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Democracia fraudulenta y mafiosa

Fuentes: Rebelión

Con la evidencia que se ha venido acopiando sobre el fraude orquestado para garantizar la llegada a la presidencia de Iván Duque Márquez, ha quedado una vez más comprobado el carácter corrupto, criminal y mafioso del régimen de dominación de clase, y se ha constatado que -en forma ritual y con las frecuencias establecidas en el ordenamiento constitucional- asistimos a farsas electorales, que son presentadas ante la opinión pública nacional e internacional como una muestra de la solidez de la democracia colombiana.

Lo del “Neñe” Hernández no es más que una contingencia, un accidente inesperado, dentro de un sistema político y de representación, que en sus rasgos esenciales responde a estructuras de dominación constituídas durante décadas, con fundamento en un coctel explosivo cuyos principales ingredientes se encuentran en la alianza explícita o soterrada entre representantes de los poderes políticos y económicos históricamente constituidos, los poderes locales políticos y económicos históricamente establecidos o emergidos, y los “productos grises” de las articulaciones entre economías legales e ilegales. A lo cual se han agregado como pilares del ejercicio violento y represivo del poder en el nivel nacional y local, las fuerzas militares y de policía, también en complejas articulaciones y coordinaciones con el mercenarismo paramilitar.

En un entendimiento amplio de la contrainsurgencia, en cuanto propósito organizado de contención y repulsión de toda consideración de amenaza contra el orden social vigente, se ha asistido a la conformación de una forma muy particular de la democracia, que amparada en la continuidad de la guerra, ha justificado la permanencia de sus rasgos autoritarios y de excepcionalidad permanente, al tiempo que admite fugas mientras éstas no representen una afectación significativa del régimen de dominación. El fraude da cuenta de una disposición preventiva, de carácter estructural, siempre presente en las disputas por el poder derivado de la victoria electoral, lo cual se escenifica como es sabido en diferente escala. Tal disposición no solo ha cumplido un función de preservación y de reproducción del poder; también se ha erigido en factor de acumulación y enriquecimiento mayor, incluso recurriendo al ejercicio estructural de la violencia cuando se ha considerado necesario. 

En la elección presidencial de 2018, es evidente que -desde un enfoque de contrainsurgencia- se llegó a considerar que una victoria de Petro representaría una amenaza sistémica, aunque en sentido estricto no lo fuera. En las versiones más extremistas de derecha se trataba de la llegada del “castrochavismo”. A éstas se unieron o adhirieron buena parte de los partidos del establecimiento, incluidos sectores del llamado centro político. Hoy está claro que Duque no llegó a la presidencia a “voto limpio”, y que el caso del “Neñe” no es más que un ejemplo del entramado criminal y mafioso sobre el cual cabalgan sectores de clases dominantes, con un patrón que es bien sabido se repite a lo largo y ancho del país.

No debe producir sorpresa alguna que haya habido una financiación de la campaña del presidente electo con recursos del narcotráfico. Esa es la impronta de todas las campañas electorales de por lo menos las últimas cuatro décadas.

En ese marco, hoy no queda la menor duda de que la pérdida del plebiscito a favor del Acuerdo de paz tuvo que haber sido fraudulenta. Fue tal la perplejidad que produjo ese resultado, que ni siquiera en las valoraciones de esos días aciagos, se llegó a considerar la opción del fraude. Si el acuerdo renegociado, firmado el 24 de noviembre de 2016, ha sido considerado como una amenaza sistémica, qué no se podría decir del primer acuerdo, que en muchos aspectos poseía mayor precisión y contundencia en sus definiciones.

El fraude que llevó a Duque a la presidencia permite evidenciar, por otra parte, la doble moral, el doble discurso, la mentira como recurso perverso de la acción política, que caracteriza a los proyectos políticos de la derecha, particularmente a los de la derecha más extrema y recalcitrante. Tras el velo de lo impoluto, se encuentra lo ruin y sucio; que incluye en este caso el desconocimiento o no reconocimiento de todos los actores y de sus roles en lo que se pensaba era una obra maestra, otra del interminable historial de la democracia fraudulenta. El beneficiado, hoy presidente de la república, no supo; el innombrable director de la obra dice no conocerla; al “Neñe” lo sacaron de la escena y lo pasaron a la otra vida; la “Caya” duda de su propia voz, y seguramente afirmará que le tocó irse al exilio. En fin…, toda una historia truculenta.

En esta trama todavía queda mucha tela por cortar. Está por verse cómo se dispone el aparato de justicia (Por lo pronto está claro que la Fiscalía se hizo la de la vista gorda). También, con qué cortinas de humo será ataviado el escenario.

Lo cierto es que se está frente a una razón más para considerar la ilegitimidad del gobierno, para llenar con más argumentos la indignación y sobre todo la protesta y la movilización contra el orden de cosas existente. E, igualmente, frente a una evidencia más, que al sumarla a las innumerables ya existentes, le da más fuerza a la fundamentación de una reforma político-electoral, como parte del proceso de democratización pospuesto por la no implementación integral del Acuerdo de paz.

Hubo sabiduría en La Habana cuando se acordó que para poder darle cierre a la confrontación armada que por décadas ha persistido en el país, era preciso, entre otras, emprender la tarea democratizadora de las formas de reproducción de la dominación de clase; una de ellas, la correspondiente a la organización y el funcionamiento de la “democracia electoral”. El propósito no se ha cumplido. Los intentos han resultado hasta ahora infructuosos. Se trata de uno de los grandes pendientes del presente.

Jairo Estrada Álvarez, Profesor del Departamento de Ciencia Política

Publicado en la Revista Izquierda, No. 83, Bogotá, marzo 2020. www.espaciocritico.com