(*) Aporte escrito al SEMINARIO INTERNACIONAL SOBRE DELITO POLÍTICO Y SITUACIÓN DE LOS PRESOS POLÍTICOS EN COLOMBIA. Bogotá, octubre 15 de 2014.
Estas consideraciones quieren saludar y ser un homenaje a las presas y presos políticos en Colombia, agradeciendo la iniciativa de hacerles visibles en un momento crucial. Justamente, hay que centrar la atención en un tema que, como muchos otros, son trillados por diversas razones, pero sobre los cuales se ha hecho un vaciamiento, se ha cimentado un tabú o se han creado graves tergiversaciones, hasta postrar u obligar al silencio a posiciones que tenían fuerte y coherente carga crítica. Estas líneas hacen parte entonces de un grito que se quiere colectivo, para reivindicar no sólo un análisis sino un hacer político, jurídico y social en función de la verdad, y por lo tanto algún día, ojalá muy pronto, para la libertad de quienes han luchado por un futuro de democracia real en este país.
En segundo lugar, deseo reconocer el trabajo del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, CSPP, y de otras organizaciones hermanas que han trazado alternativas, prestando asistencia humanitaria y jurídica e ideando fórmulas que no olvidan sino que recuerdan a quienes están en prisión por su lucha política, y las razones de esta dramática situación de miles de personas. En particular animo a que la propuesta que el CSPP ha elaborado sobre presos políticos y justicia, sea ampliamente debatida, pues por su calidad merece ser apropiada por los movimientos sociales. Quiero modestamente, en ese no-olvido, rendir un homenaje a cuatro compañeros del CSPP que conocimos y con quienes compartimos, que nos dejaron su signo de dignidad. Alirio de Jesús Pedraza Becerra, abogado detenido – desaparecido el 4 de julio de 1990, el abogado Javier Barriga, asesinado el 16 de junio de 1995, y a Chucho Puerta y a Julio González, asesinados el 31 de enero de 1999. Los cuatro, víctimas del terrorismo de Estado.
Para que esta intervención pedida sobre fundamentos filosóficos y jurídicos de la rebelión, no quede absuelta de compromisos y retos mayores, la idea de la misma es ser lo más clara e inscribirse en lo posible en los dilemas que hoy día son evidentes en el contexto de un proceso de paz, en el que se habla con abuso de una «justicia transicional«, cuando al parecer la que impera es la visión recortada, no la de una justicia de paz transformadora, sino el enfoque instrumental de reglas verticales, reducido a la aplicación de mecanismos de derecho, sobre todo penal, y ante todo con una perspectiva de sometimiento de una parte a otra y no de concertación. Manifiesta contradicción, cuando de lo que se trata es de un proceso de paz que está guiado por la realidad palpable de que ninguna de las dos partes logró ganar la guerra, es decir no estamos ante vencedores y vencidos, y por lo tanto no es admisible que un bando contendor, por más peso e institucionalidad que suponga, sea juez y parte. Sin que esto signifique, como lo veremos, que no deba cambiar y desplegar su propia normativa en función de la paz, o sea «ponerse» el Estado un vestido sobre otro: una desempolvada toga de juez encima del uniforme civil-militar del gobernante y legislador, a fin de cumplir con una obligación sine qua non para el buen desarrollo del proceso de paz: el re-establecimiento del delito político.
1. Una pulsión y un deber
Es conocida la fundamentación correcta según la cual la rebelión es un recio derecho político de los pueblos, tan histórico como excepcional, y por ello cambia de forma radical la percepción sobre los delitos que supone el hecho organizado de alzarse en armas y actuar violentamente: de ser algo reprochable en apariencia, cuando media un análisis causal, pasa a ser no sólo comprensible sino hasta exigible incurrir en ciertas transgresiones en la tensión del deber ser frente a un orden de opresión.
Así podríamos sintetizar el problema. Sin embargo, hay una mirada reaccionaria, arraigada y vigente en nuestro contexto, que nos obliga a enseñar una cara de esa geométrica figura de la rebelión. La lectura neoconservadora y retardataria a la que me refiero es la que encripta un menosprecio político y cultural, digamos que con contenido de «clase», aprehendido y reproducido, eso sí, en toda la pirámide social. Y que no se queda en el nivel del pensamiento, sino que va más allá: se traduce en la práctica política, judicial, mediática, académica, policiva y militar. Es la mirada hacia la «chusma». Un ex viceministro uribista, Rafael Guarín, lo expresa así: «No es lo mismo que se reconozca que la violencia expresa una decisión del Partido Comunista Colombiano de combinar todas las formas de lucha para hacer la revolución, que decir que los señores de Marquetalia eran 40 humildes campesinos agredidos sin misericordia y con armas químicas, por 16.000 miembros del Ejército Nacional, según la mitología fundacional fariana, absolutamente falsa… No es lo mismo un Mándela terrorista a un Mándela símbolo de la lucha contra la discriminación racial. Aquí es igual. No es lo mismo una organización de victimarios a una que la historia la exalte como la expresión de reclamos legítimos de campesinos que fueron reprimidos por un Estado violento y opresor» (http://www.semana.com/opinion/articulo/reescribir-la-historia-opinion-de-rafael-guarin/400255-3).
Esta mirada cáustica no recae sólo sobre los insurgentes, lo cual no nos debe extrañar en relación con ellos, pues viene siendo así y peor incluso como se les trata desde hace más de medio siglo, sino que, siendo actual, recae hoy sobre quienes puedan unirse u organizarse para luchas serias frente al statu quo. Es un mensaje sutil de desprecio a los movimientos y sectores populares y a su capacidad de agitación, indignación, comprensión y compromiso. Ese es el verdadero trasfondo. Es decir, si a un animal, a un perro, le reconocemos posibilidad de rechazar un ataque y defenderse, a quienes se hermanan, consientes de injusticias, para transformar condiciones de vida, no se les confiere igual posibilidad, no se les asume como otredad y se les desdeña. Tenían que haberse quedado callados, sumisos, dóciles.
