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De un discreto encanto en otro

Fuentes: Rebelión

Que me perdone Juan Formell por modificarle uno de sus aciertos para con él decir: «El imperio es un cancha». Después de todo, la realidad a la que intento aludir con semejante modificación puede también mencionarse citando textualmente al destacado músico: «El carnicero es un cancha». En su peor acepción figurada, la de matón, carnicero […]

Que me perdone Juan Formell por modificarle uno de sus aciertos para con él decir: «El imperio es un cancha». Después de todo, la realidad a la que intento aludir con semejante modificación puede también mencionarse citando textualmente al destacado músico: «El carnicero es un cancha». En su peor acepción figurada, la de matón, carnicero puede sustituir a imperio. Dígalo, si no, Obama sin Laden: el Obama a quien beneficia el asesinato de su casi tocayo.

A decir verdad, ni siquiera es seguro que el líder de Al Qaeda esté muerto. No han desaparecido del todo los motivos para sospechar que tal vez se halle, no digamos en un oscuro rincón del mundo, sino en una mansión lujosa y bien iluminada, y cabe imaginar que de cuando en cuando recibía la visita de George W. Bush y luego la de su sucesor, Premio Nobel de la Paz, para celebrar, juntitos, los frutos de la mutua colaboración. ¿Dónde se formó el saudí, sino en las filas de la CIA? ¿Cómo podía aprender más de fundamentalismo que sirviendo al gobierno estadounidense, tan fundamentalista en la aplicación de la política imperial?

Osama puede estar realmente muerto, quién sabe si hace años ya. Pero ahora a su casi tocayo le viene bien la noticia mal confirmada, o no probada, de su asesinato, «mérito» que quizás le sirva para pagar el alquiler por otros cuatro años en la Casa Blanca. Y al propio Obama le conviene además esa muerte por algo que beneficia también, con efecto retroactivo, a su antecesor.

Según ya argumentó alguno de los mayores cómplices de las torturas, método legalizado por Bush, las practicadas en la cárcel que los Estados Unidos mantienen en Guantánamo, territorio cubano que la gran potencia ocupa por la fuerza, permitieron ubicar el paradero de Osama y orquestar la operación para asesinarlo: supuestamente, algún torturado dio la pista para llegar a su escondite. ¿Tan ineficaces son los cuerpos de inteligencia de los Estados Unidos y sus recursos tecnológicos para rastrear los pasos de alguien que cada vez que a Bush le convenía aparecía haciendo declaraciones que avalaban la Ley Patriótica, fascista, de ese presidente, y cuya muerte ahora beneficia a Obama?

Las torturas no se practicaban, y practican, solamente en Guantánamo, sino también en otras cárceles conocidas, y probablemente en algunas ignotas -¡quién sabe en cuántas!-; pero la de Guantánamo tiene para Obama un significado especial: fue la que él, en su primera campaña presidencial, prometió que cerraría, y aún sigue en pie. Y como ahora, en su segunda campaña, ha dicho que el mundo será una morada más segura gracias a la muerte de Osama, las torturas en general y particularmente las aplicadas a prisioneros en la cárcel de Guantánamo estarían justificadas.

En cuanto al asesinato del saudí, que hizo sus armas trabajando para la CIA, todo eso sirve -lo han hecho notar comentaristas- para repetir el refrán: «Muerto el perro, se acabó la rabia». Solo que tal simplificación empieza por seguir satanizando a un animal que puede ser y frecuentemente es un magnífico amigo de los seres humanos, y, en lo fundamental, continúa por olvidar, aceptando aquella parte de la simplificación, que Osama bin Laden no es -o no era, si ciertamente ya no vive- el perro, sino un perrito. El perro es el imperio, y su presidente hoy es Obama, como hace poco lo era Bush. Vendrán otros.

Al calificar de cancha al imperio se extrema un recurso del habla popular cubana, en la que ese término, con sabor a orígenes machistas, significa tipo duro, solvente y ligón. Así se relaciona con algunas de las acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española le atribuye como cubanismo: «estar bien preparado o entrenado para algo determinado»; y, clasificado como americanismo, esta: «habilidad que se adquiere con la experiencia».

