Llegué a Dabeiba al atardecer del sábado 10 de junio del año pasado. Había llovido y a la entrada de Llanogrande, el campamento custodiado por la ONU y el Ejército colombiano donde se concentraban unos trescientos guerrilleros de las FARC, esperaba Wilmar Asprilla -o Wilson,como le decían sus compañeros- un negro muy alto, robusto y […]
Llegué a Dabeiba al atardecer del sábado 10 de junio del año pasado. Había llovido y a la entrada de Llanogrande, el campamento custodiado por la ONU y el Ejército colombiano donde se concentraban unos trescientos guerrilleros de las FARC, esperaba Wilmar Asprilla -o Wilson,como le decían sus compañeros- un negro muy alto, robusto y sonriente, encargado de comunicaciones y labores de pedagogía de paz. Su historia era idéntica a la de otros guerrilleros que conocí allí. Wilson, desplazado por los paramilitares del Urabá junto a su familia, terminó en Riosucio, Chocó, donde él ingresó a la guerrilla poco después de terminar el bachillerato. Se había pasado muchos años pegando tiros en las selvas del Atrato, el San Jorge y el Nudo del Paramillo bajo las órdenes del comandante Jacobo Arango. Había sobrevivido a los bombardeos, las enfermedades y los combates, ahora anhelaba estudiar, navegar en internet, trabajar con las comunidades.
En Llanogrande nada marchaba según lo previsto: la infraestructura que el Gobierno tenía que construir para acoger a los guerrilleros durante su etapa de reincorporación quedó inconclusa, había problemas con las remesas y el abastecimiento de alimentos, la atención en salud era pésima, la cedulación y bancarización no arrancaba, tampoco los proyectos productivos, incluso los paramilitares habían asesinado a uno de los muchachos concentrados en la zona. Decenas de guerrilleros con los que hablé, incluyendo comandantes de otras zonas, me dijeron que estaban desmoralizados y decepcionados con el proceso de paz. Tenían miedo y preocupación por los asesinatos de sus compañeros y de líderes sociales. Muchos declararon que no estaban dispuestos a dejarse matar sin defenderse. Un mes más tarde visité con otros periodistas la Zona Veredal de La Elvira, en Buenos Aires (Cauca), donde el panorama era todavía más desalentador. Tanja Nijmeijer, la famosa guerrillera holandesa de las FARC, nos paseó por los cambuches precarios en que seguían durmiendo los guerrilleros y se expresó en un tono que entendíamos era de resignación.
No obstante, en Dabeiba, Wilson se mostraba optimista: «Hemos tenido claro que este proceso tiene muchos tropiezos e incumplimientos por parte del Gobierno, pero nosotros le apostamos a la paz y seguiremos en eso, aunque nos encontramos con una realidad que no esperábamos». Lo único que se cumplió en los plazos previstos fue la dejación de las armas, ya que dependía de la voluntad de la guerrilla. El registro de armamento, su numeración y recolección en los contenedores se hizo sin contratiempos en medio de una enorme presión de los funcionarios de la ONU.
En marzo de 2017 los guerrilleros en Llanogrande organizaron una celebración del día de la madre para reencontrarse con familiares y amigos, algunos no habían visto a sus parientes por décadas, Wilson llevaba casi veinte años sin encontrarse con su mamá, cuando ella lo descubrió entre los demás salió corriendo a abrazarlo: lloraba de alegría y tristeza, pues según dijo, durante todo ese tiempo se había convencido que sí lo volvía a ver sería muerto, pero se lo entregaban vivo y sólo podía agradecer a la vida por eso.
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«Todo el mundo está desanimado, hay una incertidumbre muy grande y una desmoralización total. Para nosotros ha sido un paso muy traumático», me contó Anderson*, un militante urbano del Partido FARC al que entrevisté una semana después de la captura de Jesús Santrich, quien es acusado por la Fiscalía colombiana y la DEA norteamericana de unos presuntos negocios con narcotraficantes y hay un proceso en curso para extraditarlo a los Estados Unidos.
