En el año 1964, cuando se fundaron las FARC, Dilma Rousseff tenía 17 años, Juan Manuel Santos tenía 13 años, Hugo Chávez tenía 10 años de edad y Rafael Correa sólo tenía un año de vida. El dato cronológico está destinado a subrayar la antigüedad de la guerra civil que vive Colombia y cómo los […]
En el año 1964, cuando se fundaron las FARC, Dilma Rousseff tenía 17 años, Juan Manuel Santos tenía 13 años, Hugo Chávez tenía 10 años de edad y Rafael Correa sólo tenía un año de vida. El dato cronológico está destinado a subrayar la antigüedad de la guerra civil que vive Colombia y cómo los actores contemporáneos son herederos de un conflicto que se ha extendido por décadas.
Otra manera de abordar este aspecto de la temporalidad es señalar que todos los ciudadanos colombianos menores de 48 años de edad han vivido a lo largo de su vida en un país en guerra, cuyas raíces se remontan medio siglo atrás y que no llegan a comprender. Sólo a sufrir.
De todas las víctimas, las más vulnerables son los niños, niñas y adolescentes, que pagan muy duro las consecuencias del conflicto armado y la violencia que de allí deriva. Cientos de miles de menores de edad de las clases más desposeídas de Colombia son objeto de homicidios, violencia sexual, reclutamiento forzado y se ven imposibilitados de acceder a la educación y la salud. Nacen en la violencia, viven en la pobreza y las presiones del conflicto y muchas, demasiadas veces, mueren sin haber llegado siquiera a haberlo comprendido.
El derecho de los ciudadanos colombianos a vivir en paz no puede ser una utopía, no puede seguir hipotecado por una minoría privilegiada. Por lo mismo, la voz de los ciudadanos colombianos debería ocupar un papel central en los diálogos.
La desarticulación del Estado colombiano
La oligarquía colombiana rechaza la idea de una paz donde las FARC no sean derrotadas, porque durante décadas, muy a su pesar, ha tenido que ir cediendo espacios del monopolio estatal a las fuerzas insurgentes y las consideran culpables tanto del grave deterioro que vive su país como de los costos que como clase dominante han pagado.
Es más, puestos a sacrificar la legitimidad de las instituciones representativas, tanto liberales como conservadores han estado dispuestos a hacer concesiones y cerrar los ojos ante los crímenes que cometen los paramilitares, por la identidad ideológica que los une y porque son funcionales al proyecto de dominación.
Lo singular del caso colombiano, es que la prolongada crisis no ha impedido a Colombia realizar elecciones periódicas y revestir de una institucionalidad formal a sus gobernantes, no obstante que un análisis detallado de las anomalías sobre las que funciona el país permitiría hablar de Colombia como de un Estado Fallido. En efecto, no existen autoridades que puedan reivindicar el control de las instituciones estatales, el uso exclusivo de la fuerza, la observancia de la ley y el pleno control de la rebeldía social.
Otra particularidad del caso colombiano es que la polarización del país combina una apariencia de democracia con el rechazo a la violencia y a todas las formas de representación política. Amplios sectores de la población adversan, ya sea a la guerrilla, a los paramilitares o a los partidos políticos tradicionales. La tendencia a la fragmentación social y la devaluación de la representatividad política aumentó porque numerosos parlamentarios terminaron en prisión y otros, igualmente numerosos, han logrado evadir la cárcel pero no la condena de la opinión pública, especialmente en las áreas urbanas.
La crisis de representatividad política tiene un impacto de cuidado en la percepción de las pláticas por parte de la ciudadanía que, prejuiciada por los medios de comunicación, tiene como reacción inicial exigir el cese de las hostilidades, como condición previa para dialogar sobre la paz.
Esto es una señal de alerta para las FARC, que deben hacer un especial esfuerzo en explicar las razones por las cuales el fin de las hostilidades se encuentra al final de la negociación y no el inicio. Hay grandes asimetrías entre los colombianos sobre la naturaleza del conflicto y en esa medida también lo son las soluciones que proponen y lo que esperan del gobierno y/o la insurgencia y todas esas voces deberían encontrar espacio en la agenda.
