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Derechos laborales, hechos, usos del lenguaje

Fuentes: CUBARTE

Lo que suceda en Cuba despierta una atención desproporcionada con respecto a su tamaño y su población. La originan desde el sentimiento solidario de los defensores y simpatizantes de la experiencia revolucionaria iniciada con 1959 hasta la hostilidad de sus enemigos. Entre esos extremos se halla la curiosidad ante el afán de construir una «anomalía […]


Lo que suceda en Cuba despierta una atención desproporcionada con respecto a su tamaño y su población. La originan desde el sentimiento solidario de los defensores y simpatizantes de la experiencia revolucionaria iniciada con 1959 hasta la hostilidad de sus enemigos. Entre esos extremos se halla la curiosidad ante el afán de construir una «anomalía sistémica» en un mundo regido por la «normalidad» del capitalismo, en crisis pero con recursos para vivir quién sabe cuánto tiempo más, por lo mucho que ha saqueado.

Hace poco recibí sendos comentarios interrogantes acerca de «Textos y vida en el pensamiento de José Martí» y «Espiritualidad vs. pragmatismo y otras yerbas afines (Detalles en el órgano XI)», artículos que tuvieron su primera edición en Cubarte. Aunque no conozco personalmente al comentador, Leonardo Crespo, los términos en que se expresa mueven a considerarlo amigo y -por pensamiento, si no también por presencia física- miembro de la multitud que en su país, España, ha ratificado recientemente, una vez más, que Cuba no está sola. Con ese ánimo, y sin pretender agotarlos, respondo sus comentarios. Dan pie para ir más allá de lo que apunta, aun cuando no siempre cito lo escrito por él, como tampoco las partes de mis trabajos a las cuales se refiere.

Le preocupa que tal vez no nos percatemos de los peligros de una situación mundial que se halla en el «comienzo de un gran caos sistémico». Tal inquietud pudiera explicarla el mismo afán de Cuba en mantenerse fuera de la dinámica del capitalismo. Pero este país, que no existe al margen de la realidad planetaria ni se libra a voluntad de sus efectos negativos, a tono con su «anormalidad» cultiva la tradición internacionalista fraguada en su historia. No vive ajeno al mundo, ni para bien ni para mal.

A veces, sin embargo, como parte del mismo tesón que le ha permitido mantenerse fiel a sí mismo -y del grado de soledad que le impuso la debacle del campo socialista-, quizás pudiera haber preferido desentenderse de la marcha mundial, y hasta pareciera que se lo exigen quienes esperan que haga lo que a ellos no les resulta posible hacer en sus comarcas respectivas. Semejante exigencia ni siquiera tiene por qué recibirse con disgusto: es más bien un motivo de responsabilidad, y hasta de orgullo. Así, al final del segundo comentario se lee -cosa seria si las hay- que Cuba, «por su sistema social, y solo por eso, es de los cubanos pero también de muchos en el mundo».

A esa especie de condecoración en medio del combate, habría que, además de agradecerla, añadir un dato menor, pero insoslayable si se quiere entender la realidad acertadamente: la población cubana es la que más directa responsabilidad tiene en defender, mantener, disfrutar, perfeccionar y, llegado el momento, hasta sufrir el experimento político, económico y social por el que en el mundo incontables personas honradas sienten que esta nación les pertenece. Derecho a ello tienen, y a cambio del honor que al ejercerlo le proporcionan al pequeño país, desde aquí podría pedírseles, con afectuosa humildad, que no olviden un viejo refrán: quien empuja no se da golpe.

Vale reiterar que si Cuba ha llegado al punto de soberanía y transformación social que disfruta es porque, a lo largo por lo menos de centuria y media, se ha planteado metas que parecían imposibles, y tal vez lo eran. Aunque tiene derecho el comentarista a quedarse con el tal vez, la búsqueda tenaz de «lo imposible» ha garantizado realidades emancipadoras. A finales del siglo XIX, por ejemplo, ¿podía el esfuerzo de una Cuba todavía en lucha contra el ejército español frenar la expansión imperialista de los Estados Unidos, potencia que emergía con empuje arrasador y aún hoy conserva la hegemonía que buscaba entonces?