Este debate está plenamente en vigor, al menos por dos razones en nuestro país. Por un lado, nos estamos aproximando a mecanismos de verdad y memoria histórica, que es un auténtico campo de batalla, como ya lo expusimos citando a Enzo Traverso. Puede ser que se pierda dicha batalla y termine diciéndose que la responsabilidad principal de la confrontación no es de quienes desde el alto poder violaron toda clase de derechos de manera grave o cruel, sino que toda esta tragedia lo fue por la demostración antojadiza de unos seres y colectivos que debían haber ensayado sólo las herramientas legales y seguir poniendo la otra mejilla. Y el segundo factor aterrador de ese punto de vista es que cínicamente induce hoy a ser tolerante con lo injusto; propone la indolencia y el desperdicio de la experiencia ante las condiciones de muerte o descomposición de la vida de grandes sectores sociales empobrecidos. Esta perspectiva es todavía más terrible, cuando se está hablando de construir la paz.
Por eso, debe subrayarse o complementarse nuestra visión tradicional respecto al delito político, con un examen que nos remita a las huellas del hecho de rebelarse frente a lo insoportable, antes que sobre el derecho. Huellas no sólo hacia fuera sino hacia dentro. No sólo sobre pasados sino ante desafíos presentes.
Son rasgos no sólo de las sociedades en su tipología, sino de la misteriosa condición humana. Están asociados a los legados de sucesiones no sólo políticas y culturales, sino a la propia evolución como especie, en ese sentido a los procesos de conformación antropológica, con lo cual la lucha por la vida, el no someterse a lo que nos amenaza y mata, equivale primero y desde tiempos prehistóricos a una suerte de pulsión ante la agresión (esto es fundamental tenerlo en cuenta hoy, pues se surte una actualización imperiosa, frente a la eclosión medioambiental y la inminencia de conflictos por la sobrevivencia de comunidades ante la depredación causada por el salvaje modelo capitalista).
Dicha respuesta «indócil», si se quiere instintiva, se fue transmutando en la profundización de la conciencia, desplegada ante lo que interfiere violentamente en el desarrollo de potencialidades y en la satisfacción de necesidades humanas. De ahí que no podemos datar y cerrar un antecedente de la rebelión, sino asumirla como latido de resistencia desde tiempos inmemoriales hasta el presente, ante las condiciones más adversas.
Esto explica que «el rebelde es límite», en la simbiosis de los reflejos más elementales y de las reflexiones más arduas, antes de suponer él o ella, como rebelde, una opción moral más definida. El rebelde-límite gesta como figura de excepción una compleja y transversal defensa ante la opresión, dentro de un concierto histórico y político determinado. Pero también en los marcos cambiantes de redes psico-sociales y culturales. Ha sido así en diversos períodos y entornos. El rebelde tiende por esa fuerza a auto-constituirse con líneas de principios, y por eso tiende también a rechazar su cosificación, al tiempo que puede acrecentar capacidades e imponerse regulaciones. Su decisión es la de no renunciar en medio de advertencias de ser castigado, y por ello, desde ese valor de entrega y sacrificio que irradia, ahí sí traspasando del hecho al derecho de la rebelión, entrañando una opción de coherencia, un solo sujeto sublevado en la inmensidad del mundo y de la historia (una Policarpa Salavarrieta, fusilada en 1817, o Sophie Scholl, alemana guillotinada en febrero de 1943, una en armas, la otra no, pero ambas mujeres resistentes), representa tanto una constelación material cierta como un signo ético irrebatible. Una tenacidad. Este es el sentido utópico de la cuestión.
Hablando del derecho a la rebelión, son comunes las referencias a Platón, Tomás de Aquino, de alguna forma a Étienne de La Boétie, o a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, citada hace poco en un documento de propuestas que puso las FARC-EP en la Mesa de diálogos. Declaración de EE.UU. en la que se afirma: «toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a sufrir, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia mediante la abolición de las formas a las que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, que persigue invariablemente el mismo objetivo, evidencia el designio de someterlos bajo un despotismo absoluto, es el derecho de ellos, es el deber de ellos, derrocar ese gobierno y proveer nuevas salvaguardas para su futura seguridad».
En nuestro país, María Antonia Santos Plata, antepasada del actual Presidente, sería también un ejemplo a citar. Creó la «guerrilla de Coromoro», en Socorro, Santander, para luchar junto al Ejército Libertador de Simón Bolívar. Fue arrestada y ejecutada el 28 de julio de 1819, culpable del delito, político, de lesa majestad. Cuando debamos reconocer el delito político, debemos ver, al menos de lejos, pulsiones o expresiones básicas que han apuntado y apuntan a la conservación del ser, a la sobrevivencia, y luego sí debemos observar procesos de subjetividad o subjetivación consciente y superadora en firme de estados de servidumbre. Son testimonios de vigor y de compromiso. Por lo tanto se nos enuncia un hecho y luego un derecho a la insumisión ante lo que es negador de la vida. Podemos remitirnos también como referencias históricas y románticas a Espartaco o a Boadicea, en guerra frente al Imperio romano, y no es suficiente. Es preciso, en práctico envío a diversidad de disciplinas, entre ellas la sociobiología, hablar de altruismos, y del permanente grito del sujeto, como entre nosotros lo ha enseñado para impugnar la lógica del mercado capitalista el maestro Franz Hinkelammert, y en esta época larga con él Albert Camus, o Daniel Bensaïd, quien cita a la filósofa Françoise Proust. Ella lúcidamente decía: «la resistencia es primera con relación al pensamiento: la idea se despierta resistiendo» o, en relación con la injusticia, «Todo el mundo la siente sin disponer necesariamente de una idea positiva de justicia». Afirmaba también «Las resistencias o las insumisiones están movidas siempre por una preocupación de dignidad. Nacen de la indignación…«; «la resistencia toma partido por lo que está amenazado». Esta filósofa de la resistencia, como la llamaba Bensaïd, parte de Baruch Spinoza: «existir es resistir a lo que amenaza la capacidad de existir». Subraya Bensaïd: «Es resistiendo que se encuentran las razones para resistir (…) La resistencia no es un mandamiento, una asignación, una designación a alguna misión sublime. Una situación insoportable, una justicia intolerable la provoca» (de Bensaïd: «Resistencias. Ensayo de topología general»).
