de bruces frente a otro mito: que en el régimen de Pinochet fue probo. Tal vez se asesinó, pero jamás se robó. -Por cierto, es uno de los mitos que también han prevalecido en los últimos tiempos, incluso he escuchado a algunos dirigentes de la Concertación señalar eso. Bastaba ver las privatizaciones efectuadas sobre todo durante el fin de la dictadura, para entender que ahí hubo una corrupción gigantesca. El estudio de Mario Marcel dice que el Estado perdió cerca de seiscientos millones de dólares con las irregularidades del proceso de privatizaciones. Algunos han señalado que lo de Pinochet es casi secundario respecto de todo este proceso de corrupción institucional.

-¿Los chilenos hasta hoy nos vendamos los ojos, construimos una imagen falsa de las cosas?

 -La mitología hoy en día en nuestro país es impresionante. Considerarnos una democracia ejemplar es grotesco. Todavía no hemos llegado al umbral que permita definirnos como un país democrático: que la Constitución y las leyes sean producto de la voluntad mayoritaria del pueblo. No podemos decir que estamos en una democracia imperfecta, sino que todavía no estamos en un sistema mínimamente democrático. En nuestra capacidad mitológica no sólo nos engañamos respecto al pasado, sino también respecto de nuestro propio presente.

-¿La probidad y la honradez también son un mito?

Hay personajes como Gabriel Valdés que hacen gárgaras con esa idea señorial del poder, donde la clase política es ejemplar, casi beatificable por sus servicios al país. -En la clase oligárquica hay otro mito que es el de la austeridad. Ya a mediados del siglo XIX, con el boom exportador del trigo y de la plata, la fastuosidad de la clase alta chilena impresionaba a todos los visitantes extranjeros. Para qué decir después del salitre. Y la corrupción que se establece particularmente en la república oligárquica es absoluta. El nivel de compromiso, de infiltración de intereses entre los políticos oligarcas y las grandes compañías del salitre y los intereses bancarios, es absoluto, desvergonzado. A partir de 1925 se produce una disminución de este proceso, pero nunca se ha eliminado. Eso sí, en Chile la corrupción no es grosera, esa de la coima con fajos de billetes, sino que es más legal e institucional. Uno puede decir que es una inmensa corrupción el hecho de que las grandes empresas del cobre prácticamente no paguen impuestos. Esas compañías no tienen la necesidad de ir a comprar a un funcionario público para no pagar, pues eso está establecido en la ley. Pero los efectos que tiene desde el punto de vista de la corrupción, en el profundo sentido de la expresión que es la unión de los poderes económicos y políticos, se da de manera ostensible en el Chile de hoy. Ahí también hay una gran mitología. Nuestro sistema es fundamentalmente corrupto en el sentido de que los grandes intereses económicos son los que definen las grandes decisiones políticas. Y esa es una gran corrupción.

-¿Esta relación espuria distorsiona la voluntad popular?

-Claro, la distorsión de la representación popular se da fundamentalmente por el sistema binominal, unida a los senadores designados y a los altos quórum que se requieren para modificar la Constitución y las leyes. Ahí es donde está la principal distorsión de la voluntad popular. Pero está además ayudado por una concentración del poder económico tan grande, que evidentemente limita también aún más las posibilidades efectivas de representación política.

El proyecto abandonado

-Otro de los mitos potentes es el de la unidad nacional, los políticos y empresarios dicen ‘lo mejor para Chile es esto o esto otro’. Cuando en verdad la palabra Chile disfraza los intereses de ciertos grupos.

-Es que hay que tener en cuenta que pesa mucho en nuestra mitología el hecho de tener un país mucho más autoritario y clasista que el resto de Sudamérica, Por cierto tenemos también la otra cara de la moneda, un país mucho más ordenado, integrado y eficaz. Entonces, el juego de unidad nacional tiene cierta realidad. En la Guerra del Pacífico, según muchos historiadores, había mucha mayor cohesión dentro del ejército chileno, porque de algún modo había un país más integrado, más homogéneo. Efectivamente ha habido una mayor unidad nacional y orden que en el resto de América latina, pero al precio de un mayor autoritarismo, de una mayor sumisión social y étnica también.

-¿La idea de la unidad nacional no es un poco reaccionaria? Una persona de barrio popular tiene más en común con un pobre peruano que con alguien que vive en San Damián, por ejemplo.

-La idea de la unidad nacional es muy positiva, pero en Chile evidentemente se da en los marcos de una extrema desigualdad social. Como tú dices, sirve para ocultar una realidad, para dar una imagen que no corresponde, de que somos efectivamente un país auténticamente integrado, con personas que puedan tener libertad y relacionarse horizontalmente.

-¿Qué te parece esta reacción frenética con los éxitos deportivos?