En tiempos de guerra, Anderson alternaba las montañas de la cordillera occidental y el Chocó con una ciudad del eje cafetero donde llevaba la vida de cualquier universitario humilde, pero tras el proceso de paz Anderson asumió un rol muy visible dentro del nuevo partido político. «Si algo nos ha permitido fortalecer la dinámica de partido es haber salido de la clandestinidad. Se han abierto muchos espacios, han llegado más militantes. También es cierto que notamos un ambiente distinto, una actitud distinta del Ejército, la interlocución con ellos es mucho más tranquila, o con los policías de la Unidad Nacional de Policía para la Edificación de Paz», explica Anderson. «Creo que la amenaza fundamental son los sectores políticos, sobre todo los que están aunados al latifundio, que han ofrecido una resistencia brutal a los acuerdos. Hay un sector del establecimiento al que no le sirve la implementación, y el Estado central no tiene el control sobre esos poderes regionales en los territorios».
El día que capturaron a Jesús Santrich hablé con otra militante de las FARC que es cercana a varios miembros del antiguo secretariado. Usó dos palabras: miedo y rabia. Le pregunté qué pensaba hacer si las cosas se complicaban… «Me toca irme del país, y yo no quiero eso, ni enmontarme, yo odio el monte, las botas y los zancudos». En Bogotá circuló inmediatamente el rumor de que existen órdenes de captura listas contra toda la dirección de las FARC y el siguiente sería Iván Márquez, quien viajó diez días después de la detención de Santrich al Espacio de Reincorporación de Miravalle, en el Caquetá, donde se encuentra desde entonces.
La detención de Santrich se suma al asesinato de medio centenar de excombatientes y a las trabas que funcionarios judiciales le han puesto a la excarcelación de por lo menos 600 guerrilleros que continúan en las cárceles. Eso para no enumerar todos los saboteos que diferentes sectores del establecimiento le han hecho a la implementación de los acuerdos: hay enredos con los presupuestos y proyectos productivos, falta de voluntad para arrancar el programa de sustitución de cultivos ilícitos que está naufragando por la incapacidad estatal, el estropeo en el Congreso del marco normativo de la Jurisdicción para la Paz o de las circunscripciones especiales de paz, el bloqueo a los dineros de la campaña política, los montajes mediáticos para ensuciar aún más la imagen pública de las FARC, y una larga lista de sucesos que han ido minando lentamente la reincorporación y la moral de los ex combatientes.
Un informe de abril de 2018 de la Fundación Ideas para la Paz advirtió que si los incumplimientos persisten van a fortalecerse las dinámicas de las llamadas «disidencias» en diferentes regiones del país, especialmente aquellas zonas donde existen economías ilegales. Al finalizar los diálogos de La Habana se hablaba de unos pocos cientos de disidentes que no entraron al proceso. Eran los frentes primero y séptimo, que operan principalmente en Guaviare, Meta y Caquetá, liderados por Gentil Duarte, John 40 e Iván Mordisco. Pero los últimos estimativos calculan que ahora podrían ser entre 900 y 1.400 hombres armados, de unos quince frentes y columnas distintas, sin coordinación entre sí, con presencia y acciones confirmadas en Cauca, Putumayo, Nariño, Caquetá, Meta, Guaviare, Santanderes, Vichada, Arauca, Valle del Cauca, Chocó y Antioquia.
«Nosotros teníamos que ser el foco de la implementación y nos tienen aguantando hambre», me dijo Anderson. «El gobierno contrató un montón de burocracia y se gasta la plata en eso. Nosotros habíamos pactado la reincorporación colectiva, que no se está haciendo. Pero es que ni siquiera le han dado a la gente garantías de reincorporación individual», concluyó. Aunque ninguno de los miembros de las FARC con los que hablé lo sostendría abiertamente, todos creen que es muy probable la reconfiguración del conflicto armado. Por eso, «desbandada» es una palabra que se repite sin cesar en sus declaraciones, charlas y opiniones a propósito de la posible extradición de Jesús Santrich. «Nuestra premisa hasta el final es pelear por mantenernos en la legalidad», me dijo Anderson. Pero también me dijo que se sienten traicionados y acorralados.