2. Frente a una tesis pérfida
Insisto: este exordio se hace a propósito de debatir la tesis que se ha hecho más evidente tras años de negacionismo en Colombia, de la que seguramente se hablará en la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, pactada entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP. Existe esa tesis porque hay una historiografía reaccionaria que busca, como es obvio, deslegitimar de raíz el alzamiento armado señalando que el mismo se debe a una decisión voluntarista e irracional, a una ideocracia o ideología caprichosa de combinación de formas de lucha contra la «democracia». La bandera que mantienen es que unos fanáticos arriaron por décadas a miles de campesinos, crearon guerrillas, se hicieron ricos y más desalmados y desataron la furia de «otro demonio». Desestimando o relativizando, por supuesto, cualquier vínculo determinante entre estructuras injustas y la apelación a ese último recurso que es el de la violencia subversiva o rebelde, para repeler la violencia sistémica, estructural, objetiva, institucional, social y económica de un sistema de exclusión y desigualdad.
Evidentemente, hay ideas e hipótesis de insertar la violencia revolucionaria como un instrumento obligado, no como el único procedimiento y el fin, sino como parte de un método de contención, defensa, seguridad y articulación de posiciones históricas emancipadoras, y se producen o conjeturan sobre su uso, formas y alcances, juicios muy diversos de orden estratégico desde diferentes escuelas o corrientes de pensamiento ilustrado, liberal, anarquista, republicano o marxista, y hasta la vemos mencionada dicha violencia como legítima en apartes de la más progresista doctrina católica. Se discurre sobre esas violencias de resistencia, fraguadas entre el medio social y político y las motivaciones o identidades éticas personales o de colectivos, que van adoptando aliento en programas políticos, pero lo que sí no sucede de forma maquinal es que alguien lea el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels o la Proclama al Pueblo colombiano, de Camilo Torres Restrepo, y salga a la calle o al monte a echar tiros. Eso no pasa.
Hay procesos íntimos o individuales, de discernimiento, más dilatados o menos, y hay decisiones personales que se tejen entre la rebelión metafísica y la histórica a las que se refirió Karl Georg Büchner o Albert Camus, y que se sintetizan en el hecho de rebelarse en procesos colectivos de concientización, en los que se implican seres que son reflejo de su sociedad, donde exploran un camino de renovación y coherencia. Para muchos dramáticamente esto se expresa en una opción muy dura y no exenta de contradicciones: hacer parte de una organización rebelde y exponerse a la más inmisericorde persecución del adversario.
Quienes desconocen que en Colombia se conjugaron por décadas factores o mecanismos de orden político, social, cultural y económico, como la barbarie de detentadores de la riqueza acaparada, la inducción a la violencia por directorios liberales y conservadores, la tenencia de la tierra y otras problemáticas en la base del desarrollo de las FARC-EP y el ELN como resistencias que venían de atrás; quienes no conocen la historia de sometimiento en una sociedad señorial dirigida por castas corruptas, para usufructuar y profundizar el saqueo sistemático de recursos nacionales en provecho de oligarquías y centros de poder mundial, ciertamente quienes no ven ahí un orden social injusto, sino la normalidad del capital, su promesa de prosperidad y sus leyes, rechazan cualquier atisbo de justificación en la génesis o etiología del delito político, y asumen desde esa concepción que los irracionales sujetos de la rebelión eran piezas de una conspiración comunista contra Occidente, decían; o son hoy terroristas y narcotraficantes que no tienen en las armas más que un medio para hacerse ricos.
Así, no cabe para ellos explicar la rebelión como pulsión y herencia universal (no hay un solo ser humano que no sea directo heredero de disímiles procesos de resistencia a lo largo de la historia); no cabe tampoco enseñarla o debatirla como compromiso humanizante, como alteridad y altruismo, sin que deje de ser también, como efectivamente sucede, una especie de defensa y agitación propia radicada ante una grave e injusta afectación, lo cual no demerita la rebelión sino que la amplía.
Esta realidad entretejida de violencias y de opciones ante ellas, se nos dilucida en la existencia de organizaciones político-militares, de guerrillas, de ejércitos irregulares, que fundieron en su hacer masas de campesinos con profesionales, de despojados con militantes. Su seña es la rebelión, no como opinión simple y llana de que el país debe cambiar, sino como la apuesta existencial y la puesta en marcha o materialización de unas luchas por la transformación, sin permiso del opresor, debiendo acudir tanto a la dialéctica política de las propuestas que desnudan antagonismos, como al revestimiento de la fuerza, o sea cometiendo lógicamente una gran diversidad de delitos con coacción: transgresiones conscientes, deliberadas, buscadas, manifiestas, no solamente incurriendo en ilícitos típicos denominados políticos, atacando el régimen constitucional y legal, lo que supone un elemento objetivo, sino incurriendo en infracciones comunes ligadas a la rebelión, como la compra de armas, la falsificación de documentos, y muchos otros, orientando su ejercicio hacia métodos y fines no egoístas sino altruistas (si esas armas y esos documentos son para asegurar como propiedad privada la hacienda de X o de Y, no sería delito político: faltaría además el elemento subjetivo referido al desinterés o beneficio propio). Es decir, propugna necesariamente y verifica, representaciones progresistas o de mejoramiento de la vida social, respecto de la realidad existente. En esa conocida visión mixta que manejamos en derecho penal, se infiere o sobreentiende la política de ataques violentos al funcionamiento de ese orden injusto, la concepción de unas estrategias, como también la adopción de límites y normas de regulación en la actividad y vida insurgente.
