¿Qué nos espera después de la pandemia? ¿Autoritarismos de derecha o de izquierda, como suponen algunos ideólogos? ¿La naturaleza humana, ante la profundización de la crisis, hará necesario esos tipos de gobiernos? Análisis de la naturaleza del sistema capitalista en su fase actual neoliberal. Camino indispensable de lucha para los sectores populares para elevar la democracia, desarrollando la democracia participativa, superadora de las limitaciones de la democracia representativa. Por ello, los trabajadores y demás sectores populares deben acentuar la disputa por la gestión y sus objetivos en todos los niveles.
La pandemia en la fase neoliberal del capitalismo
El COVID 19 puso en evidencia y profundizó los graves problemas que venía acumulando el capitalismo contemporáneo mundial, en su fase neoliberal, consistente en la oligopolización globalizada de la economía, cuya principal forma de captación del beneficio económico es la especulación financiera parasitaria, lo cual genera burbujas en los mercados financieros que, cuando estallan, hunden a la economía en graves crisis, que pagan siempre los sectores populares incluidos los pequeños y medianos empresarios.
De hecho, ya antes de la pandemia muchos economistas venían advirtiendo que se estaba generando una burbuja financiera, generada por la especulación, cuya explosión se preveía de consecuencias aún peores que la que originó la gran crisis financiera global de 2008/9 iniciada en EEUU. La pandemia no hizo más que agravar la situación.
El filósofo polaco Adam Shaff, en su libro “Mi Siglo XXI”, publicado en 1993, sintetizó la acumulación de problemas del capitalismo neoliberal y los principales riesgos que genera para la humanidad, haciendo el parangón con la mención bíblica a “Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”, que para él serían: El riesgo de una guerra nuclear; La catástrofe ecológica; La explosión demográfica; Y el desempleo y precarización del trabajo producidos por la acelerada incorporación de la automatización de los procesos económicos. Claro que se podrían agregar otros temas de gran importancia, generados en las últimas décadas por las políticas neoliberales, como el deterioro de los sistemas públicos de salud, educación y asistencia social, la hegemonía de los sectores oligopólicos en los medios de comunicación y en el poder judicial y otras miserias.
El liberalismo económico preconizado en los siglos XVIII y XIX, se basaba en la total libertad de “los mercados”, donde la libre compra/venta de mercancías y servicios, con cada individuo velando por sus propios intereses, produciría como promedio una regulación económica que permitiría que los empresarios inversores, los terratenientes y los trabajadores recibieran justas remuneraciones en forma de ganancias, renta de la tierra y salarios, respectivamente. Es la famosa “mano invisible” de la que hablaba Adam Smith, considerado el padre del liberalismo económico, pero que elucubró sus teorías en el siglo XVIII, cuando suponía, por un lado, la existencia de una multitud de empresas en cada rama de la economía, lo que aseguraría “libre competencia” y, por otro lado, que la compra/venta de la “fuerza de trabajo” de los trabajadores se haría en total libertad individual de negociación entre estos y los empresarios. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, otros economistas, denominados “marginalistas”, entre los que se destacó Alfred Marshall, realizaron otros aportes a la teoría económica liberal, pero siempre sobre la base de la irrestricta libertad de “los mercados”, el famoso “laissez faire”.
Pero resulta que el desarrollo del sistema llevó a que, en el empresariado, los peces gordos se comieran a los más chicos, hasta llegar a la situación actual de creciente oligopolización globalizada y generalizada en el mundo capitalista. Por otro lado, la negociación del precio (salario) de la “fuerza de trabajo”, gracias a las luchas de los trabajadores pasó gradualmente a definirse en negociaciones entre sindicatos y cámaras empresarias, incluyendo diversos grados de participación estatal en las mismas. A esto se agregó el muy importante hecho del desarrollo del capital accionario de las empresas, que separó la propiedad de la gestión de las mismas, con lo cual los propietarios accionistas realizan sus inversiones basándose en sus especulaciones sobre el movimiento de los valores en las bolsas bursátiles, en lugar de en el análisis del funcionamiento de las empresas y sus posibilidades económicas a mediano y largo plazo, estableciéndose así las bases para la especulación financiera. Es decir que ya no existen ni remotamente las condiciones en la economía en las que se basó Adam Smith para sus propuestas de liberalismo económico.
