Quedan poco menos de dos años para que termine el gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez, y en el panorama parece poco probable que pueda venir un Gobierno que profundice un camino de transformaciones ciertas que superen la ilusión. De hecho, tanto sectores de derecha (algunos enquistados en este gobierno) como algunos sectores del campo progresista y de izquierdas, dan por sentado que en 2026 retornará la ultraderecha, ubicando la responsabilidad de ello en la matriz mediática que mueven las mismas derechas (que desde luego tienen la función de imponer su relato del mundo), así como en las insurgencias rebeldes por no supeditarse a una “Paz” exprés centrada en el DDR (Desarme, Desmovilización y Reinserción) e insistir en un modelo de Solución Política real como el que se acordó inicialmente entre el Gobierno y el ELN con el Acuerdo de México (Acuerdo #6 de marzo de 2023). Ninguna de esas lecturas parece detenerse en un análisis juicioso de logros y desaciertos de este Gobierno para comprender por qué se puede estar incubando una derrota del progresismo. Poco estamos pensando qué hacer para revertir lo que aparece como tendencia. Desde ya las expresiones progresistas están asumiendo la derrota en medio de una mirada acrítica y excesivamente pasiva frente al papel del actual gobierno.
En las fuerzas alternativas y de izquierdas se expresan por lo menos tres visiones frente a los dos años de gobierno Petro-Francia, que vale la pena explorar para ver por dónde allanar un camino que permita acumular hacia cambios y transformaciones futuras que hay que disputar desde el presente.
La primera mirada la podríamos definir como acrítica pasiva: en ella convergen hoy las tendencias progresistas y liberal reformistas que podemos llamar genéricamente Petrismo (con el riesgo que implica darle cuerpo de doctrina a una práctica de caudillismo, además histórica en todas las orillas políticas), al igual que distintas expresiones de lo que conocemos como izquierda tradicional que por lo menos discursivamente mantienen un horizonte superador del capitalismo aunque sus tácticas sigan esperando que los cambios vengan de la mano de los capitalistas.
Desde esa visión, los dos años de gobierno de Petro han sido un camino de conquistas y cambios que están desmontando las estructuras de poder que han configurado las clases dominantes durante 200 años; el cambio se ha vuelto imparable e irreversible y las condiciones de inequidad, violencia y exclusión que aquí han existido empiezan a ser cosa del pasado, o cuando menos asuntos que se pueden superar si se llega a un acuerdo nacional con sectores del establecimiento para derrotar a las mafias uribistas (reduciendo el análisis de clase a un fenómeno de perversidad de un sector que apenas sea sepultado políticamente nos traerá la dicha). Se proclama que está gobernando el pueblo sin menoscabo de una lectura más juiciosa que evidencia que 3/4 partes del gabinete de gobierno (ministerios, viceministerios, departamentos administrativos y consejerías) están en manos del santismo, el partido liberal y otras ramificaciones de los grupos de poder tradicional que atienden a las agendas corporativas privadas nacionales y multinacionales, es decir, al gran capital.
Para esta vertiente, Petro es una especie de mesías que todo lo sabe y todo lo puede, está revestido de capacidades inmaculadas y por tanto no se le debe cuestionar, pues eso es hacerle el favor al uribismo. Esto se ha mezclado con una matriz creada por las derechas que han impuesto a Petro como un referente de la izquierda revolucionaria, asunto que las izquierdas en esta óptica han comprado acríticamente, y que ha contribuido a desdibujar un proyecto de transformación estructural que implica lucha de clases, a la vez que gana terreno una perspectiva conciliacionista, lo cual ha derivado en que se le debe aplaudir cualquier concesión que haga a las derechas porque solo así se puede gobernar, porque no se pueden cambiar 200 años en 4 años, y porque en últimas es con esa gente que toca porque tienen la experiencia y si no tampoco van a dejar hacer nada.
En términos de movilización y organización popular, esta expresión ha optado por subordinar la movilización a las agendas de gobierno, activarla solo cuando el presidente lo considera necesario para mostrar una correlación de fuerzas favorable para sentarse a negociar con los grupos de poder, y una vez surtida esa intención o esta se cruza con otros intereses de gobierno, se desactiva la movilización. Ello se puede constatar en el llamado reciente de Petro a una gran movilización del pueblo contra el golpe blando luego de las decisiones del CNE, y el posterior llamado a no realizarla por la afectación que podría generar a la COP16, o incluso cuando fechas de movilizaciones históricas que conmemoran hitos del campo popular se han convertido en un pulso para medir las fuerzas que le respaldan.
