Quienes creen que hablan, o callan, o hacen una acción cualquiera, por un libre mandato del alma, sueñan con los ojos abiertos. Baruch SpinozaLas calles de mi barrio (el de Gracia, pequeñoburgués y fashion, del centro de Barcelona) rebosan de «chiringuitos» de las llamadas «tecnologías del yo»: reiki, yoga, Pilates, terapia Gestalt y demás placebos […]
Quienes creen que hablan, o callan, o hacen una acción cualquiera, por un libre mandato del alma, sueñan con los ojos abiertos. Baruch Spinoza
Las calles de mi barrio (el de Gracia, pequeñoburgués y fashion, del centro de Barcelona) rebosan de «chiringuitos» de las llamadas «tecnologías del yo»: reiki, yoga, Pilates, terapia Gestalt y demás placebos emocionales del atormentado urbanita de clase media. Su arquetipo paródico podría simbolizarse en el desternillante personaje de Woody Allen en la película Annie Hall, que representa genialmente el prototipo de individuo neurótico acosado por continuos devaneos existenciales, entre ligues cremosos, exposiciones de Warhol y el diván del psicoanalista.
En una primera aproximación, sería tentador despachar el asunto emparentando esta exuberancia de «orientalismos» con la moda, más bien «ochentera», de las pseudociencias y supercherías parapsicológicas con las que entrarían en competencia y a las que exitosamente sucederían o, al menos, complementarían. O, de una forma más aséptico-terapéutica, destacar su función de lenitivos de una genérica «angustia vital» del burgués contemporáneo ante el estrés y las ímprobas exigencias de su azarosa y mortal existencia.
Las múltiples terapias llamadas «alternativas» representan, asimismo, un nuevo poder pastoral en tiempos de secularización. Los nuevos gurús, de luengas barbas y blanquísimas túnicas, guían al rebaño descarriado que ha abandonado los púlpitos y las sacristías. Todo es como un juego de niños: el pastor nos acompaña, por un módico precio, por el camino del equilibrio emocional, para que todas las piezas encajen idealmente en el puzzle de nuestra vida y queden atrás las asperezas y miserias de las rutinas cotidianas. Uno se queda pasmado de los niveles de infantilización y credulidad con los que personas, en otros ámbitos más prosaicos sumamente sensatas e inteligentes, defienden la enorme utilidad y el efecto regenerador de las referidas prácticas. Por cierto, y dicho sea de paso, el lenguaje de optimización de las potencialidades individuales, recuerda mucho al de la teoría económica marginalista y al utilitarismo de estirpe Benthamiano, actualmente hegemónicos en los centros de adoctrinamiento neoliberales. Los equilibrios optimizadores, la maximización de la utilidad (el hedonómetro de Manfred Max Neef1) y el culto pagano a la soberanía del consumidor remiten, puede que no casualmente, a la jerga evanescente de los sedicentes purificadores del espíritu.
Pero quizás haya algo más. Acaso esta efervescencia emocional, aparentemente despolitizada y naïf, hunda sus raíces en algo más profundo y tenebroso. Günther Anders2 describe el «analfabetismo emocional» del tipo ideal de burgués occidental como su casi absoluta incapacidad, dada la enorme complejidad de los procesos socioeconómicos y los aparatos productivo-destructivos en los que se halla imbricado, de representarse o percibir lo que está en juego en ellos y su propio papel en el engranaje. Esa oscuridad causal, que desacopla nuestras acciones al servicio de la producción mercantil de sus efectos mediatos y lejanos, atrofia, incluso contando con la absoluta, y harto improbable, carencia de cinismo del implicado, nuestra capacidad de sentir el eco lejano de nuestros actos. El operador de drones del Pentágono o el analista de mercados de derivados de Lehman Brothers que, después de su «aséptica» jornada laboral, acuden a una sesión de yoga kundalini antes de arrullar a sus tiernas criaturas de regreso al ajardinado hogar, podrían ser casos límite de ese brutal contraste entre el desfallecimiento de nuestra capacidad de «sentir», ante la desmesura y complejidad de los procesos en los que nos hallamos inmersos, y la reclusión beatífica en la subjetividad, moralmente reequilibradora, que facilitan las onanistas tecnologías del yo.
Así pues, esa catarsis, supuestamente liberadora y regeneradora, podría estar exorcizando la tenue y lejana percepción de nuestra contribución ( en mayor o menor grado, una cuestión en absoluto baladí) al sufrimiento humano genérico que la participación en las organizaciones productivas del llamado Primer Mundo implica. Y la vehemente búsqueda de solipsistas equilibrios emocionales mostraría, sintomáticamente, la necesidad subliminal de balancear hacia lo privado-subjetivo la incapacidad de aplicar nuestras emociones (y los actos políticos que de ellas se derivarían) al enorme daño objetivo que las estructuras socioeconómicas en las que participamos produce.
Notas
2 http://es.scribd.com/doc/190710562/Anders-Gunther-Nosotros-los-hijos-de-Eichmann-1964
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