Recomiendo:
2

Democracia, ideología e interés

Fuentes: Rebelión

Descendiendo al plano real, puede entenderse que la democracia representativa solo fue un arreglo de la época burguesa para tener entretenidas a las masas hasta la época presente, haciéndolas creer que significaban algo en el plano de la gobernabilidad de los Estados. Un atractivo adorno que, no obstante, ponía de manifiesto dos principios incuestionables. Uno, que las masas no estaban en condiciones de gobernar. Dos, que había que mantener la vigencia del elitismo. A cambio de legitimar sin condiciones ambos principios, los electores podían manifestar sus preferencias encarriladas al terreno ideológico, pero no dirigidas a disponer del mandato real. Quedó claro que una cosa era la soberanía, como producto intelectual remitido al terreno de la filosofía política, y otra la función de gobernar, debidamente formalizada, dejando en un tercer plano la realidad de mandar. Con la ficción de la representación, la intelectualidad hacía creer a las masas que eran ellas quienes gobernaban a través de sus representantes, en cuanto que con el voto transmitían su mandato implícito a los elegidos. Ilusionadas con la simple idea de mostrar sus preferencias, siempre dirigidas por la habilidad de la propaganda, el hecho de poder votar a las elites permitía sentimentalmente hacer creer que se gobernaba. Con lo que procedieron sin reflexión alguna a otorgar legitimación al engaño, todavía vigente.

El segundo momento fue un proceso dirigido a encarrilar sentimientos políticos, y a tal fin las ideologías realizaron su papel. Formalizando el sentimentalismo individual, la ideología asume su papel de transformar el mundo para adaptarlo a cualquier idea subjetiva que el individuo etiqueta como justa y trata de hacer viable asistido por la fuerza del grupo. Con ello, la posibilidad de cubrir todas las apetencias políticas del espectro de masas quedaban cubiertas y la esencia de lo político se encasillaba en algún punto. En lo fundamental, la democracia queda sujeta a las ideologías y reconducida a que las masas, a través del voto, inclinen, desde el significado que se concede a la mayoría, la que ha de ser minoría gobernante.

Con las ideologías, como mercancía puesta al alcance de todos, no se producen cambios sustanciales en el modelo elitista, solamente se aprecian en las formas. El producto, las elites políticas, pasan a ser el resultado de un proceso electivo. Por otro lado, la materia base de la que se nutre es de extracción común. La condición de elite ya no es a perpetuidad, sino un cargo temporal. De otro lado, sí se percibe una renovación en el tradicional modelo elitista. La elite siempre ha remitido a los mejores, esa minoría selecta que por su especial condición puede hacer las cosas con más acierto que el común de los ciudadanos. Sin embargo, este otro modelo incurre en la paradoja de considerar que los mejores no lo son por su condición personal, sino porque se agrupan al amparo de una ideología que a su vez permite señalar a los mejores del equipo. La ideología suplanta el papel tradicional asignado a la elite. Luego resulta que los electores eligen ideologías y se imponen elites comunes sin contar con el valor de lo selecto, pretendiendo hacerlas pasar por selectas. Se trata de elites producto de la propaganda, que carecen de soporte real de su condición natural diferencial, acaso un discreto manejo de la retórica para convencer al auditorio.

Al momento elitista como principio dominante, sigue el interés. El producto resultante del proceso es la entrega del ejercicio del poder a un grupo de interés que opera en la trastienda, más allá de las formalidades, pero lo dirige todo. Está claro que la gobernabilidad, institucionaliza y formalizada, permite pocas variantes políticas en el marco estatal, con lo que es difícil conformar a los diversos intereses que se mueven en el aparato político dominante. Además esos intereses no son exclusivamente localistas, hay que atender a otros intereses superiores en la jerarquía establecida por el nuevo sistema. De ahí que la acción política acabe desembocando en la realidad material conducida por la pluralidad de intereses en concurso que poco tiene que ver con la democracia y las ideologías.

En realidad, tras la democracia del voto y la gobernalidad formal, lo que votan los ciudadanos, creyendo en ideologías, no son más que soportes de legitimidad directa e indirecta, o sea, hacer pasar por legítimos intereses de todo tipo, casi siempre con trasfondo económico, que son en definitiva los que se imponen. Los grupos de interés político, es decir, lo partidos, no pueden sostenerse desde el soporte ideológico electoral, precisan de algo más consistente como los intereses reales, y a ellos responden. No hay que olvidar que, extraídas de ciudadanía común, las elites políticas temporales inevitablemente son emisarias de los intereses de partido y de algunos más elevados. Por otro lado, en su ignorancia de una práctica política que vaya más allá de la propaganda de partido y desconocedoras de la realidad social que dicen representar, precisan de asesores que les guíen por la senda del conocimiento y a la vez armonicen posiciones para la defensa de intereses que se mueven al amparo de las realidades mercantiles globales. Hay que añadir que las elites locales rehenes de sus respectivos asesores, además lo son de otros componentes de calado internacional, en virtud de la extendida fórmula de la globalización. Tales son los que derivan de la superioridad hegemónica de zona y los dictados de los organismos internacionales, que responden a intereses generales y sectoriales que garantizan su propia existencia. Unos y otros son los encargados de llevar a término la política real a la sombra de los elegidos. Al final todo suena de manera concertada, y la ciudadanía de cada Estado, con democracia incluida, es conducida por el terreno de lo que conviene a los respectivos intereses dominantes del sistema, porque en definitiva son ellos los que mandan.