Quizás lo único probable –que puede probarse– sea que, de haberse propuesto ese logro la vanguardia revolucionaria cubana guiada por José Martí, surgió para Cuba la posibilidad de independencia, aunque no la tuvo sino a partir de 1959. Compárese con la realidad de la hermana Puerto Rico, que pasó de la autonomía de España a posesión estadounidense. No por gusto el puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, al conocer en 1895 el levantamiento de los revolucionarios cubanos -a quienes representaba dignamente en París-, se preguntó desesperado qué hacían sus compatriotas que no se rebelaban.

Pero la historia no es un fósil museable, y lo que más inquieta al autor de los comentarios es la realidad de Cuba hoy. Le interesa saber si la referencia a la ultraizquierda, de signo libresco, que se agita cuando el país intenta hacer cambios para salvar conquistas que se lograron con la defensa apasionada de los sueños, no con resignaciones pragmáticas, apunta a quienes «quieren ir más rápido en las ‘reformas del socialismo'» o a quienes «quieren detenerse en el tiempo». En el contexto del artículo comentado por él se trata de los que, frente a los cambios anunciados, enarbolan como cruz condenatoria los textos que probablemente citaban antes para sostener que la Revolución quería ejercer un control desmedido sobre todas las cosas. Ahora, en pose de «ortodoxia filosófica», son más marxistas que Marx, lo que recuerda aquello de ser más papista que el papa.

Aunque sería el otro extremo de la misma soga -ojalá esta no sirva para ahorcarse, y haya cabras que amarrar con ella- quizás no anden lejos de esas posiciones las asociables a la desesperación por ver en marcha los cambios: no ya de un quinquenio para otro, sino de la noche a la mañana, o de la mañana a la noche. Pero más importante que los términos es la realidad explicada con ellos.

En la «gran transición» que acabó con lo que había de socialismo «realmente existente» en Europa, y con lo que fue la poderosa Unión Soviética -todo un proceso que hoy deploran con nostalgia de perdedores incluso algunos que en su momento lo capitalizaron-, izquierda y derecha adquirieron contenidos peculiares: el primero de esos vocablos dio nombre a la fuerza que defendía esa transición y reclamaba que se hiciera con rapidez, mientras cargó con el segundo la que se oponía al cambio o reclamaba que se hiciera más lentamente. Es seguro que en cada uno de esos bandos cabrían matizaciones de hondo calado, y entre ellos quién sabe cuántas conexiones y equivalencias funcionaron. Pero lo que había allí de socialismo se destruyó, y la URSS pasó a ser parte de lo que se llevó el viento. Esos hechos deben servir por lo menos de lección.

A Cuba, que, por muy «anómala» que sea -y en el mundo de hoy resulta honroso serlo-, es apenas un país, no la ha destinado dios alguno a ser el único país diferente. ¿Le corresponde someterse a la parálisis para no parecer que abandona su camino de afán socialista? ¿Sería esa la actitud que debe asumir como respuesta a los que incluso dentro de su territorio pudieran clasificar en bandos comparables a los de la pugna -de saldo devastador para el socialismo- en la llamada Europa del Este y en lo que fue la Unión Soviética? No hay por qué decretar que está libre de ellos.

En virtud de una ofensiva totalizadora desatada en 1968 con la voluntad de ser revolucionaria, el Estado cubano pretendió controlar, además de hospitales, minas, centrales azucareros, industria básica y aviación, poncheras, carritos de frita, guaraperas, peluquerías y taxis. Se le reprochó desde entonces tal afán: administrarlo todo podía contrariar el funcionamiento de mucho, y provocar que algunos servicios empeorasen o desaparecieran. Cuando al cabo de unas cuatro décadas el mismo Estado procura subsanar la hipertrofia y buscar una racionalidad conveniente a la sensatez, a la producción y a los servicios, hay quienes se agitan temerosos de que pierda todo control responsable sobre la sociedad. Viene aquí a cuento otro refrán: palo si bogas, y, si no bogas, palo.

Claro que las mutaciones materiales y prácticas requieren e imponen su reflejo en las mentes. Eso es algo que no debe asumirse como una nueva consigna, ni olvidando que a menudo las voces que reclaman el necesario cambio de mentalidad son las mismas identificadas durante décadas con la que se pide cambiar. Pero, a la larga, o a la corta, un cambio en la realidad provoca, aunque no se quiera, cambios en el pensamiento. Y conviene tener la mayor y más clara conciencia de ello para prevenir desviaciones indeseables, no digamos ya el caos, que por lo general es sistémico.

