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Democracia a la fuerza en Chile

Fuentes: Periódico Latinoamericanista Giraluna

Cuántas veces soñamos en que algún día se terminaría el terror de la dictadura, que la violencia sería un amargo recuerdo, que cada vez que tocaran a la puerta ya no fuera la policía secreta, sino que simplemente el cartero del barrio. Cuántas veces nos preguntamos el por qué de tanto odio en un país […]

Cuántas veces soñamos en que algún día se terminaría el terror de la dictadura, que la violencia sería un amargo recuerdo, que cada vez que tocaran a la puerta ya no fuera la policía secreta, sino que simplemente el cartero del barrio. Cuántas veces nos preguntamos el por qué de tanto odio en un país que se preciaba de ser distinto, pero que a la hora de la verdad fue tan salvaje y furioso como cualquiera. Por eso los sueños de un Chile diferente parecían distantes entre las balas de los militares, la aquiescencia de políticos entreguistas y muchos chilenos que optaron por la indiferencia ante el sufrimiento de las víctimas de la represión. Entonces se apelaba a la fuerza del optimismo y al optimismo de la fuerza para dibujar un mundo mejor. Y así nacieron las barricadas, las protestas callejeras, las reuniones clandestinas, las acciones armadas: así nació y creció la resistencia a la dictadura, a veces con más ganas que recursos, con más pasión que preparación, con más tesón que reflexión, pero poco a poco se fue urdiendo la trama final y un día se desmoronó la dictadura y se pudo percibir un enorme suspiro galopando por cerros y montañas, ríos y calles, porque por fin podían volar sin miedo las bandurrias del sur o los cormoranes porteños. Pero nos equivocamos, pues pronto las aspiraciones democráticas se vieron enturbiadas por la peculiar transición chilena donde todo cambió para que todo siguiera igual. O casi igual, porque indudablemente nadie cuestiona el hecho de que se terminaron los secuestros, las desapariciones de personas o las torturas masivas como forma sistemática de control social, pero aún perviven las prácticas dictatoriales del ejercicio omnímodo del poder y de la represión de toda expresión de disenso. Y todos aquellos que pensaron que el cuarto gobierno de la Concertación sería distinto al estar encabezado por una víctima de las violaciones a los derechos humanos bajo el régimen de Pinochet deben estar decepcionados o, a lo menos, asombrados por lo acaecido en estos primeros dos meses de mandato

Es que más allá del discurso electoralista que pregonaba «un gobierno de los ciudadanos» y, un nuevo trato entre el Estado y la ciudadanía que garantizara la ampliación de los espacios de participación, lo cierto es que el actual gobierno se ha caracterizado por una insólita faceta represiva que ha atentado en contra de todo lo que ellos mismos planteaban como esencial para una democracia. Es más, se realizaron sentidos llamados a hablar con franqueza, pues el gobierno creía en decir la verdad y, al mismo tiempo, que se la dijeran, porque -como se señaló-«un diálogo más franco ofrece infinitas oportunidades para enfrentar con optimismo nuestros desafíos y dentro de ellos, las heridas del pasado y las desigualdades del presente». Sin embargo, cuando diversos sectores sociales decidieron decir las cosas por su nombre y luchar por sus derechos al no ser escuchados por las autoridades, la violencia estatal no se hizo esperar. Por el contrario, fue de tal magnitud que devino en un clima de verdadero terror, reminiscente de otras épocas cuando toda manifestación opositora era rápida y brutalmente reprimida. De la violencia del «nuevo trato del Estado» pregonado por Michelle Bachelet y su gobierno supieron los allegados de Peñalolen que bregan por poseer una vivienda digna y que, en cambio, son allanados y golpeados por las fuerzas policiales. Los estudiantes secundarios que osaron protestar por considerar injusto el alza en el arancel que deben pagar para rendir la Prueba de Selección Universitaria – obligatoria para aquellos que desean ingresar a las universidades estatales – y por las restricciones que se les quiere imponer en el uso del pase escolar. Las organizaciones de Derechos Humanos de Valparaíso que fueron golpeadas y atacadas con carros lanzaagua por oponerse a la impunidad que se está consolidando en el país. Y, como no, la violenta arremetida de carabineros a todas las manifestaciones llevadas a cabo en distintos puntos del país en solidaridad con los cuatro presos políticos mapuche que llevan a cabo una huelga de hambre denunciando la injusticia de la que han sido objeto al ser acusados de terrorismo.

Todo lo anterior son solo expresiones ostensibles de un peligroso fenómeno: la institucionalización del terror como forma de control social. Se está configurando una democracia a la fuerza donde no existe lugar para la crítica o la protesta so pena de ser reprimidos por la policía y, además, por otras agencias del Estado – como la Agencia Nacional de Inteligencia o el futuro Ministerio de Seguridad Pública – que están conformando un poderoso aparato represivo al servicio del gobierno y, por ende, cada vez se torna más vacía la consigna electoral concertacionista de que «Chile Somos Todos». Porque, la verdad, Chile no somos todos, hay una abismal diferencia entre el poblador sin casa de Peñalolen y el multimillonario empresario que con su fortuna personal de 3 mil millones de dólares puede comprarse cientos de mansiones; no es lo mismo un alto ejecutivo de la empresa CGE Distribución que gana 760 mil dólares y los 500 mil chilenos cesantes o aquellas 600 mil personas que subsisten con el sueldo mínimo de tan solo 230 dólares. Por sobre todo, no es lo mismo un mapuche que lucha por un pedazo de tierra, que un empresario forestal. Al primero se le aplica la ley antiterrorista, se le reprime y encarcela. Al segundo se le alaba por obtener ingentes utilidades y contribuir a la imagen de Chile como un país desarrollado ¿El indígena? Da lo mismo, porque definitivamente Chile no somos todos.

TitoTricot es Director del Centro de Estudios Interculturales Ilwen (Chile)