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Del consuelo como irresponsable estupidez

Fuentes: Rebelión

Cuando los hombres le vemos las orejas al lobo, cuando nos vemos con el agua al cuello, solemos repetirnos compulsivamente -no sin poner primero carita de cordero degollado- aquella letanía en la que yo jamás he creído sino en estados de solemne despiste, estupidez y comprensible fragilidad existencial. La letanía en cuestión es la siguiente: […]


Cuando los hombres le vemos las orejas al lobo, cuando nos vemos con el agua al cuello, solemos repetirnos compulsivamente -no sin poner primero carita de cordero degollado- aquella letanía en la que yo jamás he creído sino en estados de solemne despiste, estupidez y comprensible fragilidad existencial. La letanía en cuestión es la siguiente: hay que creer en algo. Es necesario creer en algo.

Con la emergencia de la crisis sistémica planetaria. Crisis financiera, energética y alimentaria, para más Inri, es probable que esta letanía vaya inflándose cada vez más hasta coger la proporción de verdadero discurso chauvinista, en clave laica o confesional, da igual. Ya lo decía Antonio Gramsci, el orgullo de partido es aún peor que el orgullo nacional; siempre tendremos que soportar a los dogmáticos, bien sea desde una tarima de madera, bien sea en lo cotidiano o bien sea desde un altar. Cuando la necesidad colectiva aprieta, la subjetividad, la individualidad, se diluye, y a los escépticos nos suelen amargar la alegría de vivir sin herméticas creencias. Es más, nos ganamos cierto increíble derecho a ser odiados por querer alejarnos, como la peste, de la crispación y del odio. Ese odio que uno puede captar si afina el sentido del olfato en tiempos de crisis, tiempos en los que hasta en la más trivial conversación cotidiana puede uno pulsar la opinión pública con mayor profundidad y mejor olfato que los especialistas en pulsar la «public opinion» del carajo. Tiempos en los que se suele fabricar, como dice mi paisano Manuel Rivas, conformismo rosmón en dosis casi indigestas.

En fin, vienen tiempos duros, amigos, y es muy probable que las energías críticas y la disidencia tratarán de silenciarse como sea, cuando sea y donde sea. En época de vacas flacas la necesidad aprieta y la retórica afectada de los partidos apela aún más a la mímesis, a la identificación con su apresurado e improvisado discursito pre-electoral de marras. Un poquito de esperanza acaramelada, un poquito de lagrimeo, un poquito de aplausos, las fotitos de rigor, y por supuesto, sonrojante marketing electoral y slogan con frase efectista. Además, para completar la operación de maquillaje, se lleva a cabo la enésima reconfiguración y rotación de los puestos clave en el interior de los partidos, para dar impresión de cambio, off course. Lo más triste de todo es que ya no se habla de ideas, ya no se habla de proyectos colectivos, se habla, eso sí, de productos, de ofertas… y la política se ha convertido en un verdadero mercado en el que los que sobreviven día a día depositan su voto cada cuatro años, más por la lógica de lo posible que por la lógica de lo deseable. Lo malo de la democracia realmente existente y de los cuantitativos análisis electorales de algunos sociólogos es que no serán jamás capaces de mensurar lo inmensurable: la conciencia. Allá cada uno con los motivos que se da a sí mismo para depositar su voto en las urnas sabiendo que no se le consultará absolutamente nada durante los cuatro años siguientes. Pero no nos desviemos del tema: hablemos de la necesidad de creer.

Entiendo que la necesidad de creer sea una necesidad humana, muy humana, pero, como decía Javier Muguerza -y extiendo esta sentencia suya al gremio de los sociólogos, escritores y periodistas en general- : «No es función de la filosofía el dar consuelos». Añado algo más: no es función de la filosofía, no es función de la sociología, no es función del periodismo con mayúsculas… y no es función del pensamiento que quiera merecerse tal nombre. Tampoco es función de la memoria y la cultura vivas, esa particular caja de Pandora en donde los recuerdos y las identidades construyen la diversidad en movimiento. La pluralidad, decía Hannah Arendt, es la ley de la tierra, y esa pluralidad se mueve, pero algunos altos mandarines y catedráticos de la alta política, la alta cultura, las altas cátedras y las altas tertulias mediáticas… no sólo omiten sus juicios de valor sobre la anti-democrática ley electoral que arrastramos desde la desmemoriada transición española, sino que además no parecen haberse dado cuenta todavía de la crisis económica, política y cultural planetaria hacia la que caminamos. !Ah!, sigamos; no, tampoco es función de ninguna persona intelectualmente sana el repartir consuelos por madre Gaia adelante con la inocente alegría de un capellán. Tampoco debería ser función de la política el fabricar consuelos, pero esto ya sería pedir demasiado, porque lamentablemente, hoy día, aún tenemos que seguir tragándonos el consuelo confesional de Dios y el consuelo laico de lo que en jerga sociológica y sajona se denomina los «catch all parties» : uséase, los partidos atrápalo todo, que de tanto querer agradar a todo el mundo y de tanto querer contentar a todo tipo de electorado… terminan por convertirse en verdaderos burdeles provincianos de la inteligencia política, en los que el líder de turno, por supuesto, debe ser la encarnación del buen vecino coñazo. Ese que es tan bueno y correcto en sus opiniones que no se merece otra cosa que la indiferencia.

