Bob Dylan revisita el sueño americano. Vuelve a recorrer la vieja autopista sesenta y uno, la ruta del country blues, de los treinta grados bajo cero de Wyoming, en Minnesota, tierra de algonquinos y colonos europeos; a los pantanos tropicales de New Orleans, en la Louisiana de los indios natchitoches y los esclavos africanos; vuelve a Memphis, la capital del rock. Dos mil trescientos kilómetros siguiendo el curso del río Mississipi a través de la tierra prometida, de la sacrosanta tierra de la libertad para ganar dinero y hacer con él lo que quieras. De la pesadilla americana para los desheredados y los no-blancos, esclavizados cuando no exterminados.
Los tiempos no han cambiado como él esperaba. Sin seguridad social, sin derechos, negros e indígenas siguen sentenciados por un sistema que encarcela y mata no solo por cometer delitos, si no por mostrar un mal comportamiento al volante de un coche, el símbolo de la libertad más americano, otra paradoja. Coinciden la tasa de población reclusa más alta del mundo y condenas que incluyen el trabajo esclavo para empresas privadas, porque las cárceles son solo una parte más del sistema capitalista salvaje, eso que ahora llaman de forma eufemística neoliberalismo.
En 1965 Bob Dylan, con solo veintitrés años, rompe con su pasado. Abandona la balada folk, la canción protesta y se pasa al rock. Abucheado por aquellos revolucionarios de verano de Newport, vaqueros Levi’s y Rayban oscuras, que solo esperaban de él a un digno sucesor de Pete Seeger, otro trovador de himnos protesta para la izquierda ilustrada; pero también aplaudido por la mayor parte del público por su osadía y su lucidez, publicó Highway 61 revisited. Un disco eléctrico en el que analizaba la cultura americana desde el prisma de un observador viajero muy atento a la realidad. Las canciones venían a ser un destilado en verso de En el camino, la novela de Jack Kerouac de 1959. Los mismos personajes, «la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse», con una mirada sarcástica sobre muchos de ellos, eso sí.
Los tiempos sí han cambiado para él: setenta y nueve inviernos le contemplan y tienen que pesar sobre su espalda encorvada, pero conserva la suficiente vitalidad y creatividad para, cincuenta y cinco años después, volver a la carretera y traernos sus visiones de la América actual en su ¿último disco? Rough and Rowdy Days (Días oscuros y difíciles). Claro, la mirada no puede dejar de ser más cínica y más irónica cuanto más se acerca galopando el jinete negro. Y más triste, como canta en Black Rider, una canción nocturna, oscura como la muerte: «Jinete negro, jinete negro, has estado viviendo demasiado tiempo / he estado despierto toda la noche, tengo que estar en guardia / el sendero que estás pateando, demasiado angosto para caminar / a cada paso del camino otro escollo / el camino en el que estás, el mismo camino que conoces / no es el mismo que hace un minuto».
En The ballad of a thin man satirizaba a los profesores hipsters de chaqueta de pana que se reunían en apartamentos del Village para hablar de literatura y frecuentaban cafés como el Gaslight en el Greenwich: «Has estado con catedráticos / y a todos les gustaban tus ideas / con grandes abogados has discutido sobre leprosos y criminales / te has empollado todos los libros de F. Scott Fitzgerald / eres muy buen lector, es cosa sabida»; los que quedan vivos han envejecido y se han mudado a Key West, el retiro dorado de los jubilados ricos americanos, cementerio de elefantes de presidentes, flores de hibisco, buganvilias, sol y palmeras. «Cayo Hueso es donde debes estar si andas buscando la inmortalidad / Nací en el lado equivocado de la vía del ferrocarril / como Ginsberg, Kerouac y Corso / como Louis (Armstrong), Buddy (¿Holly o Guy?), Jimmy y todos los demás… / Nunca he vivido en la tierra de Oz / o desperdicié mi tiempo en causas indignas / donde quiera que viaje, donde sea que deambule / no estoy tan lejos antes de volver a casa / hago lo que creo que está bien, lo que creo que es mejor / Key West es el paraíso divino…». Han pasado los años y, para Bob, quien siempre tuvo una justificación seguirá encontrándola en la apacible vejez del bendecido por la fortuna. Es humano justificarse. Él ha buscado el sol al otro lado del continente, en Malibú (California).
Por Desolation row desfilaban Ezra Pound, T. S. Elliot, Einstein, Bette Davis, Robin Hood, Caín y Abel, Quasimodo, Casanova, Romeo, Ofelia, el fantasma de la Ópera, en una especie de discurso de agradecimiento a la cultura popular, a sus lecturas; cualquiera de nosotros podría escribir su propia serie de personajes favoritos, actores, escritores, nuestros propios mitos. Es lo que te engancha en muchas canciones de Dylan, que sus héroes son también los tuyos y uno, cuando ve una película o lee una novela, anhela sentirse identificado con el protagonista, sea el galán o la dama, el detective o el ladrón. En I contain multitudes actualiza sus fantasmas, paga deudas a músicos a los que obvió en el pasado o que simplemente aún no estaban ahí y ajusta cuentas con totems de su particular bestiario. Por este rosario, más lento, casi un recitado, un spoken-word, hace desfilar a Blake, Beethoven, Chopin, los Rolling Stones, Anna Frank, Indiana Jones (de Indy ha dicho que sin la música de John Williams no existiría), Edgar Allan Poe. En un verso afirma: «duermo con la vida y la muerte en la misma cama». Es como si no quisiera irse sin haber nombrado a todos los que pasaron por su vida dejando huella.