Podemos criticar algunas prácticas guerrilleras, indicar con firmeza y condenar graves errores que han generado inmenso sufrimiento, profuso dolor, como la insurgencia misma lo ha venido reconociendo, pero la naturaleza de la guerrilla colombiana no se ha alterado por esos hechos: su entidad es histórica y política en relación con el conflicto social, económico y político que la explica, y como tal debe ser tratada, siendo confirmación de esa realidad la actual dinámica de La Habana, donde acuden a una Mesa plenipotenciarios de un lado y del otro, para abordar, allí al menos frente a países garantes y acompañantes, una agenda que podía haber sido más amplia, que certifica directamente la necesidad de una resolución de problemas sociales, políticos, económicos y jurídicos.
3. De María Santos a nosotros
La anotación pasada sobre María Antonia Santos no es baladí. La explico ahora. Es un apunte para «pensar-nos» como país, en términos de los continuum, observando lo que ha sobrevenido con la acción de quienes prolongaron unas luchas de emancipación y quienes se corresponden en su poder con otras opciones, en el entramado del statu-quo. Herederos de María Antonia Santos, unos de sangre y otros de razón política e histórica, a juzgar por las asimetrías y el núcleo de la redención pendiente inspirada en la deuda frente a «los ancestros liberados y los descendientes esclavizados», parafraseando e invirtiendo la conocida proposición de Walter Benjamin. Lo cierto es que están en la Mesa de La Habana unos y otros, buscando esta vez una solución pactada, una salida política a la guerra. Pero el problema es altamente complicado si permanece enredado en la maraña jurídica paralela en el ejercicio de la contrainsurgencia, pues existe de nuevo ahí una contradicción que extendería la guerra.
Siendo político el escenario, están los delegados de una parte y ella toda, las FARC-EP, enfrentando acusaciones del equivalente a lo que era entonces el cargo que llevó al patíbulo a María Antonia Santos: lesa majestad, por su oposición armada al régimen. Y la otra parte, capitaneada todavía por un fuerte enfoque punitivo y restrictivo, cuando no arbitrario del todo a partir de la férula de la superioridad militar, se guía por esa presunción de vencedor absoluto y se exime de los castigos que prevé para su enemigo. Por el contrario: refuerza su propia impunidad e inmunidad de muchas formas. Una de ellas el fuero penal militar, que va a dar al traste o a truncar el propio paradigma de «justicia transicional» propuesto por el Estado.
Esta deliberación antes que jurídica, es de carácter histórico y político. Sobre un conjunto de hechos violentos cometidos por los opositores, que hoy, al igual que hace dos siglos, encajan con plena lógica en definiciones de normas estipuladas por una parte, como las que se invocaron entonces para fusilar a María Santos. Dichos actos de violencia son expresión de contradicciones plurales y no monocausales que han configurado la rebelión, las cuales se quiere encasillar preeminentemente hoy por el Estado como contradicciones visibles en una «masa» penal para un «mazazo» jurídico contra su enemigo en plenos diálogos de paz.
Dicho conjunto de responsabilidades asignadas así por una parte-«juez» frente a la otra-«condenada», es una amalgama de infracciones a una ley naturalmente relativa y parcial, construida por intereses políticos excluyentes a lo largo del conflicto armado. Es un volumen penal que debería estar sujeto, como es obvio, a verificaciones en el curso de los diálogos, y por lo tanto ser objeto de decisiones de los actores inmersos en esas contradicciones, para intentar resolverlas. No obstante, hay actuaciones de la parte que hoy pretende juzgar a su adversario, que acrecientan, agudizan y taponan con mayores negaciones, cuando debería desembrozar o descargar de incoherencias. Se empeña, representando a muchos sectores de poder que a su vez se auto-perdonan, en calificar de graves hechos criminales gran parte de lo ocurrido por parte de la insurgencia, alegando, con base en nuevos referentes normativos, en contextos de hegemonía dominante, que estamos ante unas guerrillas responsables de imperdonables crímenes de guerra y de lesa humanidad, y sólo subsidiaria y lejanamente de delitos políticos, evadiendo el Estado la necesaria conexidad en la reconfiguración de la rebelión o su atributo de delito complejo, o sea que comporta, conlleva o supone en sí misma la composición de múltiples delitos, muchos de ellos comunes.
Esa intención repetida de criminalización es el resultado de años de disección y construcción autoritaria por el Estado, por casi todos sus órganos y altavoces en el Establecimiento, disponiendo de un sofisticado sistema de «derecho penal de enemigo». Unos en el Ejecutivo y en el Legislativo, modificaron y emplearon la ley penal una y otra vez (el Código Penal contenido en el Decreto 100 de 1980, por ejemplo), restringiendo connotaciones liberales, creando delitos como el terrorismo para desestructurar el eje o centro de gravedad del delito político, endureciendo las penas (en el Código de la Ley 599 de 2000), rompiendo la conexidad predicable del delito político, y cientos o miles de jueces, militares primero (años 70 y 80, sobre todo), y luego civiles, muchos de los cuales superaban a los castrenses en el oprobio (desde finales de los 80 hasta hoy), aplicaron y agravaron esos cierres de la ley penal, para condenar en nombre de una institucionalidad «democrática», a miles de personas, unas sí combatientes o militantes de la guerrilla, y muchas otras por parecerlo, según amañados informes policivos, militares y judiciales cual partes o reportes de guerra. Las condenaron y siguen sentenciando a largas penas por terrorismo, por secuestro, por homicidio, por múltiples delitos, que en estricto sentido caben en la realidad de la rebelión, en las condiciones y caracterización del conflicto armado, para el que está vigente el Derecho Internacional Humanitario (Ley Nº 171 del 16 de diciembre de 1994. Sentencia C-225/95, Corte Constitucional).
