Recomiendo:
0

¿Dilema?

Fuentes: Insurgente)

Creer o no creer en el perfeccionamiento del género humano. He ahí un dilema que, quizás por mi condición de persona medianamente ilustrada, se ha levantado ante mí, urticante, durante casi toda la vida. Y cuando estoy olvidándolo, alguna que otra acción lesiva de mi prójimo para conmigo, o mía para con este -si me […]

Creer o no creer en el perfeccionamiento del género humano. He ahí un dilema que, quizás por mi condición de persona medianamente ilustrada, se ha levantado ante mí, urticante, durante casi toda la vida. Y cuando estoy olvidándolo, alguna que otra acción lesiva de mi prójimo para conmigo, o mía para con este -si me asiste la visión autocrítica, a veces escurridiza-, se ocupa de activarme la memoria.

En búsqueda de respuesta, he abrevado en innúmeros folios que responden de modo optimista. Desde los que portan contundentes alegatos marxistas del progreso social, del ético, que, eso sí, implican retrocesos parciales -sabia, la dialéctica-, hasta los que, de manera ingenua vista a la altura del presente, argumentan que la sociedad convierte en «malos» a los individuos, a los cuales habría que «curar» haciéndolos regresar al estado primigenio, al «natural».

Otras (muchas) páginas, con el regusto amargo de un Schopenhauer, o de un Cioran, casi han conseguido hacerme escorar, por momentos, hacia el lado del pesimismo. Lo mismo que aquellas cuyos autores incluso aseguran que el leviatán de Hobbes, el ogro filantrópico de Octavio Paz, es decir el Estado, surgió gracias a la necesidad de corregir la naturaleza del homo sapiens, considerada negativa; pletórica de individualismo, de ambición, de instintos perversos, que aparecen sin embozo, por ejemplo, en el largo rosario de guerras desatadas desde que el mundo es mundo, y que obligan a preguntarse si la agresividad formará parte inseparable de la naturaleza humana.

En este contexto, algunos exégetas se aferran a una interpretación mecánica, reduccionista por esencia, de los descubrimientos de Charles Darwin. Hay quienes traspolan el colofón de una exhaustiva investigación vertida por el científico inglés en obras como El origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. «Si en la naturaleza sobrevive el más fuerte, el que mejor se adapta al medio, igual habrá de suceder entre los hombres, parte del reino animal». Esta sería la tesis, «fácilmente verificable» en el conflicto de Vietnam, en Iraq… por doquier.

Empero, la más plausible respuesta viene hoy precisamente en andas de ciencias desprovistas del mínimo tufillo de partidistas, porque no se enfilan al estudio de la vida social, como lo hacen la psicología, la filosofía y otras. Investigadores como Robert Hinde, director de departamento en la Universidad de Cambridge (Gran Bretaña), ha combatido con ejemplar denuedo la noción de que el comportamiento agresivo resulta valioso para la supervivencia de la especie humana. «Se ha dicho que la agresividad es necesaria para establecer un orden jerárquico en la sociedad. En tal caso, es preciso que haya intocables capaces de servir de blanco a la agresividad. Pero ¿se ha molestado alguien en pedir su opinión a los intocables

Y aún más. Análisis calzados por suficiente material fáctico sostienen que incluso entre los animales irracionales existe una poderosa inhibición de matar a sus congéneres. El lobo, con ser lobo, «cuando comprende que tiene perdida la partida, aparta la cabeza, con un movimiento que, a su vez, el vencedor comprende y acepta inmediatamente». Si «nuestros antepasados directos, los primates, parecen haber alcanzado una especie de cima en cuanto a ausencia de agresividad -no combaten ni entre individuos ni entre grupos-«, constituye un absoluto absurdo considerar que desarrollo biológico equivale a retroceso con respecto a la actitud que nos ocupa. Actitud entre congéneres racionales.

Así que adquirida, no genética, la agresividad humana. (El sadismo, ausente en los animales irracionales, sería algo teratológico, anómalo: un rasgo sicopático). Y tras cualquier rodeo, por evasivos que procuremos aparecer, habremos de viajar a la semilla: a las tesis de que la violencia tiene sus fundamentos en las condiciones económicas (Carlos Marx). Por tanto, deviene histórico-concreta, perecedera. En ese contexto, tendremos que denunciar, como coda de una sólida, inquebrantable cadena de juicios, la existencia de quienes utilizan la teoría o los rescoldos de la teoría de la agresividad innata con miras a defender, propugnar, políticas de saqueo y guerra.

Afortunadamente, autores como el imprescindible José Martí ofrecen el bálsamo de la solución: si bien alertan sobre las dentelladas de miríadas de individuos como encarnados en trashumantes manadas de cánidos («Hijo: espantado de todo, me refugio en ti»), no dudan en mostrarse esperanzados con respecto al género («Tengo fe en el mejoramiento humano»). Recordemos que, como parte del legado filosófico del prócer cubano, Armando Hart distingue «el concepto de que todo hombre lleva dentro una fiera dormida, pero al mismo tiempo somos seres admirables capaces de ponerle riendas a la fiera»…

Por cierto, ¿alguien dijo dilema? Pues dijo mal. Convicción más bien.