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Diálogo y guerra por la paz en Colombia (I)

Fuentes: Rebelión

Cuando una guerrilla como las FARC se sienta a dialogar sobre las posibilidades de paz frente a frente con el gobierno de Colombia, además de enviar una señal de búsqueda de una solución negociada del conflicto, indica cual es su lectura del estado en que se encuentra la guerra. El mismo criterio aplica para el […]


Cuando una guerrilla como las FARC se sienta a dialogar sobre las posibilidades de paz frente a frente con el gobierno de Colombia, además de enviar una señal de búsqueda de una solución negociada del conflicto, indica cual es su lectura del estado en que se encuentra la guerra.

El mismo criterio aplica para el gobierno de Colombia. Sentarse con la guerrilla implica un elemental nivel de reconocimiento de la beligerancia político/militar del adversario y una disposición a buscar soluciones políticas de consenso. Esto sólo es posible si el Estado se siente lo suficientemente seguro y consolidado -en lo político y lo militar- como para intentarlo.

El ideal para iniciar un diálogo de paz es un equilibrio de fuerzas, es decir que ambos contrincantes hayan llegado a la convicción de que no podrán vencer por las armas al adversario. En este caso concreto, que el Estado colombiano esté convencido que no podrá derrotar a las FARC por la vía militar y que a su vez la guerrilla constate que no podrá derrocar al gobierno por medio de la guerra. No obstante es muy temprano para asegurar que esa noción de equilibrio está presente en la actual mesa de negociación, a la que se asoman cautos los negociadores.

Por el contrario, hay indicios claros de que aún es mucha la beligerancia entre ambos bandos. Esa constatación sin embargo puede ser interpretada como un elemento alentador. Si las fuerzas están combatiendo y, a pesar de ello, se sientan a dialogar sin ni siquiera decretar un alto al fuego, es que guardan una razonable esperanza de lograr en La Habana una ruta hacia la paz.

El «Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera» firmado y divulgado por los delegados plenipotenciarios del Estado colombiano y las FARC-EP contiene las bases necesarias para ello y merece ser respaldado.

A favor y en contra

En estas pláticas, la disyuntiva no es estar a favor del gobierno colombiano o a favor de la guerrilla, la opción es estar por la paz y la dignidad del pueblo colombiano.

Sin embargo, la sola idea de una resolución pacífica del conflicto armado en Colombia desencadena una cascada de reacciones que parten del supuesto de que «por fin las FARC han entendido» la realidad de Colombia. Desde la contraparte también hay voces que consideran que es el Estado colombiano el que ya terminó por entender la insostenible dimensión que adquirió el conflicto.

Detrás del gobierno colombiano están los partidos políticos tradicionales (la oligarquía de liberales y conservadores), la alta oficialidad de las Fuerzas Armadas (incluyendo los que están en retiro o en la cárcel), la jerarquía eclesiástica y empresarios de todo tipo (incluyendo desde luego a los dueños de los medios de comunicación).

A la inmensa mayoría de los representantes del Establishment (1) les resulta inaceptable que el gobierno de Santos acepte un proceso de negociación: Sus posturas son reclamar del Presidente y las FFAA una derrota militar de las FARC o, en el peor de los casos, que la guerrilla deponga las armas y renuncie a sus objetivos. El mercado negro de armas y de drogas son otros de los adversarios de la paz, por razones más que obvias.

Más reacios aún a la resolución pacífica del conflicto son la Administración estadounidense y la industria bélica. Ambos beneficiarios de una guerra que se prolonga por más de cinco décadas. Los beneficios del complejo militar-industrial norteamericano son obvios y no necesitan mayor explicación. Cálculos conservadores elevan la ayuda militar de Estados Unidos sobre los siete mil millones de dólares en el marco del llamado Plan Colombia

A favor de una resolución pacífica del conflicto están los colombianos de abajo, los que pagan con sus vidas y las de sus familias la agonía permanente de una nación. Junto a ellos se suman los pueblos de todo el Continente y aquellos que reconocen en la paz y la democracia las fuentes del desarrollo de los pueblos.

Definición del conflicto

Los sectores colombianos más reacios al diálogo político se resisten a calificar el conflicto colombiano como guerra civil porque implícitamente se le otorga estatus político a los actores del conflicto.

La manera en que cada actor entiende el carácter del conflicto, es muy importante. De allí que la discusión de si se trata o no de una guerra civil es decisiva. El conflicto armado colombiano debe considerarse como una guerra civil. Y no se trata de la cantidad de bajas que produce cada año (que se aproxima a las 3,500) sino principalmente porque aun cuando los actores de la contienda utilizan el factor militar como medio, sus objetivos son esencialmente sociales y políticos.

