No hay palabra más manoseada que «democracia». En su nombre se puede hacer cualquier cosa; todas, justamente, reñidas con la democracia misma: invadir, sojuzgar, asesinar, torturar, ejercer el más autoritario de los poderes, engañar, ocultar, lanzar bombas atómicas… A base de tanto manoseo hoy está tan desacreditada que nadie puede tomársela en serio. Como van […]
No hay palabra más manoseada que «democracia». En su nombre se puede hacer cualquier cosa; todas, justamente, reñidas con la democracia misma: invadir, sojuzgar, asesinar, torturar, ejercer el más autoritario de los poderes, engañar, ocultar, lanzar bombas atómicas… A base de tanto manoseo hoy está tan desacreditada que nadie puede tomársela en serio.
Como van las cosas actualmente en el mundo, el Norte dominante levanta el estandarte de la democracia como una receta que el resto del planeta debería seguir, con la promesa que de su cumplimiento se desprenderán todas las bonanzas habidas y por haber. Y como el Norte manda, la democracia -así, en vacío, como una fórmula mágica- ha pasado a ser la panacea de los problemas de la humanidad. Pero más allá de las pomposas declaraciones oficiales, las soluciones a tanta desgracia que recorre nuestro mundo no aparecen. Lo cual nos debe hacer pensar que: 1) o estamos aplicando mal esa fórmula portentosa, o 2) suficiente ya de hipocresía, terminemos con tanto engaño: sin auténtica democracia económico-social, todo lo demás es papel mojado.
¿Puede el Norte desarrollado dar lecciones de democracia al Sur famélico? ¿En nombre de qué? El que gana escribe la historia e impone las condiciones; pero de ahí a pensar que el ganador represente «la» verdad hay una distancia inconmensurable. Si se escarba un poco lo que encubre esta preconizada enseñanza de «civilización» por parte del Norte respecto a las bondades de la democracia, nos encontramos con situaciones patéticas: mientras se habla de democracia, algunos países europeos siguen siendo monarquías y continúan teniendo colonias de ultramar, mientras continúa un racismo feroz de modo nada oculto. Se invaden países en nombre de la democracia. ¿Estamos locos o nos toman por estúpidos? No hay que olvidar que cada vez que hay elecciones democráticas en las democracias industrializadas del llamado Primer Mundo, el nivel de participación jamás supera, con buena suerte, el 60 % de la población en condiciones de votar. ¿Qué es, entonces, lo que se le recomienda al Sur tercermundista?
Para graficarlo con algún ejemplo. Durante los años de la Guerra Fría, una de las instituciones que más bregó en su llamado por la «democracia» fue la Iglesia Católica. Uno de sus principales íconos en este llamado fue Karol Wojtyla, el polaco que por 26 años ejerciera el papado bajo el nombre de Juan Pablo II. Sin dudas su actuación jugó un papel definitorio en la caída de la experiencia soviética. «Sabemos lo que el Papa ha logrado. Le corresponde el cincuenta por ciento del colapso del comunismo», declaró en algún momento sin ninguna vergüenza Lech Walesa, líder del proyecto de restauración capitalista en Polonia, posteriormente Premio Nobel de la Paz. Independientemente del legado que dejara Karol Wojtyla -un retrógrado ultra conservador funcional al Opus Dei, secta fundamentalista que viene manejando los hilos de la curia romana con fuerza creciente desde hace unas décadas, papa que desmontó mucho de los avances éticos que venía teniendo la iglesia retrotrayéndola en su pensamiento a posiciones medievales-, el mensaje en juego abre una vez más la pregunta respecto a la hipocresía que significa esta invocación de «la democracia»: ¿cómo puede la Iglesia, con un mínimo de recato, hablar de democracia? ¿Para cuándo las elecciones en el Vaticano entonces?
Una de las instituciones más viejas del planeta, que supo sobrevivir a las más variadas adversidades por espacio de dos milenios, sigue manteniendo en su organización la más absoluta e incuestionable verticalidad. A tal punto que tiene estipulada la infalibilidad de su cabeza rectora, nada menos que por medio de una encíclica («Sobre el Magisterio infalible del Romano Pontífice», Concilio Vaticano I, 1870, capítulo IV). El Vaticano, la institución que fue poder absoluto durante más de diez siglos en toda Europa, llegando a ser poseedor de dos tercios de toda la tierra de ese continente, con más autoridad que los mismos reyes, que se permitió matar medio millón de personas en la hoguera acusándolas de herejes porque no comulgaban con sus creencias, esa institución que, conformada mayoritariamente por varones y que no le da el más mínimo espacio a las mujeres en su dirección pero que se arroga el derecho de dictar las normas éticas para la conducta de las mismas condenándolas toda vez que no siguen sus dictados, esa institución ¿cómo puede hablar de democracia? ¿Por qué alguna vez no puede elegir la feligresía a su jefe? ¿Y las mujeres para cuando podrán expresarse en su seno?