Otro asunto de esencial importancia es que la acelerada incorporación de la automatización en el funcionamiento de las empresas tiende a reemplazar la mano y el cerebro de la “fuerza de trabajo”, lo cual además de generar tendencia a la desocupación y deterioro en la seguridad del empleo, desarrolla una contradicción fundamental en el capitalismo, ya que, si por un lado, la generación de valor, y con ello de ganancia empresaria, es producto de la explotación de la “fuerza de trabajo”, por otro lado, su reducción relativa respecto del capital invertido hace que el crecimiento de la masa de ganancia tienda a ser inferior al crecimiento del capital invertido, con lo cual hay “tendencia a la caída de la tasa de ganancia”, lo cual constituye un problema esencial en el sistema capitalista.
Y aquí es donde entra la teoría económica denominada “neoliberal”, vinculada esencialmente al interés oligopólico, porque preconiza la “libertad irrestricta del mercado”, o sea de toda la actividad económica, propia de las épocas de relativa “libre competencia” en que escribieron los economistas liberales, pero para aplicarla en esta época de oligopolización de la economía, donde lo que escasea crecientemente es precisamente la “libre competencia”. Principalmente se preconiza la no intervención del Estado (excepto en favor de los oligopolios), la desregulación de la economía (por ejemplo en la protección del medio ambiente) y que los trabajadores no negocien más sus salarios y condiciones de trabajo mediante convenios colectivos, sino que lo hagan individualmente en cada empresa. La razón de todo esto es, entre otras cosas, permitir a los oligopolios limitar costos, aumentar sistemáticamente sus precios por encima del crecimiento de sus costos aprovechando la creciente falta de competencia, aumentar la explotación de la fuerza de trabajo y, asunto muy importante, impulsar políticas gubernamentales que permitan la especulación financiera, lo cual ha pasado a ser la principal fuente de beneficios de los oligopolios. Todo esto para enfrentar así el problema crónico antes mencionado de la “tendencia a la caída de la tasa de ganancia”.
¿Sobrevendrán autoritarismos de derecha y de izquierda?
Son muchos los pensadores que vienen teorizando sobre que este estado de cosas en el capitalismo actual, en su fase neoliberal, está siendo profundamente estremecido por la pandemia del coronavirus. Algunos piensan que el ahondamiento de la crisis producido por la pandemia generará una situación que objetivamente impulsará el auge de sistemas de tendencia autoritaria, de derecha y de izquierda. Uno de los más conocidos, en el amplio espacio de la izquierda, el eslovaco Slavoj Zizek, en su reciente folleto “Pandemia” prevé que la disputa política será entre dos grandes opciones: Por un lado “privatización/barbarie” y por otro lado “colectivismo/civilización”, considerando además que por objetiva necesidad esta última podría incluso asumir formas de lo que “en la Unión Soviética en 1918 se llamó ‘comunismo de guerra’”.
La tendencia a que haya gobiernos de derecha autoritarios, chovinistas, incluso con características neofascistas, ya la estábamos viendo antes de la pandemia en EEUU, Brasil y varios países de Europa. Hay efectivamente serio riesgo de que en la pospandemia se agrave esa tendencia.
Pero, en cuanto al amplio sector progresista y de izquierda en el mundo, podemos preguntarnos si es inevitable que quienes están ya en el gobierno y aquellos que logren llegar, necesariamente se verían objetivamente impulsados a formas de gobierno autoritarias, o incluso dictatoriales.
Es cierto que no han faltado pensadores, reconocidos como importantes, cuyo análisis de la sociedad los ha llevado a conclusiones susceptibles de nutrir las ideas de la posibilidad o incluso la necesidad del autoritarismo. Podemos dar algunos ejemplos.