No sólo haciendo ese Estado destinatarios a los rebeldes de medidas de sanción, de castigo, sino de ensañamiento por fuera de los mandatos de la Constitución y de su ley penal, así como de sus obligaciones derivadas de instrumentos internacionales que ha suscrito directamente. Cientos y miles son los casos documentados de combatientes desaparecidos, como Omaira Montoya en 1977, o torturados, como Carlos Reyes Niño, a quien ese año se le torturó con parafina caliente en sus extremidades, o caídos en indefensión, como este mismo mando guerrillero, a quien se le asesinó en 1995 en una calle de Bogotá, ejecutado por la espalda él y otro dirigente insurgente que también había estado en prisión, cometido este hecho por hombres de inteligencia militar. El caso de la ejecución del comandante Alfonso Cano es igualmente fehaciente. Como También lo son los miles los casos de persecución con crueldad a amigos y familiares de militantes.
4. La potencia de un derecho a la guerra justa, para la paz
En un caso como el colombiano, ante la no derrota militar ni política de ninguna de las dos partes históricas contendientes (Establecimiento/Estado – Insurgencia), cuando se abre camino una resolución negociada, de salida política al conflicto armado ¿qué opción queda a quienes reivindican en ideas el derecho a la rebelión? ¿Se quedan mascullando teorías o suposiciones a espaldas de esas posibilidades? ¿O elevan esas probabilidades a encrucijadas de cambio, canalizando la energía de ese derecho supremo como alegato y razón para labrar un proceso de paz transformadora? Quizá esta última puerta seduce con brillo, pero no puede significar despreciar o escupir en ningún momento a quienes, no ya mascullando ideas, sino implicándose en la práctica de resistencias dignas, en ideales, siguen arriesgando u ofrendando su vida porque genuinamente consideran que este sistema no va a ser superado firmando actas, sino obligando con fuerza material a un rumbo de democracia real.
Sea cual sea la elección, debe estar fundamentada en la realidad. Y es en esa realidad construida en la que debemos de-construir el actual paradigma penal de desnaturalización del delito político, tal y como está siendo proyectado desde hace al menos tres décadas, pues de seguirse su lógica nefasta, reductiva y falsaria, o sea de negarse a fondo su entidad compleja y la conexidad más amplia posible, se va a llegar probablemente más tarde o más temprano a un bloqueo en el proceso de paz, de tal manera que se corre el riesgo cierto de que se rompa lo que apenas está esbozado, pendiente de ser encajado como Acuerdo final con sus respectivos procesos desencadenados y desencadenantes de orden constitucional y de transferencia y garantía de poderes.
Se dirá que no se permite, pues los jueces han hecho una interpretación restrictiva y que la misma no se puede cambiar. No es cierto, pues si bien condiciona la negativa espiral jurisprudencial en varios niveles, ésta se puede y debe conjurar adoptando, en el conjunto del Estado, y funcionalmente en la cúspide legislativa y del Ejecutivo, decisiones de orden político que los jueces deben acatar valorando la integridad de un proceso democratizador y de construcción de paz. No sólo para restituir de inmediato al delito político su identidad formal de cara a este período en la solución de casos investigados, sino reabriendo o revisando sin aplazamiento causas cerradas, con la probable adopción de los mecanismos y definiciones vinculantes a partir de los avances en la Mesa de diálogos, para correctivos y compromisos que son de elemental justicia, pues son miles los casos de rebeldes ya no sólo hoy investigados torciendo todavía más el derecho y vaciándolo, poniéndolo en contra de la paz pactada, sino ya sentenciados, y cientos o miles habiendo pagado cárcel, en procesos desarrollados sin garantías procesales, sin derecho a la defensa, sin el debido proceso de control, con testigos y cargos falsos, muchas veces urdidos directamente por inteligencia militar, la policía y operadores judiciales vinculados a esas fuerzas represivas, a paramilitares y a sectores altamente corruptos en el circuito oficial.
Esto es lo que de manera general se propone como recuperación, reconfiguración o restablecimiento del delito político, que no es la panacea a todos los problemas pendientes relacionados con el conflicto y los mecanismos de justicia, pero será una necesaria parte de la plataforma de solución para la gran masa penal que el Estado ha acumulado arbitrariamente en décadas contra la parte enemiga, con la que ahora se sienta a acordar una salida política.
Esa construcción autoritaria acometida por el Estado, que llegó al extremo fascista en el gobierno de Uribe de querer darle el título de delincuentes políticos o sediciosos a paramilitares o mercenarios (2005-2007), es una construcción cabalmente abordable, transformable, como toda realidad jurídica, que es política. Precisamente el hecho de ese hito, que no se haya convalidado que a paramilitares se les tratara como delincuentes políticos, es demostración de que esa elección o política de desestructuración del delito político se puede girar y hacer reversible.
Sí se puede cambiar esa reconceptualización negativa; se puede frenar ya mismo esa desnaturalización o negación del delito político. Sí es posible abordarla y deconstruirla con coherencia, desandando lo andado, identificando uno a uno los factores que se fueron montando o articulando y que hicieron posible esta sinrazón, contraria a los fundamentos de un Estado liberal.
Ahora bien: no podemos caer en la ingenuidad. Hay factores estructurales muy diversos, de viaja data, que potenciaron esa tendencia, como es la doctrina de seguridad nacional o el pensamiento militar cimentado en gran parte de las fuerzas armadas, que propugna una guerra total, sin límites, de baja y media intensidad, cuyas fuentes o líneas maestras están plenamente vigentes, adaptadas en diferentes brazos, uno de ellos en la propia dimensión del paramilitarismo, y también en círculos políticos y de la judicatura, con premisas y objetivos a partir de los cuales se definió que el inconforme y el rebelde no son adversarios políticos sino un solo enemigo a extirpar o reducir mediante la aplicación conjugada de medios legales e ilegales. Desde la cárcel hasta la sierra eléctrica. Sin exageración alguna. La masacre de Trujillo fue un ejemplo.
