Recomiendo:
0

Del mito, de la ética, de la épica y de la estética

Fuentes: Crónica Popular

Asistimos al último o al penúltimo acto de un «procés» que camina entre la tragicomedia y la farsa, una situación donde la ética política desaparece sumergida por el torbellino de la propaganda. Aún esperamos que alguien explique y se haga responsable de la farsa que supuso hacernos creer que la UE nos recibiría con los […]

Asistimos al último o al penúltimo acto de un «procés» que camina entre la tragicomedia y la farsa, una situación donde la ética política desaparece sumergida por el torbellino de la propaganda. Aún esperamos que alguien explique y se haga responsable de la farsa que supuso hacernos creer que la UE nos recibiría con los brazos abiertos, que la ONU nos reconocería o que las empresas o bancos no se irían. Es evidente la falta de la más elemental ética política. Ésta, que implica siempre memoria y rendición de cuentas, ha sido manipulada y falseada. Para el independentismo, sólo queda un recurso para mantener la tensión social: la apelación a la épica. Desgraciadamente para unos y afortunadamente para los más, el comportamiento de la mayoría de los encausados se ha convertido en un vodevil por más que torticeramente se retuerzan los términos; así, las huidas se convierten en exilios y la búsqueda de la salvación personal se transforma en astucia política. Aún tenemos fresca en la retina el juramento de los Consellers del gobierno Puigdemont, conjurándose a no dar un paso atrás, a llegar hasta el final a cualquier precio y el conseller Santi Vila abandonando el navío pocas horas después.

La casta dirigente catalana carece de épica: los rugidos de león, los grandes discursos, los llamamientos a la resistencia, las declaraciones altisonantes, se convierten en maullidos de gatito enfrentados a la judicatura. Las proclamaciones de la República y el llamamiento a la restitución de los presidentes (ya llevamos tres: Puigdemon, Sanchez y Turull) son siempre simbólicas. Aquellos o aquellas que, desde la tribuna de la institución, anunciaban solemnemente «Queda proclamada la República Catalana» huyen aterrados, cuando han podido, a refugiarse en un laberinto de legalidades internacionales, pagado seguramente con dinero ajeno. El miedo a perder los privilegios paraliza. Los cargos intermedios del gobierno de la Generalitat, han aceptado (eso sí, lacito en la solapa) el «dolorosísimo artículo 155». Nadie se ha rebelado.

El independentismo ha quedado enredado en sus propios mitos. En voz baja, se reconoce que la actual situación no tiene solución de continuidad pero, en voz alta, se siguen haciendo proclamas altisonantes. Las declaraciones de los dirigentes de ERC y el «enterrador» de CiU (Artur Mas) van en este sentido. Las declaraciones de Artur Mas, proponiendo una salida al estancamiento actual, tienen un mucho de venganza personal, de «vendetta» política. El diputado Juan Tardá y Pere Aragonés, nuevo hombre fuerte del partido republicano (detenido Junqueras y huida nadie sabe dónde Marta Rovira), apuntan en esa dirección.

Puigdemont se ha convertido en una auténtica piedra en el zapato que impide salir del atolladero actual. Sus apelaciones continuas a la resistencia numantina ocultan el miedo a perder la única baza que le queda: su escaño. Sin él sería un preso más que en muy pocos meses sería olvidado y al que se sacaría de procesión cuando conviniese, como al brazo incorrupto de Santa Teresa. El previsible incremento de las acciones vandálicas de la CUP a través de los CDR abonará la tesis del uso de la violencia. El peligro de enfrentamiento civil si sigue la «insurrección», tal y como señala Iceta, es más real de lo que parece. Es un argumento que no beneficia en absoluto a los presos que, al igual que la cobarde huida de Marta Rovira, ha significado un agravamiento de las disposiciones contra los que no pudieron huir. El independentismo está transitando del esperpento al cinismo, pasando por la cobardía de algunos de sus líderes, aunque los «medios» a sueldo pretendan dorar la píldora.

De tanto forzar los términos, de tanto hacer girar los conceptos en este maremágnum de proclamas y gritos, las palabras y las ideas han dejado de convertirse en referentes de una ética desparecida y van camino de perder también su valor estético (sí, las palabras también tienen estética); lo único que va quedando es el chascarrillo rufianesco, vacío de propuestas, como único argumento. Desaparecida la ética, sólo queda la apelación a la emoción colectiva, alimentada por los medios afines y el sentimiento victimista. Para una parte de la población catalana, el «procès» hace tiempo que dejó de ser un anhelo político para convertirse en una nueva fe con sus ritos, sus símbolos, sus tránsitos y pasos de dolor (más ficticios que reales) en la esperanza de alcanzar la Ítaca eterna. Se está generando un mito.

