La reciente carta de Axel Kaiser , publicada en El Mercurio, más que un acto reflexivo, parece una parodia de salmo bíblico de agradecimiento. Abusa del recurso literario de la anáfora en su forma más pedante. Lejos de reforzar una idea o generar un ritmo que invite a la reflexión, lo que logra es una monotonía que ahoga cualquier posibilidad de emoción o crítica.
Vivir en una crisis civilizatoria no es mera retórica: es un diagnóstico urgente. Y la literatura, en sus momentos más lúcidos, ha sido capaz no solo de anticiparla, sino de nombrarla con una claridad que hoy resulta profética (1). Leer Fahrenheit 451, 1984 o Eichmann en Jerusalén ya no es adentrarse en la ficción, sino sintonizar —como por una señal inalámbrica— con la realidad. En esas páginas, escritas en tiempos que creíamos superados, se destruye la memoria, se invierte el lenguaje y se normaliza la complicidad con el mal. Lo que antes era advertencia, hoy es crónica.
El escenario distópico que habitamos supera con creces la manipulación mediática tradicional. Se ha producido una alteración sin precedentes del sentido común. Basta un ejemplo: el Premio Nobel de la Paz se otorga a quien pide intervención militar extranjera contra su propio país. Y en nuestro suelo, figuras públicas celebran ese galardón en nombre de la “paz” y la “democracia”, como si las palabras no hubieran sido secuestradas por el cinismo. Mientras tanto, cualquier organización humanitaria que defienda al pueblo palestino merecería, con justicia, ese reconocimiento. Pero los noruegos decidieron hace tiempo convertir el Nobel en una herramienta de guerra, no de entendimiento.
En la opulencia del descaro, se intenta ocultar un genocidio bajo la fachada de una “operación antiterrorista”. La “premiada” incluso felicita al principal responsable de la masacre en Gaza: Benjamin Netanyahu. ¿Cómo hemos llegado a un punto en que las palabras no solo pierden sentido, sino que se convierten en sus propios antónimos? ¿Cómo se ha desnudado tanto el imperio, hasta mostrar sin velos su lógica de exterminio?
Tomemos un ejemplo cercano. La reciente carta de Axel Kaiser (2), publicada en El Mercurio, más que un acto reflexivo, parece una parodia de salmo bíblico de agradecimiento. Abusa del recurso literario de la anáfora en su forma más pedante. Lejos de reforzar una idea o generar un ritmo que invite a la reflexión, lo que logra es una monotonía que ahoga cualquier posibilidad de emoción o crítica. El recurso se vuelve vacío en la pretensión misma. Kaiser busca otorgar un halo sacro —casi de “Señor de los ejércitos”— a Donald Trump. En su euforia mística, olvida que la guerra entre Armenia y Azerbaiyán terminó gracias a la intermediación rusa. En su oratorio triunfalista, omite también que el programa nuclear iraní sigue en pie; de hecho, la salida unilateral de Estados Unidos en 2018 del acuerdo logrado bajo Obama aceleró las contradicciones hasta hacerlo inviable. Hoy, Irán afirma que ya no está sujeto a ninguna restricción.
En su acto de agradecida revelación contemplativa, a Kaiser solo le faltó atribuirle a Trump el fin de la guerra del Peloponeso, su ayuda encomiable para que el Éxodo llegara a buen puerto, o incluso citar como novedad teórica una nota de agradecimiento redactada por un tal Moisés cuyo destinatario se apellidaba Trump.
(Cierre de paréntesis.)
El punto de quiebre de una sociedad muchas veces es anticipado por las corrientes literarias, por escritores que logran ese vínculo profundo con los claroscuros de una época. He ahí el primer paso. La profundidad del acontecimiento narrativo viene acompañada de la intuición trabajada con las herramientas de los estudios sociales. Para comprender este momento, necesitamos mirar más allá de la coyuntura y adentrarnos en la historia: hacia la larga duración del colonialismo.
En virtud de ese propósito reflexivo —y con evidentes consecuencias prácticas—, recojo y expongo algunas de las propuestas elaboradas por el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel , cuyo trabajo sobre colonialismo y modernidad ofrece claves fundamentales. En una reciente intervención en Venezuela (3), Grosfoguel trazó una línea directa desde Al-Ándalus hasta Gaza. La modernidad capitalista occidental, argumenta, no nació en 1492 con la conquista de América, sino antes, en la península ibérica, con la caída de Al-Ándalus. Allí, los reinos cristianos no solo expulsaron a musulmanes y judíos, sino que practicaron lo que hoy se conoce como settler colonialism o colonialismo de población: masacrar, ocupar casas, borrar memorias, reemplazar pueblos.