Las menciones a iconos de la cultura popular, enemigos públicos incluidos, son algo distintivo en Dylan. Empezó en I shall be free, tema de The Freewheelin’ su segundo disco. «Mi teléfono no paraba de sonar / era el presidente Kennedy preguntando por mí. / Dijo: amigo Bob / ¿qué necesitamos para que prospere el país? / Le dije: amigo John, Brigitte Bardot, Anita Eckberg, Sofia Loren / el país prosperará».
Precisamente al magnicidio de John Fitzgerald Kennedy dedica Murder most foul (Asesinato más nauseabundo), una canción río de diecisiete minutos que se merece para ella sola un CD aparte. Y pensar que cuando presentó Like a rolling stone Columbia no quería editarla por sus seis minutos de duración. El crimen de Kennedy ocurrió en 1963, en la mágica década de los sesenta, de los hippies, de mayo del 68, de Woodstock. «Le volaron la cabeza mientras aún estaba en el auto / abatido como un perro a plena luz del día / era cuestión de tiempo y el momento era el adecuado / tienes deudas impagadas, hemos venido a cobrar / te vamos a matar con odio, sin ningún respeto…». Por los versos de Dylan pasan los Beatles, Tommy y la reina ácida, John Lee Hooker, Marilyn Monroe y Patsy Cline. Pasan Scarlett O’Hara y pesadilla en Elm street. Es una lección de historia popular, del cine y la televisión, un resumen de la vida en EEUU en la segunda mitad del siglo veinte.
Dylan ha estudiado historia: la Revolución Francesa, la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo la de su propio país y se ha encontrado con episodios espeluznantes escondidos bajo la alfombra de los derechos civiles y la constitución, como la Masacre de Sand Creek en 1864, donde cientos de pacíficos Cheyenne y Arapahoe, mujeres y niños incluidos, fueron masacrados por la caballería de Colorado. Y le sigue abochornando que su país sea cuna de racistas y semilla de intolerancias y fascismos, aunque no ha pasado tanto tiempo desde la abolición de las leyes de segregación racial, en 1975. Dylan se sintió enfermo al ver la tortura que acabó con la vida de George Floyd en Minneapolis, su Estado natal, además. Como cualquier ciudadano decente.
Highway 61 incluía un blues clásico de doce compases, It takes a lot to laugh, it takes a train to cry y otro más acelerado, casi un boogie, Tombstone blues. En homenaje a los bluesmen, elogio y recuerdo de lo que han significado para la música popular, publica dos en el nuevo trabajo. Goodbye Jimmy Reed es una merecida oración a un santo laico, guitarrista y armonicista de gran simplicidad y belleza. El artista que empujó a millones de adolescentes, y no solo en Estados Unidos, a rasguear la guitarra y soplar una armónica: «Porque tuyo es el reino, el poder, la gloria / ve a contarlo montaña abajo, cuenta la historia real / dilo en ese tono directo y puritano / en las horas místicas, cuando una persona está sola / adiós Jimmy Reed, buena suerte / golpea la Biblia, proclama un credo». El otro es Crossing the Rubicón, de nuevo un rezo, una plegaria, quien sabe si una invocación a la encrucijada en la que Robert Johnson vendió su alma. Por momentos parece que se refiere más a la laguna Estigia, a la frontera entre la vida y la muerte, porque la suerte ya está echada y todos sabemos quien gana al final. «Pon mi escondite en una colina / donde encontraré algo de felicidad / si sobrevivo, déjame amar / deja que la hora sea mía / toma el camino de arriba, toma el de abajo / toma cualquiera en el que estés / vertí una taza, la pasé / y crucé el Rubicón».
La segunda evidencia el amor maduro; la admiración, el respeto, la fidelidad a quien siempre ha estado ahí. «Estoy sentado en la terraza, perdido en las estrellas / escuchando los sones de guitarras tristes / he estado pensando y lo he pensado todo / y he decidido darme a ti». From a Buick 6 y I’ve made up mi mind to give myself to you son dos canciones de amor que reflejan la diferencia de sentimientos y cómo fluyen con la edad. La primera es una canción de amor joven, desenfadado, que aun da rienda suelta a su pasión en la parte trasera de un coche en un descampado, en un cine al aire libre; con una letra surrealista, divertida en su deliberada confusión: «Cuando la tubería se rompe y estoy perdido en el puente sobre el río / me quedo en la carretera, al borde del agua / ella baja por la autopista lista para coserme un hilo / si me voy muriendo sabes que ella obligó a poner una sábana en mi cama».
Dylan ha vuelto; más cansado, claro, pero aún elocuente, con cosas que decir, con energía, con esa vieja poesía suya entre folklórica, tradicional y contracultural que le dio un premio Nobel. Y si escuchas estos dos discos a la vez, intercalando canciones, o uno después de otro… bueno, nadie puede dudar que las musas no le han abandonado. Mother of muses: «Me estoy enamorando de Calíope / ella no le pertenece a nadie.¿Por qué no me la das? / Me habla, me habla con sus ojos / me cansé tanto de perseguir mentiras / madre de las musas, dondequiera que estés / he sobrevivido a mi vida…».