Todo esto sería un esperpento digno de Valle Inclán si no hubiera provocado tanto sufrimiento personal. Y no me refiero al de los dirigentes políticos procesados, sino al de tantos catalanes que han tenido que vivir en sus familias o en su círculo más íntimo un enfrentamiento social con tintes de tragedia. ¡Cuántas familias enfrentadas, cuantas amistades rotas! Este es uno de los resultados del «procés»; el más evidente, pero no el más importante.

Ahora comenzamos a intuir lo cerca que la ciudadanía estuvo, y está, del enfrentamiento social. Las conversaciones intervenidas a los Mossos, en las que se referían a la necesidad de detener como fuera a la Guardia Civil, incluso usando las armas, o aquellas otras que hablaban de revitalizar «Terra Lliure», muestran que el peligro del desbordamiento de la situación era y es muy real. La ciudadanía catalana está dividida casi por la mitad. El Independentismo consiguió una flaca mayoría parlamentaria, pero no la mayoría social a la que aspiraba. Los casos de corrupción de la casta dirigente precipitaron un proyecto que se venía gestando desde hacía décadas básicamente por la propia inacción del Estado.

En la práctica, la falta de un proyecto viable y la carencia de una épica política en la casta dirigente es la responsable de la fractura interna del independentismo. Se evidenció en las votaciones del 22 de marzo (el discurso del presidenciable más parecía un epitafio que un discurso de investidura). La candidatura de Jordi Turull era de entrada una investidura fallida, gracias a la abstención de la CUP. La fractura del bloque independentista se evidenció. La situación de parálisis es total. Al independentismo sólo parece quedarle la opción de la huida hacia adelante, pero sólo simbólica. El propio presidente del Parlament (auténtico hooligan del independentismo) se guarda muy mucho de cometer el más pequeño desliz que lo ponga frente a los tribunales. En esta España, según ellos, tan profundamente franquista las garantías procesales y el derecho a la libertad de expresión les permiten hablar, manifestarse u organizarse sin que pase nada.

Como ya hemos dicho, detrás de este enfrentamiento farisaico entre supuestas legitimidades, española y catalana, se ocultan otras razones, otros objetivos. Es un diseño que se asienta en el reparto del poder entre una casta dirigente (española, catalana o vasca tanto da) cuyo objetivo es común: mantener el «estatus quo» y las formas de apropiación y dominación. Un modelo que funcionó durante cuatro décadas pero que se frustró con la crisis de 2008. La corrupción y la podredumbre de un sistema político basado en el saqueo de lo público quedó al descubierto y, con ese descubrimiento, la ciudadanía ponía nombre y apellidos a los responsables.

El año 2011 representa un salto cualitativo, el 15M hizo temblar estructuras. El 15 de junio de ese año, Artur Mas y su gobierno hubieron de acceder al Parlamento en helicóptero. El movimiento de los indignados no tenía la potencia económica que tienen ahora la Asociació Nacional Catalana u Omnium Cultural. Las organizaciones de los indignados no eran organizaciones subvencionadas por la Generalitat; eran estructuras sociales con una fuerte conciencia reivindicativa, capaces de señalar a los responsables y mostrar las contradicciones de un sistema que se tambaleaba. La ausencia de una izquierda capaz de ver sus potencialidades como elemento de transformación, permitió redirigirlo. Fue preciso cambiar el foco. Era obligado gobernar la ira; así aparecieron nuevas fuerzas políticas a derecha e izquierda, que, aunque presumían de ser un cambio, han demostrado no ser más que un vulgar recambio.

Se hizo necesario diseñar una enorme jugada de ingeniera social. Según los datos confiscados a los Mossos d´ Escuadra (y que se querían destruir en la incineradora del Besós en octubre de 2017), el 25 de noviembre de 2011, se organizó una reunión entre los máximos representantes de CDC, encabezados por Artur Mas, y miembros de Unió Democrática donde se planteó la necesidad de desviar la presión social hacia otros objetivos. A finales de diciembre de ese mismo año se convoca otro encuentro, al que asistieron, además de dirigentes de CDC, tres hijos del expresidente Pujol (Jordi, Oriol y Josep). De la nota interceptada por la Guardia Civil a los Mossos d´escuadra se desprende que son informados «un grupo de personas afines a los círculos empresariales, económicos y de la comunicación». Según consta en el documento intervenido, CDC pretendía ocultar todo el entramado de cobros de comisiones (los denominados caso 3% y caso ITV). Este proceso, iniciado por CDC, tenía como prioridad tejer alianzas con la patronal Femcat, con destacados miembros de la Judicatura y de la Fiscalía». Así mismo participaban la «Iglesia y partidos políticos como el PNV». El papel de los sacerdotes «trabucaires» y la jerarquía católica merecen un análisis aparte.