-Llama la atención, como lo reconoció el propio presidente de la Asociación de Tenis, que ellos no son ni siquiera el producto de una política tenística, sino del sacrificio personal y de sus familias. Estas medallas de oro alegran a todo el país, y que bueno que lo hagan, pero no hay que dejar de considerar que no son el fruto de una política deportiva, sino de un esfuerzo individual, una excepcionalidad. Y respecto del efecto social hay una cierta suerte de obsesión con los triunfos deportivos, que yo creo que responden a una cosa muy compleja, que es una baja autoestima que tenemos nosotros los chilenos. Baja autoestima por esta misma historia tan autoritaria, tan desigual, tan injusta, que de alguna manera compensamos con esta sobre valoración de éxitos de toda clase.

-Las instituciones viven un profundo descrédito: la justicia, el Parlamento, la Iglesia. ¿Esa es una desmitificación que ha hecho la sociedad por sí sola?

-Chile es un país profundamente desmoralizado. Diecisiete años de dictadura, tan cruel y después catorce años de una profunda desilusión, con una dirigencia concertacionista que prometió un proyecto político y que lo abandonó en el camino, que prometió vuelta a la democracia, cambio del modelo económico, justicia en materia de derechos humanos. Eso agudiza esta desmoralización de la sociedad chilena. Por eso se producen cuestiones muy explicables, como que en las encuestas internacionales los chilenos aparecemos como uno de los pueblos que menos confianza se tiene. Entre las personas la confianza interpersonal tiene niveles bajísimos, otro elemento es el grado de enfermedades mentales, de depresión que existe en Chile, particularmente en Santiago. Hay reiterados informes que tipifican a Santiago como una de las ciudades con más consumo de tranquilizantes y antidepresivos del mundo. Son todos productos de una serie de factores, pero que apuntan a una desmoralización de la sociedad chilena y eso obviamente también se está reflejando en sus instituciones fundamentales.

-La historia de Chile funciona sobre la base de instituciones fuertes, ¿qué consecuencias puede tener este debilitamiento institucional?

-El proceso de desmoralización coexiste con una especie de sumisión a los poderes establecidos. La sociedad chilena, por muy desmoralizada que esté, no está planteándose alternativas, si uno ve el grado de influencia que tienen los sindicatos, las juntas de vecinos, los colegios profesionales, es cero. No tenemos un pueblo organizado que pueda ejercer sus derechos. Al mismo tiempo la libertad de expresión está sumamente restringida. Hay muy pocos canales de comunicación real, para poder expresar este sentimiento de descontento latente.

-Y esta carencia de vigencia de las libertades públicas, ¿en qué más se expresa?

-Una de las cosas que más me impresiona es la brutal autocensura. A las restricciones objetivas que existen para que haya medios independientes, existe una brutal autocensura de los partidos políticos, de las instituciones sociales y de la propia prensa. Por ejemplo, un tema tan relevante como el regalo de la mayoría parlamentaria que hizo la Concertación en la negociación de 1989, ni siquiera es conocido por la mayoría de la población chilena. Y ha sido una de las mayores vergüenzas del proceso de transición: que la Concertación, de haberse conservado intocable la Constitución del 80, la originaria, habría tenido con seguridad mayoría parlamentaria simple. Porque la Constitución, pensando obviamente en el triunfo de Pinochet en el Plebiscito del 88, le concedía a este mayoría parlamentaria simple, teniendo mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra. Pero Pinochet pierde y la Concertación le regala la mayoría parlamentaria segura a la derecha, una cosa aparentemente inconcebible que sólo se puede explicar en virtud de que ese liderazgo de la Concertación, como estaba abandonando sus proyectos políticos, económicos y sociales, no quería quedar respondiendo, ni moralmente comprometida con una mayoría que no iba a utilizar para lo que decía que quería utilizar. Y entonces todo comenzó a explicarse en función de que no había mayorías parlamentarias para hacerlo. Lo que pasa es que los chilenos tenemos una capacidad de bloqueo mental frente a informaciones o realidades que nos son dolorosas. Hay un trauma que no se quiere asumir todavía, que es el abandono del proyecto político de la Concertación efectuado por el liderazgo de la Concertación.

-Los mitos son verdades instaladas públicamente en la subjetividad profunda. Sobre el caso Spiniak ya se instaló una historia oficial, como muchas otras, ¿qué te parece a ti?

-El caso Spiniak es tan complicado que no tengo una opinión clara al respecto. Sí tengo claro que cualquiera sea su desenlace, es un reflejo más de la corrupción moral en la cual estamos inmersos y no nos damos cuenta. Para que se haya producido lo que se produjo, cualquiera sea la alternativa, demuestra que estamos muy podridos moralmente como sociedad. Ya sea que las versiones primitivas de Gemita Bueno sean efectivas o no lo sean, esto habla que la sociedad chilena está muy enferma, muy dañada moralmente. Las instituciones viven un profundo descrédito: la justicia, el Parlamento, la Iglesia. ¿Esa es una desmitificación que ha hecho la sociedad por sí sola?