Público, en su edición de 2 diciembre de 2008, dedicó dos páginas a hablar del proceso de Bolonia y de la revuelta «anti-Bolonia». «Bolonia: entre la modernidad y el mercantilismo» fue el titular escogido para su crónica por Diego Barcala. Junto a su información, sendos artículos: «En contra», señalaba el diario, «La estafa de Bolonia», […]
Público, en su edición de 2 diciembre de 2008, dedicó dos páginas a hablar del proceso de Bolonia y de la revuelta «anti-Bolonia». «Bolonia: entre la modernidad y el mercantilismo» fue el titular escogido para su crónica por Diego Barcala.
Junto a su información, sendos artículos: «En contra», señalaba el diario, «La estafa de Bolonia», de Carlos Fernández Liria, del que ya se han hecho eco las páginas de rebelión, y «a favor», «La Historia no se detiene», de Francisco Michavila, quien firmaba su artículo como Catedrático de Matemática Aplicada en la Politécnica de Madrid.
No pretendo contraargumentar las posiciones del matemático aplicado, ya lo hizo de hecho Carlos Fernández Liria, pero sí creo útil hacer un breve análisis de los presupuestos desde los que Francisco Michavila construye y defiende su posición, así como del estilo y validez de su argumentación, teniendo muy cuenta, como no podía ser menos, el espacio otorgado, los límites inevitables de un artículo periodístico.
De entrada, Michavila señala una lección que al lector no le conviene olvidar: que la historia no se detiene. De ese modo, «aquellos que intentan paralizar el paso del tiempo se arriesgan a que los acontecimientos les superen». Repárese que no hay forma de inferir una cosa de la otra: puede aceptarse que la Historia no se detiene, afirmación tan trivial que puede devenir asignificativa, sin que de ello se infiera que pueda existir alguien que en su sano juicio pretenda paralizar el paso del tiempo. El tiempo pasa, podemos detenerlo o intentar hacerlo en cuadros o fotografías si así lo deseamos, pero tal finalidad poco tiene que ver con los cambios acelerados arriesgados, acaso indeseables, que provoquemos en el transcurrir de la Historia humana. La confusión de planos parece evidente.
Por lo demás, afirmar, como afirma el catedrático de matemática aplicada, que los que intentan paralizar el paso del tiempo se arriesgan a que los acontecimientos les superen, es tan justo, o tan injusto mejor, como afirmar que los que aceleran el paso de ese tiempo provocan acontecimientos que no solamente les pueden superar a ellos, y a todos, sino que también pueden ser causa de disparates sociales o barbaridades naturales que están en la mente de todos nosotros. Dar una marcha acelerada al transcurso del tiempo humano, apostar por la aceleración del movimiento histórico, por el desarrollismo o progresismo mal entendido, es probablemente hoy una de las formas de tentar al suicidio al que algunos parecen querer abocarnos.
No es en un asunto únicamente. Según Francisco Michavila en muchos temas opera ese intento desesperado de paralizar el tiempo. El proceso de «construcción de la Universidad europea» es uno de ellos en su opinión. Según él, algunos desconfían del cambio, otros no lo entienden, bastantes siente miedo ante él. Otros, el autor no lo dice pero está implícito, lo entienden, no sienten miedo, no desconfían y apuestan por él. Él es uno de estos últimos.
«Mercantilismo, privatización, intereses espurios son algunas de las etiquetas que se utilizan para descalificar la renovación universitaria en ciernes». Según Michavila, hay trampas escondidas detrás de esas posiciones, o, acaso, añade suavemente como en que lanza una piedrecita al río, pereza mental. Pereza de los otros, claro está, la de los que no opinan como él.
Michavila deja olvidada la segunda aparte de la disyunción que él mismo ha sugerido, de la que puede inferirse sin mala fe argumentativa torpeza intelectual en los críticos del diseño de Bolonia según sus consideraciones, y se centra en la refutación de su primera afirmación. Desde luego, el uso del término «etiqueta» no es casual ni ingenuo: es una forma de descalificar al oponente. Mercantilismo, privatización, no son conceptos definidos, son etiquetas, coletillas, torpes consignas de agitación. Conceptos vagos, difusos. Además de ello, repárese en lo de «renovación universitaria en ciernes»: aserción pulida, no contaminada, a la que cuesta oponerse dada su formulación, y, por otra parte, inexorabilidad de la situación: la decisión está tomada y oponerse es de torpes, de tontos o de agitadores políticos desnortados.
Señala Michavila que se critica del «cambio universitario su deseo de prestar atención a las expectativas de empleo que genera el sector productivo». ¿Productivo? ¿Por qué productivo? ¿Y por qué no financiero, especulativo, destructor de medios y personas? Por lo demás, según el defensor del proceso de reforma universitaria iniciado en Bolonia, que nunca cita por su nombre en su artículo, desde la óptica del estudiante, no de la suya, la crítica anterior no puede ser más rebatible. ¿Por qué? Porque sin duda los jóvenes cuando eligen la carrera o se hallan en las aulas universitarias están preocupados por la salida laboral posterior. La guinda complementaria: ¿no necesitan ganarse la vida luego o es que estamos hablando de señoritos con la vida resuelta, apunta el señor catedrático de Matemática aplicada?