No hay una perspectiva de exigibilidad, más que al gobierno, a esos grupos de poder que aún gobernando impiden los cambios, ni mucho menos en una perspectiva de presionar las reformas que el gobierno se propuso y que los aliados santistas impiden desde adentro y los uribistas desde afuera. Los procesos organizativos ahora se limitan a las convocatorias oficiales (diálogos regionales vinculantes, cumbres, convenciones, carpas verdes en la COP 16, entre otras) y a pedir puestos en distintos órganos del Estado para resolver el alto desempleo que también impera en nuestros movimientos, pero no en un sentido de configurar desde la práctica misma una manera distinta de gobernar. Las organizaciones se vuelven bolsas de empleo y se desfiguran los proyectos políticos colectivos. La noción de autonomía y Poder Popular queda supeditada al reconocimiento dentro de la institucionalidad y su dependencia a ella.
Se asume así una postura pasiva que señala que hay que esperar que Petro pueda avanzar desde su lógica conciliacionista y que los cambios vengan en la medida que se puedan hacer sin molestar a los de arriba. Tanto han cambiado los sentidos que ahora aplaudimos las palmaditas en la espalda del FMI, la OCCDE, y el Banco Mundial y recibimos con beneplácito la feria mercantil de la biodiversidad (COP16), las bases y acuerdos militares con los gringos para entregarle la soberanía sobre nuestros territorios, en especial la Amazonia. Pasamos de una izquierda que quiere subvertir el poder y desterrar el capitalismo, a una que busca ser incluida dentro de sus circuitos de dominación política, económica y cultural. La materialización de un “acuerdo nacional” para la alternancia en el poder, al mejor estilo del Frente Nacional, sería la cereza del pastel. Un nuevo capítulo de exclusión y violencia como el que dio origen a las insurgencias, incluyendo al M19, puede estar cocinándose con una variante en una tercera fuerza del régimen con un mote de “progresismo”.
Una segunda visión podríamos llamarla como crítica marginalista. En ella convergen vertientes para las cuales Petro, antes y ahora, es una ficha del imperialismo norteamericano, un confabulado con ellos (repitiendo de ese modo una lógica conspiranoica que es contraria a cualquier análisis de clase juicioso) pero a la vez esperan de él una revolución proletaria y radical, y al no verla lo cuestionan como un gran engaño.
Asumen que ningún camino reformista es válido, pues el reformismo no tiene la intención de superar el capitalismo sino modernizarlo, a la vez que apacigua la rebeldía popular (lo cual es bien cierto), pero negando de tajo que los procesos de cambios revolucionarios son procesos de larga duración y paciente acumulación en los cuales los momentos de reformas pueden ser útiles si hay una fuerza social revolucionaria capaz de canalizar y orientar los sentidos hacia mayores logros. Esperan que, como por arte de magia, las estructuras de poder tanto en lo económico, lo social y sobre todo lo ideológico y cultural, que han configurado una hegemonía de las élites durante décadas, sean desmontadas en un corto plazo por medidas radicales salidas de la cabeza de un reformista. Con esta manera de asumir el debate han dejado de lado que las revoluciones no las hacen los reformistas, sino que las deben organizar las fuerzas decididamente revolucionarias. Mientras tanto, en muchos casos, andan alejados de procesos organizativos reales, de las realidades de la gente, desprecian por lo general sus ideas, sus pasiones y emociones por considerarlas permeadas de las lógicas dominantes y no encontrar ningún potencial organizativo o de conciencia en ellas. También demeritan los cambios en las subjetividades de importantes capas de la sociedad que poco a poco son más conscientes de las injusticias e inequidades, y no reconocen ningún aporte de las luchas progresistas a ese cambio de la subjetividad por no ser suficientemente revolucionarias.
Estas vertientes hablan de una revolución que no parte de un análisis concreto de la realidad concreta sino de un deseo de lo que debería ser, pretendiendo configurar un sujeto revolucionario prefabricado sin comprenderlo desde los múltiples sujetos que componen el mundo de los explotados por el capitalismo, el racismo, el patriarcado y el colonialismo, y pareciendo más interesados en la prevalencia de unas categorías específicas que en configurar ese sujeto revolucionario que por su lugar económico, social, cultural e ideológico pueda ser el actor decisivo de las transformaciones radicales. Esta discusión, que en apariencia no es central para el análisis del comportamiento del gobierno, resulta importante en tanto desde allí se enuncia de manera abstracta un sujeto (pueblo o multitudes, como gusta llamarla Petro) que es necesario analizarlo en su condición actual, y más en un tiempo donde la fascistización de la vida ha hecho que lo reformista parezca revolucionario y lo revolucionario se autocensure y se margine.
Una tercera visión podríamos denominarla como crítica militante. Aquí convergen expresiones de la izquierda tradicional revolucionaria y movimientos sociales anticapitalistas, que si bien tienen una lectura crítica fuerte hacia el actual gobierno, mantienen una disposición militante a acompañar, respaldar y empujar las reformas que encarnó el programa “Colombia potencia mundial de la vida”, a la vez que impulsa decididamente sus propias agendas y dinámicas políticas de construcción de Poder Popular, y disputa espacios en la institucionalidad actual para abrirle campo a transformaciones más profundas.