No bastó en miles de casos adiestrar militares y policías, o crear grupos paramilitares, para consumar exitosamente unas 30.000 detenciones-desapariciones, cientos de masacres o asesinatos selectivos, sino que se criminalizó escalonadamente y acusó con falsedades a miles de opositores políticos o sospechosos de serlo, atravesando y estructurando la administración de justicia, hasta su médula, y en concreto militarizando la concepción de entes de investigación y de juzgamiento penal. No se hizo de la noche a la mañana, y no será fácil desmontar esos vectores.
También hay fuerzas de orden internacional cuyos factores o predominios pueden y deben ser deslegitimados y abandonados en aras de un proceso de paz coherente, como es todo lo que ha supuesto la esquizofrénica y perversa «lucha anti-terrorista global» desde septiembre de 2001, que tuvo influencia tardía en Colombia, pues acá ya se habían meneado mucho antes teorías del derecho penal de enemigo importadas de Europa, redobladas luego por la nefasta influencia de la «teoría del entorno», liderada y aplicada de manera siniestra por el señor Baltasar Garzón, de tan buen recibo en Colombia, incluso en obtusos ruedos de izquierda.
Vuelvo acá a la idea del re-establecimiento del delito político, para poder avanzar en el cierre del conflicto armado, hacia su terminación definitiva, a pactar entre dos partes, ninguna rendida, ninguna vencedora, y ninguna debiendo por lo tanto ser contraparte y al mismo tiempo juez de la otra, por ser contraria esa pretensión en ese horizonte de solución política en el que se está avanzando; dos partes que pueden, no obstante, habilitarse en tramos intermedios, como lo están en pie de igualdad en otros terrenos, con debate y participación social, para acordar los mecanismos políticos y jurídicos de solución en los temas de justicia o de «derecho de transición», sin que haya canje de impunidades, como las FARC-EP ha defendido que sea y el gobierno también lo proclama. Para apuntar de manera equilibrada y consensuada a esa verdadera masa crítica de carácter penal que quedaría respecto de la insurgencia, después de aplicarse para sus responsabilidades el dispositivo amplio del delito político.
Esa masa penal crítica siendo producto del conflicto armado (en la forma de eventuales crímenes de guerra, a discernir como responsabilidades ciertas según tipos de infracción o casuística a examen, así como por parámetros y proporciones de cada parte, no en las magnitudes deformadas en la propaganda o medios del Establecimiento como lo pregonan, sino con base en rigurosos registros y estadísticas), es también producto, ese gran acumulado de violaciones, de concepciones al margen del conflicto bélico y de la regulación que le era obligada mantener al Estado en desarrollo de la confrontación, o sea es resultado de una concepción de seguridad del status quo no sólo dirige contra la guerrilla sino intencionalmente por fuera del conflicto armado contra amplios sectores sociales y civiles (prácticas sistemáticas, masivas y planificadas de genocidio y crímenes de lesa humanidad).
Evocada la normativa y el espíritu del derecho de los conflictos armados, cada parte contendiente estaba obligada al control en la guerra, cada una desplegando su propia contención, regulación o juridicidad en niveles diferenciados. Frente a ese deber central que el DIH, entre otras normativas, consagra en términos imperativos de regulación o auto-regulación, se ha fallado de múltiples formas, ya en la prevención como en la sanción de esas violaciones. Y es por ello innegable una determinada masa de impunidad, es decir de hechos no sancionados. Impunidad que existe como tal, relativa a la insurgencia, no antes sino sólo después de un proceso u operación de decantación, de análisis y escisión.
Sería como una reacción física, que obliga a la decantación o separación de la masa penal crítica o más densa, relativa a eventuales crímenes de guerra; a que lo distinto no se pueda mezclar entre sí. Se puede y debe hacer con el vigor de diferenciación que refleja el delito político no cercenado, o sea el hecho múltiple o complejo de la rebelión, dirigida como fue y como es: el accionar de una parte contendiente en una guerra asimétrica e irregular, con cuya dirigencia político-militar se pacta ahora un proceso de paz.
Dicha decantación a partir de la reconfiguración del delito político, es un proceso en el que deben confirmarse al menos cuatro condiciones o realidades: a) que infracciones no conexas o no subsumibles en la rebelión, efectivamente hayan ocurrido, b) que eran o pueden ser sancionables actuando la propia juridicidad insurgente, c) que respecto de la insurgencia el Estado ha aplicado el peso de su «justicia» legal e ilegal (lo cual es evidente no sólo con las expresiones formales previstas sino con la realidad de persecución a través de medios criminales empleados: nadie puede decir que respeto a la guerrilla, el Estado colombiano ha consentido un no-castigo. Al contrario, el Estado se ha envilecido en su persecución a la insurgencia), y d) que se haya sedimentado esa masa una vez se haya aplicado la mayor conexidad o comprensión compleja del delito político: conexidad-complejidad que deben ser reconocidas mediante ley expresa que no se preste a ningún tipo de dudas o a interpretaciones oscilantes.
De tal modo que sólo exista predicamento de impunidad respecto de lo que abierta y claramente no quepa en ese panorama del delito político, es decir lo que quede manifiesta y excepcionalmente por fuera de la conexidad, o sea lo que se oponga a los fundamentos o valores humanistas de la rebelión y a los desarrollos lógicos de la guerra irregular, como pudiera ser un eventual caso de violencia sexual, por ejemplo, que no haya sido ni sancionado por la propia guerrilla con sus normas, ni por el aparato judicial o represivo de su enemigo, el Estado. Un caso así cumpliría los requisitos de probable selección en tanto verdaderamente criminal por injustificable. Esto significa que, siendo el conflicto armado el marco de referencia, al proceso de decantación que ofrece el delito político, debe integrarse el dispositivo del DIH, por los enunciados de conductas admisibles o no en razón de la contienda bélica. Más cuando ha sido reconocido oficialmente y de manera irreversible el conflicto armado (lo que implica aplicar sin cortapisa el DIH, con plenos efectos jurídicos complementarios al espectro del delito político).
