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Diez años de dolorosa ausencia

Fuentes: Rebelión

“La cuestión de la dignidad siempre se plantea frente a la humillación o la ofensa, la amenaza de la violencia o el fantasma de la muerte […] [L]a dignidad solo se concibe plenamente desde la perspectiva de los seres humanos más vulnerables de una sociedad concreta: los oprimidos”.

Norman Ajari, Dignidad o muerte. Ética y política de la raza, Txalaparta, Tafalla, 2021, pp. 88-89.

Entre la noche y la madrugada del 24 y el 25 de marzo de 2012, luego de una tremenda explosión murieron mis tres queridos estudiantes Oscar Arcos, Daniel Garzón y Lizaida Ruiz. Ellos se encontraban en la localidad de Suba y estaban muy contentos por el triunfo de Santafé sobre Millonarios en un clásico capitalismo que había concluido a las once de la noche de ese sábado.

Cuando el domingo en las horas de la tarde me enteré de ese infausto acontecimiento al principio no daba crédito a la noticia, que se difundía en forma pornográfica por los medios de desinformación masiva, porque las noticias no era precisas, en cuanto a los nombres y lugares donde ellos estudiaban. Por eso, al otro día, el lunes me fui a primera hora a la universidad para constatar la información y cuando llegué el sitio ya daba la impresión de ser un cementerio, estaba solo y triste. No necesité hablar con nadie ni preguntar nada, porque en el edificio A, donde está ubicada la sede del departamento de Ciencias Sociales, vi la foto de Oscar y Daniel, alegres y ataviados con la camiseta de su equipo del alma, el Independiente Santafé. Esa misma foto la tengo en mi estudio y la veo todos los días cuando me acercó a mi escritorio. Y esa es la imagen que me quedó grabada en la memoria: la de dos jóvenes llenos de vida, alegres y comprometidos con lo que pensaban, consecuentes con su forma de ser, dignos.

Cuando vi la foto sentí un dolor intenso en todo el cuerpo, que me carcomía las entrañas. Una angustia y una desazón sin límites. Me sentí solo y abatido por una sensación de pérdida irremediable. Se me fue el aire, tenía ganas de llorar, pero no podía, las lagrimas se negaban a salir por mis ojos. No podía ni quería hablar, quería irme, huir de ese lugar. Son esos momentos en que uno quiere que se lo trague la tierra y poder olvidarse de todo. Esa sensación de dolor, de no querer hacer nada, me acompañó durante varias semanas y se evidencia en el escrito de homenaje que le hice a mis queridos estudiantes y que tuvo una difusión más allá de las fronteras colombianas. Ese texto ha sido uno de los que más me ha costado escribir en mi vida, por el dolor a flor de piel y por el abatimiento general, agravado por el comportamiento anti solidario, arrogante y despreciable de la alta administración de la UPN con respecto a los estudiantes muertos, que impulso un proceso de cancelación de su memoria al ni siquiera suscribir sus nombres en un comunicado oficial.

Esa sensación de perdida tiene varias dimensiones. Uno, la de padre, que siente que se le fueron para siempre sus hijos.

Dos, las del amigo que pierde a dos camaradas, con los que se encuentra, habla, discute y comparte muchos asuntos.

Tres, la de profesor que pierde a sus mejores alumnos, porque ellos fueron mis estudiantes durante varios semestres, participaban activamente en mis clases, mis charlas y conferencias en diversos espacios, dentro y fuera de la Universidad Pedagógica Nacional. Este dolor es uno de los más difíciles de expresar, aunque también es uno de los que más prevalece, debido a la conciencia de entender que se dilapidó un esfuerzo, que costó mucha dedicación y requirió de bastante tiempo y que no pudo materializarse en el accionar futuro de dos extraordinarios, aguerridos y apasionados profesores de ciencias sociales, con una perspectiva crítica, que es lo que tanta falta nos hace. Y con eso también perdió la educación colombiana, aunque eso nunca se diga ni se reconozca, porque esos son los costos ocultos de la muerte y la violencia en este rincón del mundo: privarnos de los mejores colombianos, de los más jóvenes y comprometidos con construir otro país.