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El 20 de junio de 2017 estaba programada la última dejación de armas en Dabeiba. Desde la madrugada del 17 salieron las camionetas con los «caleteros», iban escoltados por el Ejército y pasaron varios días desenterrando armamento, explosivos y municiones escondidas en el monte. Esa noche, Wilson sacó un tablero de ajedrez grande para jugar con unas universitarias que andaban de visita, a las que ganó todas las veces. Le propuse que jugara conmigo, él iba con las negras, yo con las blancas. No imaginé que esa partida anticipaba lo que iba a pasar con Wilson y en general, con las FARC como movimiento político. Cada día me convencía más de que el proceso transitaba un camino peligroso plagado de equívocos e incumplimientos que lo fraccionaban por fuera y por dentro, sin embargo, yo también guardaba cierto optimismo.
Wilson ejecutó a la perfección los primeros movimientos y planteó bien la partida. Tomó un caballo a cambio de nada, con eso parecía que llevaba ventaja en el tablero. Pero ahí comenzó el ataque de las blancas que pusieron en jaque al rey sacándolo de su posición de defensa. Varias jugadas más adelante, Wilson perdió su reina y entonces lo acometió el desespero, movió de manera errática, sacrificó más piezas y quedó emboscado, sin salidas para sus fichas. La partida estaba a punto de terminar cuando los comandantes lo llamaron para que coordinara toda la noche cosas relacionadas con la dejación de las armas.
Los guerrilleros se iban uno por uno hasta los contenedores de la ONU, al fondo del campamento, donde entregaban sus fusiles y a cambio recibían un certificado de dejación. No se permitieron cámaras, ni fotos, ni shows de los periodistas. Esa noche no quedó ningún hombre armado en Llanogrande, a excepción de los miembros de la guardia y los funcionarios del Ejército que custodiaban la zona. «Las armas aspiramos a no necesitarlas más», me aseguró uno de los comandantes.
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«Un hecho positivo de la implementación es que en Colombia hay un nuevo ambiente democrático. A pesar de la resistencia de muchos sectores que han detentado el poder por mucho tiempo, que bloquearon una reforma política y una reforma agraria, por el otro lado en Colombia viene creciendo un movimiento democrático que hace rato no veíamos, que llena plazas como en la época de Gaitán». Eso cree Diego Martínez, miembro de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación de la Implementación de los Acuerdos. «Por ejemplo, el Congreso hoy tiene como nunca antes en la historia una bancada grande de la izquierda y de sectores proclives a la paz».
Martínez coincide con las posturas optimistas que muestran los aciertos del proceso de paz: se acabaron las muertes de soldados y guerrilleros en combate, los tatucos, las minas, los bombardeos… Se abrió un escenario nuevo donde la guerra ha dejado de ser el foco del debate público en el país, otros temas, como la corrupción o el medio ambiente copan hoy los titulares. Sin embargo, el riesgo de que muchos ex combatientes decepcionados con el proceso vuelvan a las armas se está materializando, por ahora en facciones desarticuladas que son instrumento de los carteles del narcotráfico, como sucede con los casos significativos del Frente Oliver Sinisterra en Tumaco, o de las fracciones del Sexto Frente en el Norte del Cauca.
«Lo que está pasando con Santrich es muy grave», puntualiza Martínez, «es el problema más grande que ha tenido el proceso y la implementación. No podemos soslayar que esto tiene inmensas consecuencias en la vida democrática que quisiéramos construir. En efecto, tiene el costo de que al final la sociedad colombiana simplemente hizo un paréntesis en su historia de violencia con un acuerdo para no cumplirlo, y eso puede ser mucho más grave por las violencias futuras, por los nuevos tipos de violencia no política, más ligadas a la criminalidad. Yo creo incluso que es más peligroso que cuando ganó el ‘No’ en el plebiscito, hay una desintegración de fuerzas democráticas y sociales que estaban a favor de una paz negociada y hoy hay un ambiente de incertidumbre».