Este solo ejemplo ya nos alerta que cuando se habla de democracia… hay que desconfiar. Este solo ejemplo sirve para demostrar ya que no es creíble la invocación a «la democracia» que presenta el Norte en su prédica pedagógica. ¿Cómo, en nombre de qué, se puede predicar el «gobierno del pueblo» después de tanta hipocresía?
Si se trata de dar ejemplos de ese doble discurso, los mismos abundan dramáticamente. Tanto, que a estas alturas invocar «la democracia» como solución a algo parece hasta de mal gusto.
El discurso oficial del mundo «democrático» (léase: de la empresa privada) suele contraponer democracia con dictadura, con autoritarismo. Dicho sea de paso: ¿cuántos seres humanos decidimos la marcha de la economía mundial? ¿Hay consulta popular para eso? ¿No es vergonzoso que las decisiones en los organismos del llamado Consenso de Washington -Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional- estén en relación directa con el aporte monetario que hace cada país a la organización en vez de ser representativo democráticamente de la totalidad de naciones que los conforman? ¿Cómo es posible que en el seno de Naciones Unidas las decisiones del Consejo de Seguridad, su órgano máximo, queden restringidas al veto de los cinco que poseen el mayor poder militar? ¿Puede ser eso una sana lección de democracia? ¿Cómo, después de todas estas aberraciones, todavía se puede pronunciar la palabra «democracia» con algo de decoro?
En la República Popular China, cuando comenzó la restauración capitalista a la muerte de Mao Tse Tung, surgieron voces contestatarias que querían continuar el rumbo socialista frenando el rumbo retrógrado que tomaba la dirección política. En ese contexto, aparece un poderoso movimiento estudiantil que defendía los logros de la revolución y buscaba su profundización contra todo el aparato burocrático que iba encaminándose hacia el capitalismo; movimiento que fue brutalmente reprimido en el año 1989 en la plaza Tiananmen. Ese movimiento representó, por cierto, un auténtico levantamiento revolucionario. Miles de estudiantes salieron a las calles y ocuparon la principal plaza de China entonando «La Internacional». Durante días el movimiento dejó muy claras sus intenciones: no estaba a favor del capitalismo ni era contrarrevolucionario. Por el contrario, aspiraba a terminar con los privilegios de la burocracia y su gobierno despótico, y a frenar el retorno a una economía de mercado. Lo que comenzó como una protesta estudiantil y juvenil se extendió a los trabajadores, lo que aterrorizó al régimen haciéndolo reaccionar de modo violento llevándolo a la feroz represión del movimiento contestatario en la plaza, aplastando con los tanques a quienes manifestaban. Mediante esa represión brutal, el régimen pudo asegurarse el control de la situación, y una vez que la burocracia se sintió segura nuevamente, la restauración capitalista se intensificó. Pero dado que China representa un peligro como potencia económica (capitalista) a la hegemonía estadounidense, la versión oficial de esa histórica masacre en Tiananmen fue la de una afrenta a «la democracia». ¿A qué democracia? Alerta sobre ello -alerta espantosamente, más bien: alarma- el hecho que uno de los íconos de esa protesta, el hombre que se paró ante los tanques logrando detenerlos por un momento, fue posteriormente nombrado por la revista Time uno de los «100 personajes más influyentes del siglo XX», siendo que «su acción ha inspirado revueltas desde Indonesia a Ucrania».
Es probable que la democracia como real gobierno del pueblo exista en modestas cantidades a lo largo y ancho del planeta: en algunas experiencias comunales, en comunidades pequeñas, en asambleas populares. Pero es por demás de hipócrita y arrogante pensar que el Primer Mundo intente enseñar sobre ello al Sur. ¿No suena tragicómico que el Vaticano intente hablar de democracia? ¿No resulta patético que se masacre poblaciones enteras en su nombre? ¿No sería más honesto dejar de usar esta trillada palabra de una buena vez? O, en todo caso, buscar construirla de verdad, lo cual pasa a millones de años luz de las falsas experiencias que conocemos de momento.