Cuarto, como compañeros de lucha, puesto que los tres estuvieron siempre activos en la movilización, en las aulas y en las calles. Todavía estaba fresco en mi mente, en ese sentido, el activismo de todos ellos durante el extraordinario paro estudiantil de 2011. En ese momento y en otros, antes de ese año, me los encontré en repetidas ocasiones en marchas, movilizaciones, manifestaciones. Por eso también perdí a unos compañeros de andanzas en calles y plazas a la hora de protestar.

En síntesis, en ese momento sentí que había perdido a unos seres humanos excepcionales, con los que había tenido la oportunidad de departir en múltiples espacios de nuestra Alma Mater, la Universidad Pedagógica Nacional, y que estaban entrañablemente ligados al mundo universitario público. Y esa sensación se ha reafirmado al cabo de los años, con la añoranza de verlos y escucharlos en los mismos espacios en que departimos alegre y combativamente en muchas ocasiones.

Durante los diez años que han transcurrido desde aquel 25 de marzo, Oscar, Daniel y Lizaida ya no están con nosotros físicamente, pero su espíritu de lucha y resistencia, su fragor de jóvenes insumisos, su calidez y autenticidad, su compromiso por enfrentar la injusticia y la desigualdad ‒que ellos mismos soportaban en carne propia, por su origen humilde y popular‒, todo eso ha estado presente en las innumerables luchas y gestas de la última década. Sus ideales son los mismos que han movilizado a los jóvenes que en la UPN y en otras universidades llevaron a cabo sendos paros de varias semanas en 2017, 2018 y 2019, el último de los cuales arrinconó al régimen y le arrancó importantes conquistas.

Esos ideales también son los mismos que iluminaron el extraordinario paro nacional de 2021, protagonizado por jóvenes plebeyos que, como mis queridos estudiantes, con la cabeza alto y con mucha dignidad enfrentaron las fuerzas represivas del Estado y a sus paramilitares urbanos, en la lucha por otro país, que por lo menos sea decente, y donde no se mate impunemente a la gente por pensar.

A la hora de recordarlos diez años después, es necesario recalcar que mis tres queridos estudiantes no fueron víctimas y no hay que añorarlos como tales, si tenemos en cuenta que ese vocablo de víctima es profundamente limitado y bastante estrecho en términos políticos. No, ellos no fueron víctimas, porque encarnaban un proyecto, de otro mundo y país, y por eso lucharon y se movilizaron conscientemente a lo largo de varios años, dentro y fuera de la Universidad. A los que llamamos victimas los reducimos a personas que nunca tuvieron subjetividad política y mucho menos subjetividad radical y revolucionaria y eso supone desconocer que, por el contrario, ellos fueron portadores de otros proyectos y por eso mismo a todos los que son como ellos los matan, asesinan y desaparecen.

