Hace algún tiempo le escuché decir a alguien que eran tantos, tan variados y tan crueles los cotidianos actos de violencia en Colombia, que ya en cualquier parte del mundo al país se le asociaba con toda naturalidad a la palabra violencia (más que a los términos de guerra o conflicto) y remataba aquel alarmado […]
Hace algún tiempo le escuché decir a alguien que eran tantos, tan variados y tan crueles los cotidianos actos de violencia en Colombia, que ya en cualquier parte del mundo al país se le asociaba con toda naturalidad a la palabra violencia (más que a los términos de guerra o conflicto) y remataba aquel alarmado analista diciendo: «Hablar de la violencia colombiana va convirtiéndose cada vez más en una especie de pleonasmo morboso».
Como vemos, ya Colombia, entonces, no es café, orquídeas y esmeraldas, y atrás quedaron el idioma castellano mejor tratado y las hermosas mujeres. Ahora Colombia, viviendo probablemente su periodo más sangriento y corrupto de toda su historia, no es otra cosa -en la idea que las gentes de cualquier parte del mundo pueden hacerse de ella- que violencia o, «la violenta Colombia». Y por ello, no pudiendo dejar de lado esta violencia como una contundente y cotidiana realidad entronizada, quisiera esbozar dos fenómenos específicos derivados suyos, ambos profundamente perturbadores y escabrosos.
De un lado, los desplazamientos de la población campesina que ya sobrepasan la cifra de los 4 millones de personas en este gobierno de la «Seguridad Democrática» del Presidente Uribe, y por el otro, las absurdas extradiciones -más de mil durante este tremebundo régimen -, también desplazamientos forzados, aunque éstos, allende las fronteras y más directamente responsabilidad de los gobiernos de turno. Desplazamientos ambos, en todo caso, que avergüenzan nuestra dignidad nacional y ponen en entredicho nuestra condición de nación civilizada en tanto que son provocados o permitidos por el Estado.
En primer lugar, en el origen de los desplazamientos campesinos, las autoridades, engañándonos y engañándose ellas mismas con propósitos proclives, han resuelto reducir su causa como la consecuencia de una simple arremetida del terrorismo contra las instituciones, y por añadidura negándole el carácter político a la subversión, sin darse cuenta que con ello debilitan los argumentos del Estado -que ellos representan- en su defensa.
Y aunque probablemente consigan en su lucha contra la insurgencia un considerable respaldo internacional en esta era de la globalización capitalista -incluidas las 7 Bases Militares gringas que como bien dice Fidel Castro, tras pulverizar nuestra soberanía, terminaron anexando a Colombia al Imperio-, es cierto también que con las nuevas tácticas implementadas por las mentes delirantes del uribismo que nos gobierna -bombardeos indiscriminados, «falsos positivos», recompensas inmorales, permisividad frente a la violación de los derechos humanos, corrupción generalizada, toda clase de anomalías y atropellos jurídicos en la consecución del Referendo Reeleccionista, persecución, calumnias y espionaje a la Corte Suprema de Justicia, politiquería rampante y parapolítica pestilente, ¡y qué etcétera sin fin!- nos están conduciendo a una terrible y degradante deshumanización de la guerra y de la vida civil en medio del conflicto, y a los fatales caminos de un ya perceptible terrorismo de Estado y de una dictadura disfrazada que quiere a toda costa un tercer mandato.
Ahora bien, si los miles de muertos, secuestrados y desaparecidos duelen, ellos ya cruelmente reducidos a la nada o a la desesperanza total, cuánto no nos deben doler estos ya millones de colombianos entrados en el «juego» de un flujo migratorio inconcebible, deambulando por la geografía patria con el fardo de la humillación a cuestas, sin futuro ni amparo, estigmatizados, y con el hambre y el desprecio y la suspicacia derrumbándoles sus ya exiguas humanidades.
Y en cuanto a las extradiciones, vaya si habría que añadirles a las víctimas de este esperpento jurídico, desterradas, desarraigadas e impotentes -igual que los desplazados-, el hecho de que deban verse constreñidos a confinarse en tierras ignotas y ajenas, pagando sus delitos en idiomas foráneos, legislaciones insólitas, culturas raras o extravagantes, o en todo caso ¡tan distintas! Y sin el calor y el respaldo de su familia. Y ahora, para completar, con abogados de oficio porque los suyos confiables no pueden derivar sus honorarios de dineros «sospechosos».
Algún día la historia registrará, condenando, la alegría majadera de los que hoy celebran con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez las mil y más extradiciones de colombianos autorizadas por él. Y nos explicará, deberá hacerlo y lo hará sin duda, por qué el Estado colombiano fue incapaz de proveerse una leyes que hiciesen justicia en su propia casa y crease una organización social que evitara la violencia, aplicase la igualdad y proporcionara los medios culturales y materiales para evitar los desplazamientos de la población campesina.