Sólo una vez reconocido y aplicado el delito político en sus verdaderas y razonables posibilidades, sólo una vez puesta en marcha su reconfiguración, corregida la tendencia absurda de negar su amplia conexidad o complejidad, la realidad supérstite, lo que queda, el pozo de esa masa crítica penal impune, es lo que en derecho y éticamente debe o puede ser objeto de «reproche social». No al vaivén de encuestas de opinión que reflejan manipulaciones e histerias inducidas, sino reproche jurídico-político a partir de categorizaciones jurídicas ensambladas en el proceso de debate y de cambio social y político que supone la paz, conocida la verdad histórica del conflicto y sus responsabilidades estructurales.
Recompuesta la verdad del conflicto y restituido mediante ley y aplicación correspondiente el delito político, se recobran ambos ejes como potencia para la paz transformadora. Es algo que se adeuda, no como tal a la guerrilla, sino al país y de cara a su futuro, cuando lo que está en juego es un Acuerdo para una paz sostenible.
5. Quien bien ata, bien desata
Así reza un refrán. Equivale a decir también que todo asunto que se produce por lamentables causas, se disuelve por las mismas.
Este nudo jurídico que ahorcaría al proceso de paz, no lo puede desatar la sociedad, salvo las elites que por su enorme presión promovieron este pensamiento negacionista y represivo y se han beneficiado de él. No lo puede hacer en todo caso la guerrilla, que ha sido la destinataria o el objetivo primordial de este falseamiento. Debe hacerlo el cuerpo político en el Estado hoy, quienes son responsables nominales y rigen hoy mismo; quienes toman decisiones para el proceso de paz, es decir en primer lugar el Presidente, así como el Congreso y las Cortes, la Fiscalía también, es decir en lo que a cada institución corresponda, pues cada una en su parte ha contribuido a este armazón jurídico-político que es quizá uno de los mayores obstáculos para la paz.
Con lo cual, si bien es cierto que el Estado para resolver esto no puede ostentar la condición de juez de su adversario, hoy contraparte en la Mesa, sí tendrá que «ponerse» un vestido sobre otro: una mudada toga de juez encima de los uniformes civiles y militares de gobernante y de legislador, para cumplir con esa obligación sine qua non para la paz, que es dictaminar funcionalmente en favor del reconocimiento del delito político, con el sustento de la mayor absorción o conexidad posible de delitos y la aplicación de las medidas consecuentes, conforme a una ley clara expedida en este tiempo de construcción de pactos para alcanzar el Acuerdo final de paz.
Así como el Estado deberá escudar que durante un tiempo la propia insurgencia, sus estructura de mandos, conserve su uniforme guerrillero, sus atribuciones de disciplina o autoridad interna para ordenar con garantías los pasos que se inscriban en la posible dejación de armas (objetivo estratégico del Estado) y la llamada «reincorporación» a la vida civil, lo cual es claro no puede realizarse en desbandada, de la misma manera es admisible en la hipótesis de las obligaciones correlativas del Estado mientras esa «desmovilización militar» y transición se efectúa, que así como la guerrilla señala «estas son mis fuerzas que dejarán de actuar militarmente», exprese con derecho también: «éstos son mis combatientes y sobre ellos por hechos de la rebelión o conexos, debe cesar la persecución penal y ser cobijados por amnistías e indultos».
Si es considerado esto como ilusorio, la realidad nos lo acerca como evidencia, como algo básico o elemental. Por encima de la arquitectura jurídica está la política, pues el Derecho no es sino derivación en el arte de resolver problemas que plantea la convivencia colectiva.
¡Que está la tenaza de la Corte Penal Internacional! Sí, está la CPI, y aunque hay fórmulas diversas, congruentes, novedosas, progresivas y serias, para encajar el espíritu de lucha contra la impunidad de crímenes internacionales, que se supone fue lo que animó su creación, por lo mismo, por esa razón, la rebelión está del todo sustraída de ese apremio jurídico-político altamente manipulado al invocarse la CPI, pues no es un crimen internacional rebelarse, ni tampoco lo es la guerra irregular o los modelos de guerra de guerrillas. Al contrario, la rebelión es un derecho en la cúspide del derecho internacional, así sea por vía de enunciados especiales de protección, pues la resistencia contra la injusticia ha sido consagrada como valor y obligación de la humanidad, fruto de humanismos de confluencia universal.
Si hay algo que deba estar prioritariamente a examen de una instancia como la CPI, es lo que salta a la vista como políticas de crímenes de lesa humanidad y de comprobados mecanismos de impunidad institucional de violaciones masivas, planificadas, intencionadas y sistemáticas.
Por lo mismo, concretando lo que habría que hacerse con urgencia en Colombia, deben examinarse críticamente nociones y estrategias penales de doble faz que discurren sobre una «justicia transicional» sin transición, sin básica transformación democrática, encaminada esa «justicia de excepción» por un lado a reforzar dicha impunidad histórica de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado, en momentos en que éste anuncia flexibilidad para un proceso de paz; y de otro lado orientada a continuar negando o restringiendo el delito político armonizándose los órganos del poder público y los medios del Establecimiento para desvirtuar de tajo la rebelión aunque al final para algunos de sus autores admitan algunos beneficios penales.
Con esa política, no alterada hasta ahora, se arrasa con las conexidades obvias y se usan categorías que catalogan erróneamente el alzamiento, a efectos de investigación y juzgamiento, asimilándolo o interviniéndolo falazmente con los cánones de ser una «empresa» u «organización criminal», un «aparato organizado de poder» o ente ejecutor de «crímenes de sistema», empleando a su vez elementos sobre la autoría mediata, impropia u otras líneas teóricas para adulterar su carácter, con ejercicios de responsabilidad objetiva que apuntan tendenciosamente a los «máximos responsables» (o sea a las comandancias de las FARC-EP y del ELN), pero no del mismo modo a la cadena de mando o jerarquía del Estado o a las estructuras de poder constituidas.