En fin, el caso es seguir por la senda de lo centristicamente correcto en todas las dimensiones de la vida.

Verán ustedes, yo respeto profundamente a las capillas, también a esos acorazados potemkin a los que se suele llamar «partidos», y a los crucifijos también respeto, y a las medias lunas, y a la estrella de cinco puntas… y a cualquier objeto sobre el que se quiera proyectar algo así como un trascendental significado existencial que nos ayude a vivir la vida. Sí, lo respeto, como también me gustaría que respetasen la siguiente sentencia, por mucho que a algunas sensibilidades pueda herirles: no es necesariamente necesario -valga la expresión- creer en nada para vivir la vida. Añado otra más : tampoco es necesariamente necesario ser patriota, y si me apuran, yo les aconsejaría profundamente que no lo fuesen nunca, pues he visto y oído en mi vida a muchos individuos de extrema-derecha, de derechas, de centro, de izquierdas y de extrema izquierda… intentar convencer a los demás con la persuasora fuerza del patriotismo. Ya se sabe: si las razones no tienen fundamento, no pasa nada, siempre nos quedará la patria y el sentimiento. Pues vale, muy bonito, pero no me cuela, no.

Pensarán ustedes que soy un adolescente preclaro e «individualista» (sic) por aquello de distanciarme de las ideas hegemónicas aceptadas por consenso. Y cuando me refiero a aceptadas por consenso no me refiero a aceptadas teóricamente, no, sino también interiorizadas, sí, en nuestro cuerpito, y bien ancladitas, como no, en el corazoncito. Pensarán también ustedes que soy un insensible por mostrar indiferencia ante el melancólico lagrimeo global que, en etapas de crisis, y desde las fábricas de conformismo de pseudo-tertulianos y doxósofos de la política, así como desde apresurados actos y mítines pseudo-políticos para la galería, llenos de testosterona, retórica y emoción desbordada. Pensarán ustedes, digo, que soy un insensible por no chuparme el dedito y seguir insistiendo en la necesidad de proponer soluciones para dar un giro de 180 grados al violento, ecocida e inhumano modelo neoliberal de desarrollo. Déjenme ser provocador por un momento y decirles que, últimamente, tengo la necesidad de taparme las narices ante tanto cloqueo patriotero y tanta ingenua pasión por la retórica parlamentaria y el formato audiovisual que, como ustedes saben, no llega en absoluto para separar lo verdadero de lo falso, el ser de la apariencia. En definitiva: el mero discurso de la complejidad de lo real.

Y es que, lamentable pero previsiblemente -!nos repetimos tanto, caro amigo!-, ya se vuelve de nuevo a producir sentimiento nacional y miedo -suelen ir unidos- a espuertas para convencernos de que es mejor estar unidos que no aportar, individual y colectivamente, ideas concretas para auto-organizarse. Debatir, compartir, aportar, auto-organizarse y construir, desde abajo, un programa de mínimos: alternativas concretas ancladas en un estudio riguroso, veraz, ecuánime y concreto del medio que construimos y habitamos. Eso es lo que debiera hacer la autodenominada izquierda. Ay, sí, lo que debiera hacer, pero tras las últimas lecturas sobre el estado de cosas en la izquierda en los últimos números de «El Viejo topo», magazines varios y prensa nacional e internacional en general… me temo que no tengo más remedio que rascarme la cabeza y poner cara de circunstancias. Últimamente me estoy acostumbrando a vivir en un extraño estado anímico que consiste en un asumido amor-odio a la vida y al mundo que me ha tocado vivir por azar, algo así como un amor-odio contemplativo en el que la afirmación de un paciente y cómico absurdo es el único sentido, existencial, privado, y también histórico, colectivo, que puedo asimilar.

