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Derecha: desprecio histórico del pueblo

Fuentes: Rebelion

Las espeluznantes declaraciones recientemente divulgadas del diputado “estrella” de Kast (Johannes Kaiser; del distrito más emblemático de la Región Metropolitana) no debiesen extrañarnos tanto. Desgraciadamente, la derecha chilena ha mostrado siempre un profundo desprecio a nuestros sectores populares; el cual culminó durante la feroz dictadura de Pinochet.

Recordemos la fatídica frase expresada por muchos en la derecha de la época de que “los muertos fueron pocos”. O de la “broma” que surgió en 1990 -¡a raíz del descubrimiento de fosas comunes de asesinados por la dictadura en diversas partes del país!- respecto de que a Aylwin ya se le decía “Pluto” porque se había convertido en buscador de huesos…

Del siglo XX, cuando el clasismo se expresaba sin tapujos, podemos recordar también las tristemente célebres expresiones del ministro de Hacienda de Arturo Alessandri y candidato presidencial de la derecha en 1938, Gustavo Ross Santa María, cuando descalificaba la idea de establecer un salario mínimo, dado que –según él- los trabajadores chilenos eran culturalmente incapaces de utilizar una remuneración más elevada sino en el alcohol, agregando: “Hay una experiencia notable hecha en los pueblos del norte de Africa, de raza hermana de los del sur de España, que colonizaron nuestras Américas. No se logró con aumentos de salario un mayor trabajo ni un mejor standard de vida. Todo se iba en flojera, proporcional al mejor salario, y en vicios usuales. Entonces los gobiernos metropolitanos acudieron al látigo (sic): fuertes impuestos, salarios mínimos, necesidades a la vista. Esto ha traído ese formidable norte de Africa actual (…) El remedio estaría en poder gastar mil millones de pesos en una tupida inmigración blanca. Se habla de la escuela. Palabras, sermones, ideas. Poco adentran en la vida. Se necesita una medida biológica: traer trabajadores de costumbres recias y eficaces, y entroncarlos –en el trabajo, en la sangre- con este pueblo que tan excelentes cualidades tiene por otra parte” (El Mercurio; 7-6-1935).

Más aún, el generalísimo de su campaña, el ex senador liberal Ladislao Errázuriz Lazcano, poco antes de la elección cuestionaba “un proletariado listo para devorar a su propia prole en su furia enceguecida” y “una clase social que no se caracteriza por función elevada alguna del espíritu (…), pero en cambio blasona del instinto animal de la reproducción. No es el tigre, el chacal o la hiena, que respeta a sus congéneres (…) sino un ser monstruoso, que escapara a la imaginación de Dante para hacer más tétrico su infierno, y que soporta nuestro siglo como la peor de sus pruebas” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973), Volumen V, De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938); Zig-Zag, 2001, p. 558).

A su vez, el ex intendente de Santiago (1921-1927), el liberal Alberto Mackenna Subercaseaux, señalaba en 1928 que “para fundar nuestro futuro desarrollo sobre bases sólidas, debemos inyectar en nuestro organismo nacional la sangre de razas superiores (…) introduciendo el abono fecundante de buenas razas europeas” (El Mercurio; 8-4-1928).

En este contexto, nada puede extrañar que la derecha chilena aborreciera el sufragio universal secreto y efectivo. De este modo, se comprende que El Mercurio, cuando se elaboraba la nueva Constitución en 1925,

editorializara: “Los constituyentes del 33 (1833) estuvieron, con su admirable sentido práctico, muy lejos de adoptar el sufragio universal, y la reforma que lo acogió en nombre de teorías igualitarias, fue en contra de la realidad de los hechos. Es inconcebible que los casi analfabetos, que apenas saben dibujar su firma y leer malamente, y la gran masa de individuos que venden su voto al mejor postor, porque carecen de dignidad y de verdadero interés por la causa pública, tengan los mismos derechos electorales que los ciudadanos preparados, honestos y llenos de patriótico interés por la buena marcha del país. El repugnante mal del cohecho es la consecuencia lógica del error de haber dado amplia capacidad electoral a elementos que no lo merecen. Y si fuera posible suprimir completamente el cohecho, se producirían otros males no menos graves: la gran mayoría de los electores, que es la que actualmente vende el voto, o se abstendría de votar, o, lo que sería peor, procuraría elegir para que gobernasen a individuos que fueran a satisfacer sus odios y sus aspiraciones de arrebatar a viva fuerza el capital acumulado en que se mueven las industrias y negocios. Y por ese camino habría el peligro de que se llegara al soviet” (El Mercurio; 8-6-1925).