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche, en su libro “Así Hablaba Zaratustra”, publicado en 1883, planteaba la loable idea del “superhombre” como ideal a conseguir mediante la permanente superación moral, intelectual y física, y en tal sentido admiraba a los ideólogos europeos del período del “iluminismo” del siglo XVIII, el “siglo de las luces”, o a grandes músicos como Richard Wagner. Pero ese humanismo se torna muy oscuro en su pensamiento cuando considera que no vale la pena invertir esfuerzos en elevar el nivel educacional y cultural de la masa popular, porque no se conseguiría nada positivo en ello, a lo que agregaba conceptos de superioridad racial de los pueblos germánicos. Ideas de las que lamentablemente se sirvió y mucho la criminal barbarie autoritaria y criminal nazi.
Más contemporáneamente, el filósofo y crítico literario francés George Steiner, en su libro “En el Castillo de Barba Azul”, publicado en 1971, plantea su decepción de constatar que la elevación educacional y cultural de la sociedad no evitó que se instalaran autoritarismos como el nazi, el fascista o el stalinista, incluso en regímenes políticos tan diferentes.
La visión de Steiner, en cierta manera, también la tuvo la filósofa alemana Hannah Arendt, nacionalizada estadounidense, que en su libro “Eichmann en Jerusalén”, publicado en 1963, tras analizar la vida de varios jerarcas nazis, llega a la amarga conclusión de que muchos de ellos fueron buenos padres y madres de familia, buenos vecinos, personas a veces muy cultas, y sin embargo participaron activamente de la barbarie nazi, lo que la llevó a hablar de la “banalidad del mal”.
Podemos entonces preguntarnos si el ser humano tiene características naturales que hacen que el mal en él sea banal. Para aclarar este fundamental asunto lo lógico sería recurrir a quienes han estudiado la sociedad en sus formas originarias o primitivas, cuando no existía la propiedad privada de los medios de producción y distribución de los bienes y servicios que consumen los humanos y que, por lo tanto, no existía la separación de la sociedad en clases sociales explotadoras y explotadas y su consiguiente institucionalidad que reasegura ese estado de cosas.
Uno de los precursores de los estudios de las denominadas “comunidades primitivas” fue el famoso antropólogo norteamericano Lewis Henry Morgan, quién en su libro “La sociedad primitiva”, publicado en 1881, argumentaba que “en algunos aspectos los pueblos primitivos eran superiores a los civilizados, por sus formas colectivas de propiedad, su hermandad, sentido de comunidad y cooperación y concluía que podría existir en el futuro de la humanidad un nivel de civilización más alto, al restablecerse la propiedad colectiva de los recursos fundamentales” (1).
Es muy interesante también leer lo que Cristóbal Colón dijo de los habitantes que encontró cuando llegó a América, que vivían en una comunidad de tipo primitivo: «Son tan ingenuos y generosos con sus posesiones que nadie que no les hubiera visto se lo creería. Cuando se pide algo que tienen, nunca se niegan a darlo. Al contrario, se ofrecen a compartirlo con cualquiera… », agregando que “no llevan armas, ni las conocen” y que mostraban « la misma inocencia que los animales » (2)
Resulta entonces que el homo sapiens no es malo por naturaleza, sino que puede serlo por la naturaleza de las relaciones económico-sociales donde le toca vivir.
La objetiva necesidad del desarrollo democrático
Para el marxismo, las organizaciones socio-económicas basadas en diversas formas de propiedad privada (que sucedieron a las comunidades primitivas o “comunismo primitivo”), a saber, “de tipo asiático”, “esclavismo”, “feudalismo” y “capitalismo”, constituyen un pasaje histórico hacia una forma superior de “comunismo”, basado en la propiedad común de los medios de producción y distribución de bienes y servicios y la autogestión en común de los mismos por el conjunto de la sociedad.