No faltará razón a quien se alarme si entiende que una persona, de cierta responsabilidad en el país, enfoca de modo insuficiente las posibles contradicciones entre la contratación de personal asalariado en centros de propiedad privada y el propósito revolucionario de poner fin a la explotación del hombre por el hombre. No todo se reduce al elemento jurídico. Se deben tener en cuenta consideraciones éticas. Si la ley no responde a ellas, lo más probable es que se necesite replantear la primera, para transformarla o afinar su interpretación.

Donde la Constitución de la República de Cuba (artículo 14) afirma que el sistema económico se basa en «la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios fundamentales de producción y en la supresión de la explotación del hombre por el hombre», debe atenderse el término fundamentales y la misión asignada al Estado: administrar bienes cuyo propietario es el pueblo. Sin menospreciar el sentido de dignidad abonado por la Revolución Cubana, se necesitará estar al tanto de las medidas legales y prácticas necesarias ante los cambios aplicados. Para cumplir su misión, el Estado debe velar por los derechos de trabajadores y trabajadoras tanto si los medios son de propiedad social como si son de propiedad privada, o mixta.

El asunto es de suma seriedad, y no cabe resolverlo con unas cuantas fórmulas verbales. Pretender que la explotación -fuente de plusvalía que beneficia al dueño de los medios productivos- desaparece porque se establezcan contribuciones fiscales llamadas a redistribuir socialmente las ganancias, y porque una Constitución de naturaleza socialista la repudie como al pecado la Biblia es, cuando menos, un acto ilusorio. Sobre todo, supone olvidar hechos explicados va para más de un siglo por Carlos Marx, pensador cuyos aciertos se prueban cada vez más, aunque cada vez esté menos de moda.

La explotación de un trabajador por el propietario de los medios es una realidad objetiva. Por eso los cambios desatados en Cuba imponen perfeccionar los sindicatos, que deben librarse de formalismos y darse de lleno al papel -no se lo atribuyó Lech Walesa, sino Lenin- de contrapartida de la administración. Ello molestará si se quiere que secunden obedientemente a funcionarios, dirigentes administrativos y empresarios, y no defiendan los derechos de los trabajadores: además de los concernientes a jornada y condiciones laborales, esos derechos incluyen erradicar la corrupción, por la que paran en provecho individual recursos destinados al desarrollo de la nación y al bienestar del pueblo. Regocija saber que la sindicalización de los trabajadores por cuenta propia está en marcha, junto a sus compañeros de centros estatales, en hermandad prosocialista, no en una «solidaridad» importada, falsa y contraria al socialismo.

Aunque esos principios son válidos también en la empresa estatal, acaso resulte más fácil recordarlos ante el crecimiento de entidades privadas, cualquiera que sea su tamaño. Al amigo Crespo le preocupa que olvidemos que esas entidades, asociadas ahora en Cuba al término cuentapropista, son modalidades de empresas. En ciertas tácticas verbales pueden combinarse el acertado interés en marcar la diferencia con respecto al capitalismo, de un lado, y, del otro, una tendencia que hace algunos años este articulista llamó el palabrazo.

Esa «deformación profesional» no es privativa del socialismo, pero en él ha tenido implicaciones especiales: al menos desde que se decretaron los dogmas de que ese sistema era irreversible, y estaba libre de la lucha de clases, por no haberlas en él. A estas alturas ¿será necesario insistir en lo fallido del primero de tales dogmas, y en cuánto sirvió y puede seguir sirviendo el segundo a las nuevas clases objetivamente gestables en el socialismo?

Una inquietud merece especial atención: que no falte la consulta popular sobre los cambios en Cuba. Consulta popular en grande fueron las discusiones sobre los Lineamientos que, como colofón no cerrado, aprobó el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba. ¿No estará enterado de ese proceso el comentarista cuando parece esperar un referendo tradicional? Seguramente no desconocerá, sin embargo, cuánto puede contribuir un proceso «democrático» amañado, y con una izquierda dividida, a meter a un país en la OTAN, y a que el gobierno quede, monarquía por medio, en manos de partidos cuyas cúpulas van de antiobrera y burguesa a la entronización del legado fascista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.