«Llegaban a las casas por la fuerza, masacraban y ocupaban sus territorios con familias cristianas del norte», dice Grosfoguel. Ese modelo —basado no en la explotación, sino en la eliminación física del “otro”— se expandió a América, se globalizó en Estados Unidos, Canadá, Australia… y hoy se actualiza en Palestina. Lo que ocurre en Gaza no es una anomalía: es la segunda Nakba. La primera fue la expulsión tras la caída de Al-Ándalus en el siglo XV.
En esa continuidad histórica, el discurso imperial ha ido perdiendo máscaras. Ya no necesita fingir que salva. Es más: Grosfoguel nos aporta con lucidez extrema los tópicos centrales del proyecto colonial y su matriz moderna —supremacista, excluyente y criminal desde su propia autocomprensión temporal—, resumidos en máximas capaces de condensar el espíritu de la colonialidad:
Siglo XV: «Cristianízate o te mato».
Siglo XIX: «Civilízate o te mato».
Siglo XX: «Desarróllate o te mato».
Siglo XXI: «Democratízate o te mato».
Hoy, en Gaza: «Suicídate o te mato».
Sin retórica redentora, sin ficción humanitaria, el objetivo es explícito: eliminar a la población para construir un resort turístico en las orillas de Gaza. Así lo advierte Grosfoguel. Y esa misma lógica se traslada al hemisferio occidental.
La llamada «Doctrina Rubio» —término acuñado por el presidente Maduro y retomado por Grosfoguel— es una estrategia neoconservadora que apunta a Cuba y Venezuela como enemigos prioritarios. No se trata de contener, sino de destruir. La herramienta política en uso es el “narcoterrorismo”; bajo ese pretexto se omite que los mayores narcogobiernos —en el pasado y en el presente— forman parte de las derechas continentales. La razón es clara: etiquetar a gobiernos soberanos como tales para justificar agresiones de todo tipo.
En esa guerra cognitiva se despliegan inteligencias artificiales, barcos hundidos sin pruebas, acusaciones fabricadas contra el presidente venezolano. Todo forma parte de una ofensiva para erosionar la legitimidad en la esfera interna. Y esto no es nuevo: la historia de los golpes de Estado en América Latina y el Caribe, está plagada de falsedades para justificar las intervenciones y el saqueo.
Pero frente a este imperialismo desnudo, emerge otro mundo. El Sur Global ya no es solo un espacio geográfico: es un sujeto político en construcción. Desde América Latina y el Caribe, se impone con urgencia la necesidad de una geopolítica de la resistencia, capaz de articular soberanía, solidaridad y esperanza, y de poner en su lugar a las élites colonizadas —esas que, sin patria ni proyecto propio, sirven como apéndices del imperio.
En resumen, vale la pena regresar a la lectura personal y colectiva de obras que nos ayuden a descifrar «los signos de los tiempos», con el objetivo de ejercitar el espíritu crítico y usar la lectura como herramienta para desintoxicar el cerebro de la guerra cognitiva en curso.
Retornando al paréntesis: lo único rescatable del «salmo» elaborado por Kaiser es que resume, en pocas líneas, la banalidad racista y colonial de quien lo suscribe como integrante de una élite eurocéntrica y anglófila. Ese es el mérito del decano mercurial.
No nos engañemos: la agresión contra Venezuela en nuestro continente es un caso paradigmático de guerra híbrida, acompañada de ejecuciones extrajudiciales en el Caribe, narrativas falsas de todo tipo y tamaño, sumado al uso del “narcoterrorismo” como excusa. Sin embargo, estas acciones desesperadas revelan más miedo que fuerza.
Por ahora, el imperio no tiene ni la capacidad ni el consenso moral para una invasión a gran escala —sería una aventura que amenazaría con incendiar una región que detesta las guerras gratuitas, sobre todo cuando vienen dictadas desde el imaginario y los intereses anglosajones. Una acción de esa envergadura obligaría a definirse, sabiendo que el resultado del acto violento imperial, juega un papel decisivo en los destinos de la región. En la era del realismo distópico liberal, la resistencia no es una opción: es la única forma de sobrevivir con dignidad.
Omar Cid es escritor y analista político*
Referencias:
(2) https://fppchile.org/gracias-a-trump/
(3) https://www.youtube.com/watch?v=rc2YaXjqh_k&t=2176s
Imagen, Pixabay