Desde la década de 1980, las FARC optaron por el secuestro. Primero lo hicieron como método selectivo de financiación, y negaron públicamente que lo estuvieran cometiendo. Luego lo admitieron y comenzaron a secuestrar de manera masiva. No sólo como negocio para costear la guerra. Justificaron esta práctica también como método de presión política. Exigieron que […]
Justificaron esta práctica también como método de presión política. Exigieron que los cautivos fueran parte de un canje. Pero los utilizaron paulatinamente como instrumento para obtener protagonismo y reconocimiento político en el país e internacionalmente. De esta forma, el secuestro se convirtió en un modo de acción permanente que se fue prolongando en el tiempo.
La concentración y movilidad de los secuestrados por un largo período en zonas inhóspitas se logró empleando técnicas de sumisión por medio de tratamientos inhumanos. La degradación de los métodos de guerra a través del irrespeto de los principios básicos de la dignidad de las víctimas llevó a una degradación proporcional de sus captores.
La consideración de los seres humanos como mercancías convirtió a estos últimos en mercaderes, dispuestos a vender a buen precio a los secuestrados, pero también a los miembros de su propio grupo. Por eso la política de Seguridad Democrática ha sido tan eficaz. Se fundamenta en el mismo principio: en la conversión de los seres humanos en comerciantes a los que se paga por información, o por el cadáver de sus jefes.
Experimento alegría por la liberación esta semana de las 15 personas que estaban en poder de la guerrilla, y espero que Íngrid Betancourt contribuya a un proceso político conducente a la paz en Colombia.
No obstante, ese sentimiento no me impide decir lo que pienso. Ni el Ejército Nacional es heroico, ni el gobierno del presidente Uribe es transparente. Es cierto que los métodos de combate de las Fuerzas Militares y la forma en que involucran a la población civil en el conflicto armado son abiertamente violatorios de los derechos humanos. Es cierto que en Colombia de manera regular miembros de la Fuerza Pública cometen ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, y que recurren sistemáticamente a la tortura como método de guerra, o de persecución.
Es cierto que el Presidente de la República es dueño de tierras y se hizo elegir en zonas donde sus aliados políticos eran, o continúan siendo, los jefes o los cómplices de los paramilitares. Es cierto, según lo demuestra la Corte Suprema de Justicia, que en la votación del Acto Legislativo que dio lugar a su reelección hubo compra del voto de al menos una congresista. Es cierto que ahora el Gobierno persigue reformar el Poder Judicial y otras instituciones para concentrar más poder y garantizar la impunidad a los políticos criminales. Es cierto que la seguridad democrática se fundamenta en el principio de que la colaboración ciudadana se compra con recompensas.
Sé perfectamente que en las condiciones del unanimismo al que se va sometiendo a todos los sectores de la opinión pública, incluyendo a algunos de los más críticos, estas afirmaciones no gozan de popularidad. Puede ser que muchos de mis conciudadanos no quieran saber de esos métodos arbitrarios y descompuestos con los que se quiere pacificar el país.
Puede ser que siendo conscientes de ellos no les importen, o los justifiquen. Y es precisamente esa emotividad irreflexiva y esa incapacidad para el discernimiento moral lo que nos ha traído a este estadio de degradación en el que estamos.