En el presente artículo cancha se le aplica al imperio en un sentido que rebasa el «reconocerle [a alguien] la capacidad de actuar conforme a su voluntad en un determinado asunto». Salvo en privar de dignidad a quienes no están dispuestos o dispuestas a tener el discreto encanto de perderla, o carecer de ella, el imperio actúa según le venga en gana. ¡Y está bien, hombre, que para eso es el imperio, no una Orden bienhechora, aunque lleva el mesianismo (falaz) en su «genoma» antihumanitario!

Astuto es, y golpea siempre; y exhibe su pegada más eficiente cuando mayor efecto puede acarrear para sus intereses. Sabe también que cuenta con muchos discretos encantos, antes y después del zarpazo contra Libia, donde se asesina a civiles con bombardeos bendecidos por una inaceptable resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, promovida por unos y tolerada por otros al mejor estilo de Poncio Pilato. Y sabe orquestar trampas terribles contra quienes lo desafían.

Sabe asimismo que a veces en sus maniobras hasta puede contar con el discreto encanto de ciertas izquierdas que no han logrado cambiar nada en el mundo, pero no están dispuestas a perder ocasión de probar que toda la sabiduría y toda la honradez están en sus manos, en sus lúcidas cabezas. Y no es cuestión de medir a esas izquierdas, ni a ninguna, con la vara del pragmatismo. Esa es la que, según un chiste, aplicó San Pedro al darle mejor ubicación en el Paraíso a un taxista que a un sacerdote, en consideración de sus respectivos logros para la fe: el sacerdote conseguía que en su mayoría los fieles se durmieran cuando él oficiaba; mientras que la población en general, ateos incluidos, rezaba al saber que el taxista estaba en su labor. ¡Tantos eran los estropicios y accidentes, con muertes y lesiones incluidas, que acumulaba en su hoja de servicios!

No es cuestión de sucumbir a tales mediciones, pero algún valor debe reconocérsele a quien es capaz de hacer, no solamente de decir, por muy importante que sea decir bien y a tiempo. Nadie venga a recordarnos lo que sabemos: una cosa es el sentido de la oportunidad y otra harto diferente es el oportunismo. Diga cada quien lo que estime que le corresponde o debe decir. Pero no se niegue a nadie el derecho a considerar que, a veces, se necesita tener más valor para guardar silencio que para hablar. Sobre todo si uno sabe -y parafraseo a un trovador, Pablo Milanés, que recientemente apareció en un espacio de la televisión cubana ratificándose como antimperialista convencido- que el enemigo, el imperio, está siempre al acecho, asesina a nuestros hermanos, «y prepara otra celada».

No es cuestión de promover acriticismo y silencio, eficaces aliados que son del capitalismo, y lo fueron de los beneficiarios de la deformación del llamado socialismo real: contribuyeron al deterioro y al desmoronamiento final de ese modelo. Pero crítica no significa incontinencia verbal, sino análisis, y no por cierto para actuar y hablar erráticamente, sino para tratar de hacerlo lo mejor posible, contando con la falibilidad propia, no solamente con la de quien suponemos merecedor de nuestras andanadas.

Recientemente el venezolano Raúl Bracho, director general de la Fundación Hombre Nuevo, publicó un artículo en el que no se limitó a defender al presidente bolivariano Hugo Chávez Frías de impugnaciones, hechas a veces con la mejor intención, incluso desde un sincero desgarramiento. El origen visible de ellas radicó en la responsabilidad contraída por el gobernante de Venezuela al extraditar a Colombia, por solicitud del actual mandatario de este país, a un ciudadano colombiano y, según fuentes, nacionalizado sueco, a quien no se ha podido acusar de haber renunciado a sus buenos afanes periodísticos, ni librarlo de la sospecha de haber sido pieza en una trampa cuyos detalles, al parecer, aún están por revelarse. Pero una cosa está clara: si una campaña pudiera ser necesaria en este caso, sería para salvar al periodista. Ya eso se ha dicho, pero es algo en lo que habrá que insistir sin cansancio. Sobre todo si, como aseguran quienes lo conocen, él lo merece.