Desde esta óptica, se ha comprendido que el actual gobierno es fruto, entre otros aspectos, del acumulado de luchas históricas de las clases populares por cambiar sus condiciones materiales de existencia, y que su programa logró recoger varias de las demandas enarboladas en la última década de movilización social, principalmente el Paro Nacional del 21 de noviembre de 2019, la rebelión juvenil de septiembre de 2020 por la brutalidad policial luego del asesinato del abogado Javier Ordóñez, y el Estallido Social del 28 de abril de 2021; pero que también tiene sus límites en un liderazgo de carácter liberal reformista como el que encarna Petro, que más que transformaciones radicales superadoras del modelo neoliberal y el sistema capitalista que lo sostiene, busca una suerte de modernización del capitalismo (con un criterio humanista que no se le puede atribuir a tal sistema) para lo cual su apuesta central está en la conciliación de clases que no es otra cosa que esperar que las clases históricamente dominantes tengan la buena voluntad de ceder un poco, sin renunciar como tal a seguir acumulando riquezas y dar algún chance a las clases populares para vivir en dignidad; como si fuese posible que los capitalistas puedan seguir siendo capitalistas sin explotar hasta la muerte a millones de seres humanos de la clase popular y trabajadora.
Sin embargo, pese a la comprensión de esos límites, esta visión asume que, un escenario como el actual es en sí de disputa política y que, conforme se genere una correlación de fuerzas, un proyecto de cambio puede significar o un reforzamiento del poder de las clases dominantes con la “legitimidad” que le daría una parte del campo popular, o una profundización de la lucha de clases que haga posible continuar un camino de transformaciones anticapitalistas, con un horizonte llámese socialista, buen vivir, vida digna, para lo cual es fundamental construir una fuerza social y política revolucionaria capaz de impulsarlas.
Estas vertientes han protagonizado recientes movilizaciones de exigibilidad al gobierno (y sobre todo a los sectores del establecimiento) en unos casos para frenar contra reformas, fue el caso de la movilización estudiantil y de una parte del magisterio (muy a pesar de la oficialidad) para detener la contra reforma educativa, o en otros para exigir el desmonte del paramilitarismo y atender las crisis humanitarias en diversos territorios del país. Pese a ello, han respaldado sin titubeos el programa de gobierno y rechazado las múltiples estrategias que están utilizando las derechas para hacer inviables los cambios. Así mismo, han elevado sus propias apuestas de organización popular y territorial a los escenarios legislativos, logrando reconocimiento sin detrimento de su autonomía. Persisten en una agenda política autónoma, a la vez que reclaman al gobierno afianzar la alianza con las clases populares que hicieron posible su elección, y dejar de priorizar alianzas con sectores del establecimiento que impiden los cambios tanto desde adentro del gobierno como fuera de él.
Sin embargo, vale señalar que una buena parte de las vertientes que expresan esta lectura, han privilegiado que las críticas al gobierno se hagan al interior de cada organización mientras hacia afuera se mantiene un lenguaje moderado o de respaldo para no caer en el señalamiento fácil que hacen muchos sectores progresistas acríticos que han optado por tratar de uribistas a cualquiera que cuestione en algo a Petro. Esto representa un gran riesgo en tanto la falta de esa lectura crítica en los escenarios de convergencia que respaldan al gobierno y del conjunto del movimiento popular, llevan a estar en una especie de embeleso que hace ver enemigos en todas partes y carecer de rutas de continuidad de lo logrado y de reorientación de lo que debe corregirse, a la vez que deja la iniciativa en los sectores que buscan un viraje cada vez más a la derecha.
Quedan casi dos años para revertir una tendencia que de darse asestaría un golpe significativo, no al petrismo sino al horizonte de transformaciones anticapitalistas. Hay tiempo aún de análisis rigurosos, menos acartonados y apasionados, pero sobre todo tiempo para potenciar y multiplicar la acción, para recrear y forjar escenarios posibles, que nunca serán definitivos, pero que contribuyan a transitar hacia otra Colombia posible. Para ello es fundamental tensionar al gobierno, desbordarlo, superarlo por la izquierda. Esa tarea no le toca a quienes solo quieren reformas que redistribuyan riquezas mientras se garantiza la perpetuidad del sistema capitalista, y se construye ingenuamente, un país donde explotados y explotadores puedan vivir armónicamente. Esa tarea nos corresponde a quienes estamos con la plena convicción política, intelectual, cultural, emotiva y espiritual de transformar nuestra realidad por una donde podamos vivir dignamente, plenamente, dónde alcancemos la mayoría de edad como sociedad, y eso solo es posible cuando el capitalismo no sea lo que rija nuestra existencia. Para ello sigue faltando mucho, pero estos dos años son claves para revivir el horizonte y fortalecernos para continuarlo.
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