En los momentos actuales a los gobernantes de las llamadas democracias avanzadas se les ha visto el plumero en relación con los derechos individuales, porque no han dudado en aparcarlos, invocando eso que llaman el interés general, o sea, su particular interés político. Los ciudadanos vivían en la creencia de que sus derechos eran algo sólido, pero pasaban por alto que se trataba de derechos otorgados por quienes disponen del poder político. Las garantías establecidas en las constituciones y el propio Estado de derecho parecían ser un freno para cualquier intento de desprotección en esa materia por parte del poder. Pero en la norma se incluía la trampa y el poder estaba facultado para en ocasiones puntuales dejar en nada o en poca cosa los derechos individuales, humanos o fundamentales. Las constituciones, como leyes cuasi-sagradas, cuyas normas a todos obligaban, también decían que, si bien las obligaciones permanecían intactas, no así los derechos de la ciudadanía, remitiéndose a situaciones especiales cuya determinación correspondía solo a los gobernantes. Ahora se ha visto que en la práctica las masas podían quedar desprotegidas, mientras que el poder de los gobernantes se refuerza. De ahí la necesidad de hacer cambios, modificar las leyes para que no se escuche solamente el monólogo del poder y se deje oír la voz de la ciudadanía.
Al hablarse de derechos otorgados por la clase dominante, aunque recogidos en la norma que teóricamente pone bajo control a todos, de entrada ya parecían endebles porque no habían sido conquistados. Esta construcción de la época burguesa, concebida para congraciarse con las masas, atendiendo a la pretensión de hacer de sus individuos consumidores, es débil en la base, precisamente porque desde los inicios fue un regalo y siempre hay que desconfiar de los regalos. A raíz de la revolución burguesa se perdió la oportunidad para dejar claro que sin gobernados no puede haber gobernantes y ponerles en orden desde abajo, no sobre la base de concesiones, sino de imposiciones formuladas en términos de derechos conquistados. Quiere esto decir que las propias masas debieron dejar claro el valor de los derechos y marcar los términos de su ejercicio. Sin embargo transigiendo con la fórmula de los derechos otorgados y la elite ha venido aprovechando la situación para marcar las reglas de gobierno a su conveniencia. En definitiva, el elitismo como método exclusivo de gobernar no ha dejado ocupar su lugar a las masas, de manera que así la racionalidad de parte ensombrece el sentido común que es de todos. Y esto tiene consecuencias, pero no responsabilidades.
Invocando la racionalidad con ocasión de una situación de riesgo para la población, como la que tenemos delante, el poder a través de quienes lo ejercen ha sacado a la luz su carácter abiertamente dominante y la autoridad se encarga de transmitir a las masas, un nuevo eslogan que puede resumirse en limitar derechos de las personas, porque es una facultad que corresponde en exclusiva a quien ejerce el poder. Así lo disponen, porque en realidad se trata de que el rosario de derechos y libertades ciudadanas solo son derechos en precario que, al igual que se otorgan. se limitan o se dejan sin efecto. El poder en los modernos Estados avanzados está asociado al Derecho y este a la racionalidad, pero muy distinto es el ejercicio del poder. Si bien amparado en el sentido de Estado, no necesariamente es obligado que actúe conforme al mismo, puesto que a menudo se cruza el interés de partido. En base a la presunción de legalidad y legitimidad, entendidas ambas a la manera de un cheque en blanco, mitigado por el viejo canto de la responsabilidad política —que solamente se traduce en un hipotético cambio electoral—, todo lo que toca la varita mágica del poder se convierte en interés general, como fórmula jurídica para validar cualquier actuación de los que mandan. Pero hacer de los gobernantes árbitros absolutos de los derechos de las personas, a tenor de las circunstancias o al margen de ellas, es desbordar el sentido del poder y un claro retroceso en las expectativas políticas y sociales.
Aquí, como sucede en los países vecinos, las medidas que afectan a la reclusión de las personas —también llamado confinamiento— se tiene por legal, porque así lo establece la constitución, y los gobernantes disponen del poder para aplicarla en razón a las circunstancias. Ello lleva a disponer de los derechos otorgados en los términos que crean conveniente, porque quien los da también los quita, y no es preciso consultar a los gobernados sobre sus determinaciones. En todo caso basta que se debata la cuestión exclusivamente entre sus representantes políticos con el guiso ya cocinado. La ciudadanía no tiene capacidad de opinión sobre las medidas adoptadas, con lo que si bien hay legalidad en la forma, no hay legitimidad en el fondo, puesto que no cuenta con su asentimiento explícito. Como suele suceder cuando se entrega en exclusiva a los que ejercen el poder, el Derecho anda un poco cojo, porque se le pone al servicio de lo que se interpreta como interés general a conveniencia de una parte. Asunto que ya no es discutible por principio. Pero realmente ese interés llamado general está condicionado por los intereses particulares del gobernante, porque, de un lado, se trata de ocultar la dejadez del gobierno para prever ciertas situaciones de las que estaba debidamente informado y, por otro, resulta útil no desmontar políticamente la leyenda de una sanidad hasta ahora modélica y que ha resultado no serlo tanto. Con independencia de ese tinte particularista que afecta al interés general, en tal situación de gravedad no pueden descargarse las determinaciones que afectan a la totalidad en algunos, ya sean políticos o asesores, hay que escuchar a todos. En este caso, compete a la ciudadanía aportar el valor de la opinión colectiva, pero resulta que no tiene voz, quizás por estar demasiado afectada por el virus, dejando así que unos pocos actúen a su más o menos acertado entender.
Las medidas adoptadas, todas ellas en el marco de la legalidad, siguiendo instrucciones de la comunidad del mercado internacional, sirven para sacar a la luz la endeblez de los derechos otorgados y, por otra parte, la inevitable deriva hacia el autoritarismo, con toques de Estados neopoliciales, lo que apunta hacia un futuro totalitarismo político mundial, como efecto mimético del totalitarismo capitalista que ya se impone a nivel global. En definitiva, el ilusionante mundo de los derechos otorgados se desvanece.