Pero parte de las izquierdas se sintieron obligadas a probar, como para ser creíbles, que no critican solamente los excesos del imperio, sino también, y casi con similar pasión, cuando no más, a un dirigente que intenta, en condiciones sumamente difíciles, cambiar un país y colocarlo sobre bases nuevas. Algún profesorcito de izquierdología llegó a decir que una sórdida alianza entre Venezuela y Colombia está reinstalando el poder de los Estados Unidos en el continente. Fue necesario que alguien, con tino, le recordara que ese poderío no ha desaparecido como para necesitar restablecerse, y que lo más interesante es lo que políticos y movimientos populares hacen en nuestra América para que la Revolución Cubana esté cada vez menos sola y la influencia del imperio se quiebre cada vez más.

Ni siquiera con esos líderes y movimientos hay que ser acríticos. Pero ¿no es posible, antes de lanzarse a exhibir las armas académicas de las izquierdas, esperar un poquito, indagar más, buscar mayor información para saber de veras qué es lo que ocurre? Sí, esperar un poco antes de armar alborotos de los cuales solamente el imperio puede sacar dividendos; antes de rasgarse las vestiduras y probar que se es puro, puro, puro, purísimo como una Virgen María devenida dirigente de una nueva Internacional Comunista, lo que va dicho sin ánimo alguno de irrespeto para los creyentes honrados. También puede haber quien esté a la caza -o se parezca a quienes así actúan- de la oportunidad para zafarse de «compromisos» con luchadores y procesos que se enlodan manos y brazos en la construcción, no solamente dan lecciones de cómo se edifica. Esto no va dirigido, huelga aclararlo, sino a quienes lo merezcan.

Para seguir con la música, a algunos vendría bien recordarles una guaracha cuya autoría ignoro: «¡Controlen el movimiento de la cintura, por favor!» O de la lengua, que también tiene buenas funciones que realizar, y entre quienes se lanzaron al ruedo en el caso de marras los hay que las han cumplido incontables veces, y muy bien. Pero ello no da razón para sentirse por encima de todo, y de todos, y creer que uno, lo que uno piensa, es la medida de todas cosas. ¡Si así fuera!

Ni siquiera está bien tomar, para lanzarlo al rostro de amigos a quienes se quiere criticar por sus «errores», el ejemplo de una Revolución que no se ha hecho para servir de baremo, sino para cultivar la justicia y, en consecuencia, la lucha contra el imperio que capitaliza todo tipo de alboroto impertinente, cuando no los fabrica o propicia él mismo, porque para eso… para eso es un cancha. Una Revolución legítima puede tener la necesidad, digamos, de adoptar acuerdos por los cuales deportar secuestradores de aviones, aun sabiendo que pueden ser personas revolucionarias de verdad. O sentirse en el deber de fusilar delincuentes cuyos actos ponen en grave peligro la seguridad del país, del pueblo.

Y claro que una Revolución verdadera no actúa ignorando que esas decisiones pueden tener su precio. El primero, pensando en los fusilamientos, viene de lo antipática que para toda persona decente y sensata resulta la pena de muerte. Pero a veces de lo que se trata es de impedir muchas muertes más. Entre quienes desaprueban la pena capital, y han condenado a Cuba -cuya tendencia a eliminarla es visible-, también hay aliados del gobierno de los Estados Unidos, que ya se sabe cuánto y cómo la aplica; y abundan funcionarios imperiales, en América y en Europa, que prefieren los linchamientos extrajudiciales. ¡Sí, señoras y señores, como en el caso de Osama bin Laden, y en otros muchos!