Negociaciones en Centroamérica, antecedentes y lecciones
Cuando se habla de las experiencias negociadoras de Centroamérica se suele mencionar a l Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua en 1979 al mismo nivel del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador en 1980, y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en Guatemala en1982.
El caso del FSLN ameritaría analizarse aparte, puesto que los sandinistas derrotaron a Somoza en el ámbito militar y en el diplomático. Lo que podría agregarse es que tal vez las negociaciones del FSLN con el gobierno estadounidense de la época y los países vecinos hicieron que la derrota diplomática antecedieran en el tiempo a la victoria en el campo de batalla.
Durante el gobierno sandinista en los años ochenta, el gobierno de Estados Unidos financió la Contra(revolución) que como movimiento podría asimilarse a los paramilitares. El ejército sandinista sólo pudo llevar a la Contra a posiciones defensivas porque una victoria militar definitiva implicaba una tarea imposible: Derrotar a Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría.
En ese caso las negociaciones se dieron porque ni la Contra lograría jamás derrocar al gobierno sandinista ni los sandinistas podrían exterminar una fuerza paramilitar financiada y respaldada por una administración norteamericana que incluía el conflicto en su batalla global contra el comunismo. Aunque en efecto las negociaciones llevaron la paz al pueblo nicaragüense, una sobrevaloración de los sandinistas de su capacidad de maniobra política y un grave error en la elección del momento estratégico en que poner fin a los enfrentamientos (y el reclutamiento de jóvenes), terminaron por traducirse en una derrota electoral del FSLN.
Una lección de este caso apunta a que la agenda de las negociaciones por la paz trasciende las necesidades de los actores involucrados directamente en el conflicto y agrega los intereses de las grandes potencias. El llamado de alerta es no confundir las urgentes necesidades de paz y democracia de una Nación, con el discurso oportunista que se escuda en los valores del pacifismo y la democratización para mantener un sistema explotador. Otra lección es que la elección del momento en que se pone fin a las acciones militares requiere de un análisis estratégico objetivo de las fuerzas propias y las del adversario.
En el caso de la guerrilla salvadoreña, que logró ocupar y administrar partes del territorio nacional no fue posible pasar a una ofensiva estratégica que pusiera al gobierno salvadoreño a la defensiva. Es el caso típico de equilibrio de fuerzas donde los guerrilleros supieron combinar sus demandas negociadoras en un tiempo y un espacio adecuado. Desmovilizaron a sus contingentes, conservaron su fuerza política y de masas y ocuparon progresivamente porciones del Estado que la oligarquía salvadoreña no supo conservar.
Hoy el FMLN es un partido político maduro y consolidado que, aunque con altas y bajas, ha ganado la representatividad popular, y en tres décadas llegó a la presidencia de la república y a elegir un numeroso grupo de alcaldes y diputados en todo el país.
En el conflicto guatemalteco, hasta comienzos de los ochenta, la guerrilla pudo lograr una forma de empate, pero una ofensiva contrainsurgente, sangrienta y despiadada, llevó a los guerrilleros a la defensiva y los obligó a un repliegue estratégico a zonas rurales muy aisladas.
Cuando los comandantes guerrilleros guatemaltecos iniciaron conversaciones formales de paz en 1991. Costa Rica y otros «países amigos» impusieron un acuerdo previo para las negociaciones que tenía muchos rasgos de una claudicación. Pero la fuerza guerrillera iba en franca disminución y la disyuntiva era negociar o perderlo todo.
Los elementos más rescatables del caso guatemalteco, como lección para los colombianos es que tanto el cese al fuego, los procedimientos de verificación internacional, y la elaboración de las agendas de acuerdos para el fin definitivo de las hostilidades contó con el involucramiento del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que creó una misión de observación para Centroamérica.
Conclusiones
Colombia está en un momento histórico para alcanzar la paz. Las condiciones actuales del conflicto y de los actores permitirían que una política de desarrollo agrario integral sobre el acceso y uso de la tierra; la ampliación de la participación política a la ciudadanía abran las puertas para poner fin a las hostilidades.
Si se avanza en esa ecuación de esos tres componentes básicos, los problemas de las drogas ilícitas y el mercado negro de armas encontrarán un apoyo internacional que facilitarían su combate y erradicación paulatina.
En medio de la guerra hay que darle una opción a la paz.
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