Carlos Marx consideraba que los sistemas económico-sociales desarrollan las “fuerzas productivas” hasta que las mismas entran en contradicción con las “relaciones de producción” del sistema y generan las condiciones objetivas para su reemplazo por un sistema económico-social superador. En particular consideraba que el capitalismo tenía la misión histórica de provocar un extraordinario desarrollo de la “fuerzas productivas”, hasta llegar a una monopolización de la propiedad mundial en un puñado de personas y a una automatización tal del proceso económico que solo requeriría para su funcionamiento del empleo de una ínfima parte de la “fuerza de trabajo” humana disponible. Se habrían entonces generado hasta el límite las condiciones objetivas para que la propiedad de “los medios de producción” pasara a manos del conjunto de la sociedad y fuera autogestionada por la misma.
Poco y nada tienen que ver con esto los sistemas estatistas denominados “socialistas”, instaurados por diversos procesos revolucionarios, porque se produjeron en países muy atrasados en lo económico y social y, asunto muy importante, sin tradiciones democráticas. Las extremas condiciones concretas, locales e internacionales, en que se desarrollaron esos procesos, llevaron al gran historiador británico marxista Eric Hobsbawm, en su notable libro “Historia del Siglo XX” publicado en 1994, por un lado a criticar rigurosamente las características autoritarias de esas experiencias históricas socialistas, y por otro lado a preguntarse si, dadas las extremas condiciones desfavorables en que se produjeron, podrían realmente haber hecho algo muy diferente. Esas experiencias instauraron sistemas sociales cualitativamente superiores al capitalismo, pero no una democracia política superadora, sino, en general, sistemas políticos autoritarios.
Pero, volviendo a la noción de comunismo de Marx, para llegar a la autogestión del conjunto de la economía por la sociedad, se requiere de un largo proceso previo de práctica social, en el propio capitalismo, utilizando cada vez más sofisticados medios tecnológicos y metodológicos de gestión, constituyendo así células componentes de la sociedad poscapitalista superadora.
El proceso de aprendizaje necesario para llegar alguna vez a un sistema de autogestión social generalizada, no podría hacerse sino mediante el desarrollo de la democracia en el propio capitalismo, pasando de las formas representativas y delegatarias actuales a formas participativas y directas, hasta que, por diversas vías, el poder real bascule esencialmente en favor de los trabajadores y demás clases populares. Este largo proceso de la democracia participativa está en pleno desarrollo, tanto en lo propositivo-teórico como en la praxis.
En efecto, en el seno de las células del capitalismo, las empresas, se han desarrollado métodos de gestión participativa del conjunto de sus empleados: por ejemplo participación de los mismos en los directorios; los “círculos de calidad” iniciados en la industria automotriz japonesa, aprovechando así la potencia superior del pensamiento colectivo sobre el individual; y otras formas participativas. Mientras que a nivel del conjunto del sistema capitalista se han desarrollado formas participativas en la gestión y control de la misma a nivel gubernamental y estatal: por ejemplo mediante diversas vías de participación de organizaciones sindicales y sociales de todo tipo, incluyendo la delegación a las mismas de la ejecución de proyectos gubernamentales; el control de precios y de stocks por los trabajadores en las empresas en que trabajan; el control de precios en comercios por organizaciones sociales, por ejemplo de defensa del consumidor; y otras formas participativas. A su vez, las nuevas tecnologías de la comunicación favorecen la comunicación y formas de participación de las personas en espacios virtuales.
Por otro lado, la lucha de los sectores populares por disputar la gestión con la clase capitalista, implica disputar los fundamentos de la gestión, para reemplazar los objetivos actuales basados en la obtención de la sola rentabilidad financiera por otros basados en la eficiencia social.
La lucha por democratizar la gestión, desarrollando democracia participativa en un sistema de coexistencia y lucha con la democracia representativa, forma cada vez más parte esencial de la lucha de la clase trabajadora y demás sectores populares por sus reivindicaciones. Es el camino para enfrentar el peligro de “Los cuatro Jinetes del Apocalipsis”, antes citado, y construir las células constitutivas de una sociedad poscapitalista superadora, cualquiera sea el nombre que queramos darle, sin autoritarismo sino con un nivel cualitativamente superior de democracia.
*Carlos Mendoza, ingeniero, escritor, especializado en temas políticos y de economía política, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11.