En ese momento ya había aflorado la corrupción de CDC en el «caso Palau». Durante el mandato de Pujol (1999-2003), CiU había obtenido no menos de 6.6 millones en concepto de comisiones ilegales. Para Juan Martín Seco la corrupción tiene en Cataluña características propias puesto que es sistémica. Hay un proceso simbólico. El nacionalismo ha servido de tapadera a la corrupción y ésta ha servido para «hacer país». La crisis evidenció el desfalco que se ha producido en lo público. El gobierno de Artur Mas, que había firmado con el PP el pacto de estabilidad, se mostró como un alumno aventajado y suscribió los mayores recortes sociales de la historia reciente de Catalunya. La situación social se tensa. El gobierno convergente se tambalea, Artur Mas se saca un as de la manga y propone un Referéndum de autodeterminación para el 2012. El procés inicia finalmente su andadura. Tiene bases fuertes: una importante financiación, la mayor parte proveniente de las arcas públicas. Tiene estructuras policiales y parapoliciales que le permiten acciones de inteligencia y contrainteligencia. Se efectúan seguimientos a dirigentes de la oposición, al propio ministro del interior y al delegado del gobierno en Barcelona. Se cuenta con el apoyo de sectores de la patronal, que aseguran una financiación paralela. Los medios de comunicación son puestos al servicio de la causa, sin rubor, sin disimulo, la televisión catalana, abandonada todo veleidad de neutralidad, actúa como un ariete mediático, las cifras que llegan a cobrar los voceros de la prensa asombran.

El procés está permitiendo la aparición de una nueva clase política. Asistimos a un relevo en las fuerzas que han de gestionar el modelo neoliberal en nuestro país. Ciudadanos se dibuja como la fuerza política destinada a mantener la hegemonía de la derecha. La falta de definición de la izquierda, en especial de Podemos (ahora sus dirigentes dicen transitar hacia el peronismo), sus vaivenes continuos, su posicionamiento en Catalunya a favor de la independencia; en definitiva, su falta de claridad y visibilidad política han desorientado completamente a su electorado, ayudando indirectamente al crecimiento de Cs no sólo en Catalunya sino también en el resto del estado. Los sectores populares no se reconocen en una fuerza política que apoya al independentismo, que ahonda la ruptura social y el discurso supremacista que le acompaña. Podemos, cuyos dirigentes se muestran tan rigurosos con el PP en materia de corrupción, no han tenido ningún escrúpulo en situarse al lado de Convergencia y prestar su colaboración al secesionismo cuando lo ha necesitado. La postura de Podemos es en realidad una impostura. Pero todo esto no es sólo responsabilidad de una única fuerza política. Los vaivenes del PSC con sectores perfectamente intercambiables con CiU, ha tenido una enorme responsabilidad en este proceso. Pascual Maragall dibujó un proyecto muy similar al soñado por la derecha nacionalista, ERC o ICV siguieron la estela marcada. Los «tripartitos de izquierdas» no representan, en el aspecto nacional, más que la continuidad del proyecto diseñado en su momento por Jordi Pujol y lo que él representa. Su silencio frente a los casos de corrupción de los que se tenía constancia (¿Acaso el tripartito no sabía del saqueo del Palau? ¿Acaso ignoraba los negocios de la presidenta Marta Ferrusola y sus hijos?) es clamoroso. La rectificación de Maragall frente a Artur Mas sobre la denuncia del primero por el 3% ejemplariza como la política social se ha supeditado en los últimos años al valor simbólico de lo nacional.

La situación se cosifica. El escenario no se mueve. El PP quiere asegurar una baza electoral mostrando a Puigdemont descendiendo en Barajas como detenido. Los ministros de Rajoy se hacen presentes en las procesiones «más insignes» de Semana Santa. Se pretende con este giro frenar la hemorragia de votos hacia Ciudadanos y fidelizar a su voto más conservador. El enfrentamiento con el Independentismo catalán le es útil en esta coyuntura al igual que a la derecha catalana, que ha podido doblegar el movimiento popular y ocultar su responsabilidad en el saqueo de Cataluña. Todos salen beneficiados. ¿Hasta cuándo?

Eduardo Luque Guerrero. Licenciado en Pedagogía y Psicopedagogía.

Fuente: http://www.cronicapopular.es/2018/04/del-mito-de-la-etica-de-la-epica-y-de-la-estetica/