Los tópicos de su supuesta argumentación crítica se acumulan. ¿No conocemos jóvenes, nada señoritos desde luego, que estudian por amor al estudio, por conocer profundamente determinado asunto, independientemente de su posible utilidad en el mercado laboral futuro? ¿No debería la Universidad, y también uno de sus catedráticos, alentar el amor al saber, el estudio limpio de condicionamientos externos? ¿O es que el catedrático de matemática aplicada sugiere que debemos ser prácticos y apostar únicamente por lo que es útil en el mercado? Aparte de la imposibilidad de esa apuesta (¿qué es realmente útil al mercado aparte de la claudicación y un saber técnico cambiante y a veces superfluo?), ese «enriqueceros» que subyace a ese planteamiento supuestamente razonable pero lleno de aristas serviles, tan del gusto por cierto de los González-Solchaga-Boyer-Aznar-
Por lo demás, ¿no tiene nada qué decir el matemático aplicado sobre ese llamado «mercado laboral», ese atentado impúdico a los derechos de los trabajadores, todo un catedrático universitario incluso en momentos como los actuales en los que 3 millones de personas, muchas de ellas universitarias por cierto, ya no son funcionales al sistema? ¿Nos situamos en una perspectiva europea? ¿En una perspectiva mundial? ¿Contamos los desheredados universitarios que han hecho depender su orientación intelectual en lo que supuestamente al mercado le parecía de más interés?
El catedrático de la Politécnica madrileña niega, por lo demás, que esa apuesta por lo práctico, por el trabajo posterior genere desinterés por las humanidades. Lo niega. ¿Por qué? Porque en el caso norteamericano las más variadas combinaciones de cursos de humanidades con otros de economía o tecnología son demandas por los estudiantes. Será así por el buen criterio de los estudiantes norteamericanos pero está claro que el mercado no necesita ni filólogos clásicos ni conocedores de la filosofía platónica ni, si me apuran, especialistas en teoría de números o o en la teoría general de la relatividad.
En cuanto al argumento de los críticos que los nuevos planteamientos evitarán estudiantes a tiempo parcial, le parece insustantivo a Michavila, no tiene sentido para él en la actualidad. ¿Por qué? Porque con los sistemas actuales presenciales, virtuales o semipresenciales nada impide que cada ciudadano elija a la carta. ¿Elija a la carta ha escrito el señor catedrático? Elija a la carta ha escrito Michavila. ¿Qué noción de elección se maneja en este punto? ¿Elegir cuando uno no puede tomar otra opción que aquella que le permita seguir trabajando para subsistir? ¿Qué elección es esa? ¿Un universitario que aboga por la educación virtual, semipresencial? ¿Para quienes? ¿Para los jóvenes trabajadores que no son estudiantes de primera ni de matrícula de honor y que, por tanto, no podrán acceder a becas reservadas para los más hábiles académicamente? ¿Para ellos está destinada la educación virtual? ¿También para los familiares jóvenes del catedrático de la politécnica?
Lo que importa, señala Michavila, es que los jóvenes reciban una educación activa, no memorísitica y de tipo enciclopedista. Aparte del tópico, nuevamente usado, de la crítica a la memoria y al saber enciclopédico y el uso asignificativo de la noción «educación activa», ¿quién defiende ese tipo de enseñanza? ¿Los contrarios a los planes, al proceso de Bolonia? ¿Dónde han afirmado una cosa así?
Finalmente, se apela a los recursos, a la políṫica de becas, a una mayor dotación de medios. «Nuestra educación superior necesita más medios para ser mejor». Aquí sí, aquí toca defender intereses propios. Tienen, curiosamente, patente eterna de legitimidad. Porque, puestos a exigir medios, ¿a quienes van dirigidos esos medios extras? ¿Quienes deberían beneficiarse realmente de esos medios adicionales?
Por lo demás, esos títulos tan impactantes, con mayúsculas incluidas, propios de una filosofía de la historia trivial o trasnochada como el que encabeza el artículo de Francisco Michavila -«La Historia no se detiene»- no tienen otra finalidad que dejar al lector/a (casi) noqueado, incapaz de oponerse a aquello que la Historia, nada más ni nada menos, de forma inexorable se dice que va a alumbrar. Consecuencias: pasividad, alejamiento ciudadano de la cosa pública, presentar como inexorables lo que son finalidades arduamente planeadas al servicio de intereses no siempre confesados.
PS: Que el honorable conseller de Universidades del gobierno tripartito o de izquierdas y nacionalista catalán, como se prefiera, el señor Josep Huguet, haya manifestado públicamente que la oposición al proceso de Bolonia «no és res més que l’autarquia i el retorn a un model d’universitat franquista, que Catalunya va pagar amb repressió, morts i afusellaments i que va decapitar la seva elit intel•lectual» (no es nada más que autarquía y retorno a un modelo universitario franquista que Catalunya pagó con represión, muertos y fusilamientos) dice mucho de la altura político-cultural de algunos gobernantes y confirma, una vez más, que tocar el poder sin tensión moral provoca todo tipo de desastres: el disparate político, la mentira sin rubor. El conseller, recuérdese, pertenece a un partido que dice ser de izquierdas, republicano y nacionalista. ¡Qué risa tía Felisa!