Y es que lo siento, pero frente a la mediática dictadura publicitaria de la felicidad permanente… yo reclamo el derecho a la infelicidad senti-pensante. Emilio Lledó se atrevió a escribir en este país -que ya es mucho atreverse, pues siempre ha estado gobernado por cojitrancos del espíritu, mojigatos, incultos y narcisistas hiper-susceptibles sin el más mínimo sentido del humor- aquel «Elogio de la infelicidad» al que, lamentablemente, aún no he podido hincarle el diente. Paul Lafargué se atrevió -otra provocación de aúpa- a escribir, en plena glorificación laica del trabajo, aquel fantástico «Derecho a la pereza» que tanto nos hizo reír. Bertrand Russell se atrevió -otro loco con ganas de buscar bronca- con aquel sobrio e irónico «Porqué no soy cristiano», con aquel provocativo «Ensayos Impopulares» y con aquella joya llamada «La conquista de la felicidad», cuyas recetas estaban y están en las antípodas de todos esos millares de libros de auto-ayuda para la felicidad permanente que abarrotan las macro-librerías de nuestras aburridas democracias-mercado. Erasmo de Rotterdam, otro loco con muy malas pulgas que no dejaba de sentirse infeliz por la cantidad de idiotas por metro cuadrado que gobernaban los asuntos divinos y humanos de su tiempo, escribió aquel inolvidable «Elogio de la locura», esa joya que tanto nos enseñó a contemplar el mundo con sabia e inteligente comicidad, vehemencia y desapego. ¿Y qué hay de Michael Onfray?, ese filósofo dionisíaco y juerguista que se ha dedicado a exprimir todo el platonismo desinflado y toda la falta de carnalidad con la que todavía se siguen impartiendo algunas cátedras de alta, altísima filosofía, para devolverle a ésta la carne que le dorresponde? Michael Onfray y su fabulosa contra-historia de la filosofía en seis volúmenes recupera las sabidurías olvidadas de la antigüedad, las sabidurías del cuerpo. Oh, sí, el cuerpo, ese apéndice que tenemos bajo la cabeza, tan, tan, tan injustamente olvidado por los hombres de la alta teología, la alta filosofía, la alta política y la alta psiquiatría. !Qué feliz debió ser Onfray escribiendo libros como tratado de ateología!

Y ya que hablamos de libros, me pregunto: ¿leerán las autodenominadas gentes de izquierda libros en España? Voy más allá: ¿se leen libros en España? Voy aún más allá: ¿se leen periódicos en España? Voy un pelín más allá: y si se leen libros, ¿cómo se leen?, ¿se leen bien o se leen por leer?, ¿se leen como se tira un guijarro al agua del río, con desgana y hasta con desprecio, como quien se quema con un vaso de leche caliente en las manos?, ¿se leen con mimo y atención, como cuando se acaricia el pelo de una mujer? Pero quisiera ir un poquitín más allá : ¿y si se leen periódicos, cómo se leen?; ¿se leen como quien come un cocido gallego y repite la dieta hasta el final de sus días?, ¿se leen como la dieta mediterránea, básica, sencillota, pero variada, ligerita, con pocas grasas y trastornos cardio-vasculares?, ¿se leen sólo los titulares y las fotos para vomitarlos luego en la barra de un bar con la misma violencia con la que un carnicero tira un solomillo en la mesa de cortar?, ¿se lee sólo lo que agrada leer y lo que duele se deja de leer?, es decir, ¿se leen como un concierto de blues o soul, retorciéndose felizmente en el desgarrador pero real dolor del mundo… o se leen quizás como una visita a la peluquería, con autocomplaciente hábito de ama de casa encerrada entre paredes?. Dicen algunos catastrofistas que, tal y como están estas cosas del hábito lector, es probable que el libro pase a ser en el futuro un anacrónico objeto de lujo para adornar estanterías. Quien sabe. Periódicos, lo que es periódicos, se compran.

Para terminar, me gustaría ir un poquitín más allá de nuevo: ¿se sabe leer en España?, ¿se asimila lo que supuestamente se lee?, ¿a alguien se le ha ocurrido pensar sobre lo que lee?, ¿o simplemente se lee para decir que se lee? Hablando en plata: ¿se quiere entender lo que se lee o se lee como quien le da una alegría a la córnea sin darle un baile semántico al cerebrito?

En fin, dejando el lamentable estado de by-pass mental que nos invade, la base social de la izquierda -si es que tal base existe-, en España, no está para épicas Brechtianas : bastante tiene con ir asumiendo sus perplejidades, su desorientación y su cansancio. Es lo que hay; primero, lo importante, es no engañarse y partir de la situación real. Sin este ejercicio de autocrítica no se va a ningún lado; somos una «democracia» muy joven e inexperta, así que ir adquiriendo cultura democrática es ya todo un proyecto, no sólo para nuestros soporíferos representantes parlamentarios que nos bombardean día tras día con su eterna promesa de «cambio» desde arriba, sino también para el diverso y plural tejido social de la izquierda que, desde abajo, y desde un radical sentido de la democracia, como horizontalidad, participación, contra-información y pedagogía política alternativa, debe proponer e imponer, con tenaz resistencia a los valores hegemónicos de competitividad e individualismo en el mercado, los valores de la cooperación, la solidaridad y el compromiso con los más afectados por esas fuerzas ciegas del mercado. Cooperación, compromiso y solidaridad desde abajo, y no sólo en el mercado, sino también en el resto del tejido social. En el resto de ámbitos sociales.

Malos tiempos vienen, y además, se acerca la época de la lucha y competición ciega por liderar el mercado planetario de la energía, ante la futura obsolescencia del hidrocarburo. Mientras tanto, desde los parlamentos de Dios y desde los parlamentos de los hombres, seguimos adoleciendo de un profundísimo déficit democrático… y de una evasiva pero auto-engañosa filosofía consistente en seguir confiando en los consuelos cotidianos, en el presente inmediato y en el día a día.