Mediante la llamada verdad contextualizada o contextuada, que era una reivindicación de las teorías críticas del derecho y del pensamiento de la izquierda (y que sigue siendo como memoria-verdad histórica una reclamación de la insurgencia en la que produce y producirá su narrativa), y a través de otras justificaciones de una dogmática que sólo pueden aplicarse política, jurídica y técnicamente para otras realidades de contenido penal, se busca por el Estado juzgar no ya el fin altruista y el objetivo figurado de la rebelión en tanto ataque a un sistema de poder, ni los medios concretos a los que acudió en razón de la lucha irregular, sino sustituyendo sus términos políticos por los de una imputación selectiva que garantice al Estado el traslado de las condiciones y coordenadas del dominio militar al campo de la justicia penal, y por lo tanto la victoria estratégica sobre los alzados en armas sobre quienes se produciría simbólicamente el derecho de imponer penas por su delito de lesa majestad. No había derecho a rebelarse y la sanción penal tras 50 o 200 años lo confirma.
Todo esto hace parte de un debate sustancial que ya comenzó, pero en condiciones de nuevo asimétricas, dado que no encara el Estado públicamente esas cuestiones jurídico-políticas amplias que implican superposiciones casuísticas que pueden y deben revolverse, mucho más si de ellas depende el Acuerdo de paz. La forma en que cursan las investigaciones organizadas contra las FARC-EP y el ELN, impulsadas actualmente por la Fiscalía, de un lado, y el refuerzo a la justicia penal militar para absolver sistemáticamente, del otro lado, comprueban esa retorcida dirección contrainsurgente.
Lo que no puede ser, en mi opinión, es tratar como contraparte en la Mesa a la guerrilla, en las condiciones de igualdad que están claras en el Acuerdo de agosto de 2012, de un proceso que se instaló justo ahora hace dos años (18 de octubre de 2012) y pedírsele luego, como duplicado de la pretendida correlación de fuerzas en lo militar, que jurídicamente se rinda, que se entregue; que colabore o aplique con un modelo de sometimiento y delación, en un esquema para auto-incriminarse y obtener por ello beneficios que le ponen en entredicho; que confiese crímenes internacionales sistemáticos; que se reconozca como actor victimizante o victimario en detrimento de su condición rebelde, o que acepte sin discusión alguna hechos que no son en sí mismos infracciones el derecho de los conflictos armados.
El Estado ha tomado presuntamente un camino de recuperación limitada del delito político a través de la reforma constitucional de 2012 conocida como Marco Jurídico para la Paz, rechazado por la insurgencia por diferentes razones. Lo hizo así el Estado bajo el Gobierno Santos, porque efectivamente necesitaba ampliar perspectivas una vez reconoció el conflicto armado y se predispuso para la Mesa de diálogos, siendo legítimo habilitar mecanismos de derecho transicional en función de un proceso de paz. El problema es que erró de nuevo y ese camino lo ha sembrado de grandes brechas, tratando de desfilar también por ahí con contenidos y propósitos de sometimiento político e ideológico del adversario, dilatando el cierre del conflicto, al no ampliar la conexidad real que adeuda en el retorno y recuperación de la inteligibilidad de los actos de rebelión, para proceder a sus beneficios últimos como la amnistía más general posible o los indultos.
Es decir, concluye otra vez el poder instituido que el conflicto es ante todo de legitimidad formal, rechazando el origen y la representación de la rebelión compleja desde su nacimiento hasta la actualidad, y por lo tanto dictaminando que la coerción oficial que incluye la amenaza o el chantaje jurídico debe continuar sin ninguna tregua hacia su enemigo político armado. Por ello traspone éste en el lugar del reo vencido, en un sistema judicial de «transición» al que la guerrilla debe comparecer, donde sustancia el statu quo una discutible masa por delitos internacionales, impulsando aceleradamente procesos contra comandantes insurgentes, contra los llamados máximos responsables, para significar con ello en la Mesa que ha ganado la prolongada contienda contra la subversión y que cualquier beneficio eventual debe aplicarse no sólo a condición de la desmovilización sino de otros requerimientos: materiales como ir a la cárcel, o de efectos en la memoria histórica y en el imaginario social, como aceptar cabizbajos dicho destino sin atreverse a cuestionar la autoridad del Estado-parte-juez-vencedor. Esa condicionalidad se representa entonces como victoria, como triunfo en el que es indisoluble lo militar de lo político y de lo jurídico. Es un solo resultado.
Una última observación: se dice, por eruditos o por neófitos, más ahora con la moda de la «justicia transicional», que la paz debe producirse con algo o mucho de impunidad (valor opuesto a la justicia), y enseguida embuten el pensamiento de que por ello, debe haber amnistía o indulto por delitos políticos. No. Cuando se reconoce el delito político y su conexidad, y se les conceden los beneficios que correspondan a sus autores, no se está incurriendo en impunidad. Se está haciendo justicia. Se está cumpliendo con una obligación elemental a la que ha dado pie no sólo la pasada política estatal, sino el objetivo central que hoy le trasciende: acabar el conflicto armado y construir una paz digna. Por eso el delito político hacia amplias amnistías e indultos, es en conjunto una bandera de coherencia que el movimiento social y político alternativo debe asumir para la paz transformadora.
(*) Carlos Alberto Ruiz Socha, abogado colombiano, Doctor en Derecho.
VER TAMBIÉN:
–«La historia como campo de batalla» (Rebelión, 17 de septiembre de 2014)
–«Reflexiones primarias» (Rebelión, 8 de septiembre de 2014)
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