En este sentido, es bueno decir que, con el poeta argentino Juan Gelman, hacemos un Elogio de la culpa. Sí, y lo decimos con orgullo, nuestros estudiantes no son víctimas, ni más faltaba. Ellos son culpables, en primer lugar, por su condición social de ser pobres y humildes y luego por ser rebeldes, insumisos y no aceptar como normal el estado de cosas existentes en este terrible país. Son culpables porque no fueron pasivos ni autómatas resignados que se limitaban a obedecer como marionetas amaestradas lo que les dictaminan los opresores. Son culpables por haber participado en el paro estudiantil de 2011 y haber contribuido a convertir a la universidad en un foro abierto de debate, de reflexión, de proposiciones para enfrentar al Estado y a su política educativa de tipo antinacional. Son culpables por llenar de alegría con sus gritos, risas y canticos nuestras universidades y las calles bogotanos por donde anduvieron en el segundo semestre del 2011. Son culpables por indagar, preguntar y dudar de los saberes apolillados y enmohecidos que predominan en la “despolitizada” academia colombiana. Son culpables por relacionar el estudio y la lectura con los problemas cotidianos que soportan los estudiantes y jóvenes colombianos. Son culpables por estar en la primera línea de la dignidad y la entereza para afrontar la dura condición de estudiantes pobres, que por lo común no tienen ni lo elemental para comprar el pasaje de bus urbano, como les sucedía continuamente a ellos. En fin, son culpables por pertenecer a esos jóvenes que no creen en el discurso mentiroso que nos dice a todas horas que este país es una maravilla, el más feliz del mundo, y que claman por otro presente y otro futuro, por el que además luchan y perseveran, aunque a veces eso les cueste la propia vida. La misma vida que se les arrebató a 80 colombianos, la mayor parte de ellos jóvenes, durante las combativas semanas del año anterior durante el paro nacional.

Mis estudiantes perviven en las acciones de sus compañeros de aula, la mayor parte de los cuales hoy son profesores. Y eso lo empezaron a hacer realidad tras la muerte de sus compañeros, como los estudiantes del grupo de Daniel que en el curso que les impartí en el 2013, colocaban su nombre en el papel en el que me entregaban los trabajos en grupo o los controles de lectura. Esa era una forma de decirse a sí mismos y de decirme a mi que su gran compañero permanecía con nosotros, que su espíritu estaba allí, reivindicando el saber crítico, porque esa también fue una de sus grandes preocupaciones en su corta pero pletórica existencia. Que lo debíamos nombrar a cada momento cuando devolvía los trabajos, porque ese nombre nos recordaba la entereza y dignidad de ese joven mártir del estudiantado colombiano.

Hoy ya tenemos claro, con la perspectiva que nos dan estos diez años sin mis estudiantes del alma, que su muerte hace parte del juvenicidio de clase en marcha en este país desde hace décadas. Todos los muertos, asesinados, desaparecidos, niños y jóvenes que masacra y bombardea el antinacional Ejercito de este país o que matan sus paramilitares a sueldo, pertenecen a esa generación de colombianos que son vistos como un problema por el solo hecho de que son jóvenes y pobres. Porque es, justamente, un juvenicidio, que se lleva a lo mejor de los niños, adolescentes y jóvenes de Colombia, para los que en el estado actual de cosas no hay futuro. Y es un pobrecidio, porque está claro que con saña, premeditación y alevosía se les encarcela, mata y desaparece como sucede hoy con los jóvenes de la Primera Línea del paro nacional, o con niños y jóvenes adolescentes de ambos sexos que son bombardeados por los aviones del Estado colombiano y luego de que se les masacra se les señala con el dedo acusador y con sevicia se les acusar de ser máquinas de guerra y eso lo dicen quienes tienen llenas sus manos de la sangre joven de nuestros colombianos más pobres y humildes. Son los nadies que, para las clases dominantes de Colombia, valen menos que las balas y bombas que los asesinan.

En cada uno de estos muertos, no precisamente víctimas como lo quiere cierto tipo de percepción política de estrechas miras, que solo aparecen en las páginas judiciales de las noticias, marginalmente, aunque a diario, siempre veo a mis jóvenes estudiantes, cuya muerte fue una tragedia, pero no una tragedia pasada, que se detuvo en el tiempo y no vuelve a suceder. Es una tragedia interminable de dolor que no parece terminar nunca, como muestra de lo que es el capitalismo realmente existente a la colombiana. Pero en medio de esa tragedia colombiana sobresale la dignidad, como la que caracterizó siempre a mis jóvenes y siempre recordados estudiantes. Y esa dignidad es un legado imperecedero que nos queda a los que seguimos vivos y luchando, en medio de tanta abyección e indignidad. Al fin y al cabo, como lo dijo Eduardo Galeano, “la neutralidad es imposible: somos indignos o indignados”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.