Se sabe lo que son las campañas que pueden orquestarse al servicio del imperio, y cuán convenientes son para quienes quieren bajarse de la incómoda locomotora de las revoluciones. También se sabe cuán capaces son ciertas izquierdas de exigirle explicaciones a un país en revolución, hasta porque este haya dado escenario para un concierto internacional por la paz que sería más fértil realizar que impedirlo. Hasta por un cambio de ministros hay quienes se sienten con derecho a reclamar que un país en revolución, y bajo asedio imperialista, les rinda cuenta.

No hay que negar que es justo comprenderlo: muchas veces quienes demandan explicaciones son personas que ayudan a ese país, y en el suyo nadie les presta oído cuando piden que les expliquen algo. Tienen que sufrir día a día el poder del capitalismo, y a veces hasta el de una monarquía, formal en realidad, porque en el capitalismo el verdadero monarca es el capital. Y ese no da explicaciones. Fabrica mentiras.

Pedir explicaciones, y, sobre todo, recibirlas, tiene también su discreto encanto. Pero nada lo es más que la pose magistral de quien no necesita pedirlas, sino dar dictámenes. Recientemente ha circulado en la prensa una singular lección de Ignacio Ramonet, quien a menudo -como parte de logros que sería indecente cicatearle- diserta, incluso a periodistas que intentan transformar un país y, en él, su prensa. Ahora, entre prestidigitaciones verbales, apoya de hecho la inaceptable resolución que la OTAN gestó, por la cual Libia está bajo las bombas.

Así el indiscutible maestro de periodistas descalifica a quienes no hayan tenido el discreto encanto de dar su apoyo a la resolución y, por ende, a los llamados rebeldes libios, cuya composición está lejos de resultar medianamente clara. ¿Es que no son, entre otras cosas, fruto de la penetración de la CIA? Se dirá que eso es un detalle; pero ¡qué detallito! Ramonet se da el lujazo de meter en un mismo saco todas las revueltas árabes, incluida la de Libia.

De ese modo, entre los blancos de sus descalificaciones están los gobiernos progresistas latinoamericanos, y debemos reconocer que en eso tiene de su lado, ¡nadie lo dude!, la falibilidad de dichos gobiernos y las circunstancias harto complejas, trampas a veces, en que ellos deben actuar, y actúan. Acaso haya quienes se permitan la incorrección de considerar que esos políticos, sobre todo si no secundan planes del imperio ni se lavan las manos ante ellos, han logrado más en el afán de cambiar la realidad que todas las páginas de Le Monde Diplomatique juntas, en francés y en las traducciones a otras lenguas. Y nadie negará la importancia de esa gran publicación.

Por mi parte, me contengo para no llegar al extremo intemperante de suscribir la valoración hecha por una colega mientras comentábamos el texto de Ramonet: «¡Ahora sí que, si no se la han dado todavía, al director de Le Monde Diplomatique no hay quien le quite el orgullo de recibir de manos del abominable Sarkozy la credencial de la Legión de Honor francesa!» Quizás pensando en casos similares fue que, según se cuenta, Picasso dijo que lo malo no es recibir tal «distinción», sino merecerla. No hay que llegar a tanto con respecto al sabio periodista. Me limito, para terminar, al acuse de recibo con que agradecí a otra colega el envío de su artículo: ¡Ramonet, Ramonet! ¡Oh, Ramonet!

Cosas hemos visto, cosas vemos, cosas veremos, cides de todos los países. Pero, por favor, no hay afiliarse a lo que mi abuelo gallego, quien vino joven y sin mayor conciencia política a Cuba, donde sufrió injusticias que lo prepararon para hacerse miliciano de la Revolución cuando ella triunfó, llamaba -y sabía a quiénes aplicaba el término- la izqmierda. Perdónenme lectoras y lectores la honradez de la cita, contraria a mi preferencia por otro tipo de lenguaje. Pero la verdad, mientras no se pruebe lo contrario, es que una cosa es la izquierda, por muchas deficiencias que tenga, y otra muy diferente es la izqmierda, por muy sabia que parezca y muchos golpes de pecho que se dé.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.