El desafío más importante que tienen los negociadores por la paz es llegar a un acuerdo mínimo del tipo sociedad que esperan construir y los pasos que se darán para lograr que los contendientes acepten un ordenamiento básico que todos respeten.

Probablemente la finalización del conflicto requerirá un momento de protocolo o formalización de acuerdos, otro momento de institucionalización y reincorporación ciudadana de los combatientes y de los derechos políticos y militares que se le reconocerán en una progresiva desmovilización.

El Estado es el poseedor de la hegemonía y en la negociación luchará para incorporar a guerrilleros y sus bases sociales de apoyo a una sociedad en la que ejerce el poder y conserva el monopolio de la fuerza. La guerrilla negociará una salida que no implique una capitulación, que es una forma de derrota militar, y que propicie el reconocimiento de diversas excepciones ciudadanas de orden transitorio que los protejan y garanticen su supervivencia. Las experiencias históricas de desmovilización en Colombia, que terminaron en masacres y asesinatos selectivos de dirigentes, justifican ampliamente esas medidas de protección.

Estamos hablando de más de medio siglo de guerra en el que se han combinado de diversas maneras las milicias campesinas, la guerrilla, la acción militar del Estado, las intervenciones extranjeras y el narcotráfico. En los muchos capítulos de esta historia hubo procesos de negociación, unos más exitosos que otros, con grupos desmovilizados que corrieron distinta suerte, pero donde lo más oprobioso fue que muchos de sus miembros fueron asesinados después de la desmovilización.

¿Por qué es tan difícil alcanzar la paz?

Parece ser que hasta aquí las negociaciones de paz no han alcanzado a madurar porque las partes, más que echar las bases de un proceso pacificador, se sientan a la mesa de las negociaciones buscando medir lo que el adversario piensa, evaluar lo que demanda y hasta donde está dispuesto a ceder o a aceptar. Eso hace de las pláticas de paz un ejercicio táctico más que una acción estratégica. De allí sus debilidades.

Ahora bien, eso no es necesariamente una perversión; es una forma natural de contacto entre dos actores que se han enfrentado por décadas y que tantean un diálogo donde se mezclan vagas ofertas de paz con medición de las debilidades del adversario.

Negociar ideales de justicia social y democracia participativa en un mundo globalizado y reivindicar la soberanía nacional en medio de un orden internacional hegemónico, no son cosas fáciles. Entre otras cosas, esa ruta de negociación implica que en las filas del gobierno colombiano se conciba una opción alternativa a la de infligir la derrota militar al enemigo revolucionario y sea compatible con otras agrupaciones armadas colombianas de diverso signo.

Por el momento, el gobierno colombiano no sólo considera a las FARC como narco-terrorista, sino que además ha logrado que otros países y organizaciones internacionales compartan ese adjetivo descalificador. Parte de la contribución de la comunidad internacional al camino de la paz en Colombia es reflexionar si es apropiado seguir insistiendo en ese tipo de definiciones, que en lugar de facilitar el entendimiento acentúan la contradicción.

A su vez, la guerrilla fariana no ha olvidado ni da señales de claudicar sobre las causas que dieron origen al conflicto y los objetivos políticos, económicos y sociales que sustentan el recurso de las armas. La apertura del campo internacional a respaldar un proyecto con viabilidad material y política sería una gran contribución a la paz de Colombia y a la de toda América Latina.

Insistimos en ambos puntos porque hasta el momento las reacciones internacionales son más bien frías y no demuestran el entusiasmo y compromiso que desataron, por ejemplo, la oposición Libia contra Gadaffi o la actual oposición siria. Un llamado a valorar lo que la paz y la democracia significan para el continente latinoamericano no estaría demás. Con la creciente mundialización de la política ningún lucha nacional, ningún movimiento social interno, es ajeno al contexto internacional.

Conclusiones iniciales

Es posible que el gobierno colombiano y las FARC puedan resistir todavía a la prolongación de la guerra civil. Pero el eje de una negociación por la paz descansa (debería descansar) en que para el pueblo colombiano la contienda ya resulta insostenible. Por esta sola razón, y por las reivindicaciones democráticas y de Derechos Humanos que ambas partes esgrimen, las negociaciones de paz se han convertido en un imperativo moral.

No se tratará entonces de ganar la guerra, sino de ganar la paz, que resulta tanto o más difícil que el conflicto mismo. 

NOTAS:

(1) Entendiendo el Establishement como la élite económica e intelectual de una sociedad que pone por encima de sus intereses específicos su rechazo a un cambio social que les arrebate sus privilegios.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.