Y más adelante, el editorial agregaba: “Hay, pues, que buscar el medio de contrabalancear la influencia de la masa analfabeta e inculta, que vende actualmente su voto, mediante otra mayor influencia de los elementos conscientes, de los que por tener mayor preparación y mayores intereses, tienen que preocuparse más de la buena marcha de la República. Lógicamente debemos llegar por este camino a la conclusión de que lo que se necesita en Chile es el voto plural (¡La misma conclusión que expuso por TV la doctora Cordero, recién electa diputada por RN!). El profesor, el profesional, el jefe de negocios importantes, el que contribuye a la riqueza pública, pagando gruesas contribuciones, el jefe de talleres, los padres de familias numerosas que dan también al país la riqueza del factor hombre (sic), etc., deben tener un mayor número de votos que el resto de los ciudadanos (…) Como no es posible, según lo insinuamos, volver al primitivo sistema de la Constitución de 1833, o sea, la restricción del sufragio, porque heriría derechos ya adquiridos no queda otro arbitrio que el del voto plural, cuyas ventajas hemos insinuado” (Ibid.).

A estas mismas conclusiones llegaron los dos grandes partidos de derecha de la época: el Conservador y el Liberal. Así, el primero postuló en su Convención de 1929 “el perfeccionamiento del sufragio universal por medio del voto plural, basado en la familia, la instrucción y la propiedad”  (Impr. Rapid, Santiago, 1930; p. 75).

Y el segundo, en su Convención de 1931 planteó lo propio con más eufemismos. De este modo, proponía “reformar la Ley Electoral en términos que los electores tengan la capacidad suficiente para ejercitar sus derechos ciudadanos; que el voto corresponda a esa capacidad; e impulsar la legislación a fin de que todo individuo pueda alcanzar la máxima capacidad en esta materia” (Impr. El Imparcial, Santiago, 1932; p. 126).  

Incluso, el Partido Conservador planteó posiciones aún más antidemocráticas, al promover “la constitución de un Senado, con facultades políticas restringidas que, por su forma de elección, capacidad y especialización de sus miembros, garantice una mayor estabilidad de los principios básicos en que descansa la organización social, política y económica de la República”; y “la elección de Presidente de la República por una Asamblea Nacional, compuesta de los miembros del Congreso y de las Asambleas Provinciales (instituciones “establecidas” por la Constitución del 25 y ¡que nunca se aplicaron!)” (Ibid.; p. 75).

Pero como el voto plural no logró ser aprobado constitucionalmente, de acuerdo a la lógica de dichos partidos –y en particular de El Mercurio de junio de 1925- no quedó “otro arbitrio” que seguir desarrollando el cohecho. Es lo que durante décadas reconoció explícitamente el connotado dirigente conservador y profesor de derecho constitucional, José María Cifuentes Gómez, al “enseñarles” a sus alumnos de la Universidad Católica que “el cohecho era un correctivo al funesto sufragio universal” (Rafael Agustín Gumucio.- Apuntes de medio siglo; Cesoc, 1994; p. 120).

El desprecio de la derecha al pueblo tuvo otra expresión mucho más trágica. La realización y justificación de grandes masacres de obreros –especialmente mineros- y campesinos. Muchas de las cuales han quedado prácticamente en el olvido, por su ocultamiento por la generalidad de los historiadores y, especialmente, por la educación escolar. Así, casi la única que se conoce popularmente es la de 1907 en Iquique, gracias a Luis Advis y su Cantata de Santa María de Iquique, magistralmente interpretada por Quilapayún en 1969. Y ¿cuántos saben de la matanza de obreros salitreros de La Coruña (en rigor, de varias oficinas salitreras de Tarapacá) en 1925?, que se estima que dejó entre centenares y miles de hombres, mujeres y niños asesinados. ¿O la de Ranquil (Lonquimay) en 1934?, que dejó centenares de campesinos ¡detenidos-desaparecidos!; constituyéndose en precursora de la Operación “Noche y Niebla” desarrollada en 1940 por Hitler en la Europa ocupada. Y en la desaparición de varios miles de presos polacos efectuada por Stalin en Katyn en el mismo año.

Y como ilustración valga la total justificación de la matanza de Iquique (se estima en 2.000 las personas asesinadas) efectuada editorialmente por El Mercurio: “Es muy sensible que haya sido preciso recurrir a la fuerza para evitar la perturbación del orden público y restablecer la normalidad, y mucho más todavía que el empleo de esa fuerza haya costado la vida a numerosos individuos (…) El Ejecutivo no ha podido hacer otra cosa, dentro de sus obligaciones más elementales, que dar instrucciones para que el orden público fuera mantenido a cualquiera costa, a fin de que las vidas y propiedades de los habitantes de Iquique, nacionales y extranjeros, estuvieran perfectamente garantidas (sic). Esto es tan elemental que apenas se comprende que haya gentes que discutan el punto” (28-12-1907).

Y en enero de 1908, frente a una amenaza de huelga general destinada –entre otras cosas- a “obtener del poder público la separación y castigo del general  Silva Renard (conductor de la matanza) y del Intendente de Tarapacá (Carlos Eastman)”, El Mercurio se preguntaba: “¿Cómo podría el Gobierno acceder a un castigo de funcionarios que han cumplido su deber?” (4-1-1908).