Manuel Bolívar, el ex guerrillero que dirige el portal de información NC Noticias, admite que la captura de Santrich no sólo ha generado una crisis externa, sino también al interior de la organización: «No podemos ocultar que esa situación ha surtido efecto en nuestra militancia, en aquellos que han estado desprevenidos, que no cuentan con una claridad política e ideológica lo suficientemente fuerte para entender y comprender la estrategia del enemigo», explica refiriéndose a las informaciones que difundieron los medios la última semana sobre una supuesta división en dos facciones lideradas por Timochenko e Iván Márquez, respectivamente, algo que ya había sido patente en el congreso fundacional del nuevo partido de las FARC ocurrido en Bogotá el año anterior.
«Desde luego considero que es una situación difícil, que nos enfrenta a nosotros como partido y que enfrenta a la sociedad colombiana a tomar decisiones fundamentales, pero desde ningún punto de vista lo veo como una situación desalentadora», prosigue Manuel Bolívar. «En lugar de ocultarnos, de irnos a una retaguardia a escondernos, lo que tenemos que hacer es salir masivamente con nuestros militantes, a los barrios, a las veredas, ir a hablar con la gente, no podemos inmovilizarnos porque eso es precisamente lo que quiere el Estado colombiano, lo que quieren los enemigos de la paz en este país es que hagamos eso, ir a escondernos porque nos dijeron asesinos».
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Ni siquiera alcancé a despedirme de Wilson y nunca acabamos la partida de ajedrez. La semana de la dejación de armas me fui de Dabeiba y no volví a verlo porque salió en una comisión para reunirse con varios alcaldes del Urabá, aquella fue su tarea hasta enero de este año: visitar alcaldes, reunir comunidades, explicar los acuerdos de paz en los Consejos municipales. Una mañana le pregunté cuál era su peor recuerdo de la guerra; sólo fue capaz de contar como vio morir a su mejor amigo en un combate, después se le apagó la voz.
«Dejen las armas, vivan en paz, y ese día ya no serán más enemigos hostiles, serán un pueblo, serán una sola nación, y ya no harán más llamados a la guerra, harán llamados a la civilización. Sin armas, sin violencia, no somos más un pueblo enfrentado entre sí». Eso lo había dicho Juan Manuel Santos, el Nobel presidente, en un discurso desde la Zona Veredal Mariana Páez en Mesetas durante el acto público de entrega de los contenedores con el armamento, el 28 de junio de 2017.
¿Enemigos hostiles? Wilmar Asprilla, Wilson, fue asesinado a balazos el 16 de enero en un parqueadero de Peque, un pueblo del occidente de Antioquia, a donde viajó con otro compañero suyo para coordinar la campaña política de Olmedo Ruíz, aspirante del nuevo partido FARC al Congreso. Leo en un periódico la noticia de su muerte, que es un compendio de impunidad: «La secretaria de Gobierno de Antioquia, Victoria Eugenia Ramírez, señaló que ambos excombatientes habían sido advertidos por la Policía de no mantenerse en ese territorio porque no estaban siendo bien recibidos por la comunidad y aún así omitieron la recomendación».
Pienso en lo que Wilson me dijo que quería hacer cuando todo acabara. Estar «con la gente pobre de donde siempre he sido», impulsar el deporte en las comunidades, ayudar a los ancianos, irse a estudiar a Cuba. Pienso en su hermano que era o es todavía soldado profesional, pienso en su novia de los últimos días, en sus compañeros que ven cómo se cierra la emboscada y no pueden mover ninguna ficha sobre el tablero. Pienso en su madre, a quien la guerra le había entregado un hijo vivo pero la paz le devolvió un hijo muerto.
*Algunos nombres fueron cambiados por petición de las fuentes.
Fuente original: https://colombiaplural.com/diario-de-una-decepcion-farc-implementacion/