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Más sobre la polémica en torno a un artículo de Martínez Llaneza

Doctrinarios y barcos a la deriva

Fuentes: Rebelión

      1   A lo largo de estas semanas he seguido con creciente interés la polémica desarrollada en Rebelión a raíz de que se publicara una crítica de Manuel Martínez Llaneza a la obra de Ted Grant y Alan Woods Razón y revolución. En la polémica han participado Félix Monasterio-Huelin Maciá y Salvador […]

 

 

 

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A lo largo de estas semanas he seguido con creciente interés la polémica desarrollada en Rebelión a raíz de que se publicara una crítica de Manuel Martínez Llaneza a la obra de Ted Grant y Alan Woods Razón y revolución. En la polémica han participado Félix Monasterio-Huelin Maciá y Salvador López Arnal, uno para discrepar y otro para defender las opiniones de Martínez Llaneza, quien volvió a intervenir con un nuevo texto de respuesta.

Me había conformado con ser testigo de la disputa, intentando aprender lo que me fuese posible de quienes saben mucho más que yo. Pero la lectura del último artículo de Monasterio-Huelin, «Entre barcos a la deriva, una deriva entre barcos. Reivindicación de la síntesis» (tendrían que concederle algún tipo de premio por el título), me convenció de que quizá yo también podría decir algo de interés acerca de los asuntos sobre los que se debatía. Aunque igual no alcanzo a lograrlo, ya que jamás he sido campeón de vallas como él, y eso marca.

Tuve la oportunidad de leer la obra de Ted Grant y Alan Woods hace ya unos años, y gocé del inmenso privilegio de conocer personalmente al primero de los dos autores antes de su muerte, en 1997, cuando le acompañé en una de las presentaciones en España de su libro Rusia. De la revolución a la contrarrevolución. En mi casa guardo un ejemplar con una emocionada dedicatoria de su puño y letra y en la memoria un recuerdo lleno de cariño por su asombrosa inteligencia y por su tenacidad. Siento una profunda gratitud tanto hacia Ted Grant como hacia Alan Woods por su trayectoria personal de insobornable entrega en favor de los ideales de la revolución socialista, aunque no concuerde en ocasiones con sus opiniones. He leído con placer infinidad de trabajos suyos, y me parece admirable la más reciente lucha de Alan Woods en defensa de la revolución bolivariana, en Venezuela. Me alegra, además, que Martínez Llaneza comparta conmigo ese respeto por ellos.

Ahora bien, el respeto y la admiración jamás requieren el acuerdo absoluto e incondicional con cuanto manifieste aquel a quien se respeta o admira. Y cuando finalicé la lectura de Razón y revolución llegué a conclusiones muy similares a las expresadas por Martínez Llaneza en su escrito. Puede que mi opinión sobre la obra sea incluso más negativa. Me pareció errada la misma orientación que la animaba de juzgar la portentosa masa de conocimientos científicos acumulados hasta nuestro tiempo por la humanidad a la luz de una teoría general y abstracta que, utilizada como suprema falsilla, fuese dando razón de la verdad o falsedad de cualquier proposición, versara ésta sobre la teoría de la evolución o el movimiento de los planetas. Hace ya mucho tiempo, afortunadamente, que no existe ninguna Biblia a la que se reconozca el poder de ofrecer una explicación acabada de la totalidad del universo y a cuya sombra deban quedar cuantas ramas del conocimiento se desarrollen; ni Biblia, ni fe, ni tampoco metafísica. La conquista de una sociedad laica requirió de una lucha dura, pero fructífera. Una lucha en la que los científicos, por cierto, acostumbraban a ser los quemados, en el sentido más literal de la palabra, y nunca los que quemaban. Los intentos de la ortodoxia oficial soviética de convertir una caricatura del marxismo que denominaron diamat en nueva gran partera se saldaron con el fracaso más estrepitoso y con una bochornosa mediocridad intelectual. Que una tal forma de entender el marxismo pueda ser estimada como antídoto contra el dogmatismo, como lo hace Monasterio-Huelin, supone una vertiginosa vuelta del revés de la realidad que en gran medida escapa a mi comprensión, por más que él la disfrace con un farragoso alarde de erudición.

No me cabe la menor duda de que jamás fue intención de los autores de Razón y revolución edificar una nueva Biblia, ni siquiera una metafísica general y omnímoda. La posición ideológica de ambos se halla felizmente muy lejos de ambas pretensiones. Es más, no desconocían la deformación estalinista del marxismo; incluso le dedican un epígrafe, y ello hace más chocante aún que en el conjunto de su libro reproduzcan el esquematismo escolástico de Politzer y Afanasiev. Sucede que, a mi juicio, operaron como si dijéramos al revés. Pudieron intentar urdir una concepción general marxista de la ciencia, lo que con toda seguridad les hubiese permitido dar con formulaciones provechosas y sugerentes de haber seguido el consejo de Martínez Llaneza de profundizar en el estudio de la «producción social de las ciencias». En lugar de ello, quisieron, partiendo de un método presuntamente superior, dar cuenta de los resultados concretos y de teorías particulares de la física, las matemáticas o la biología. Ése es, creo yo, su fundamental error de enfoque, que necesariamente había de desembocar en multitud de errores específicos. Por ello era pertinente que éstos, al menos a título de ejemplo, fuesen señalados.

 

Lo cierto, en cualquier caso, es que, por falta de tiempo y de capacidad para ello, nunca me tomé el trabajo de responder a Alan Woods y Ted Grant. Por eso me alegró que alguien con mejor conocimiento de la ciencia que yo como Martínez Llaneza lo hiciese, y más que lo hiciera con tanto rigor como sencillez, porque complicar innecesariamente la exposición de ideas es un vicio demasiado extendido en la actualidad entre ciertos autores, éstos sí, academicistas hasta el vómito.

Martínez Llaneza escogió la parte de Razón y revolución dedicada a las matemáticas como ejemplo ilustrativo de la forma en que los autores tratan la ciencia. Al sacar a relucir un sinnúmero de errores elementales en la exposición de Ted Grant y Alan Woods quedaba claro que el recurso a un saber pretendidamente situado por encima de todas las ciencias particulares, o ciencia de las ciencias, o método general, para dilucidar la corrección o no de postulados de una ciencia específica, de la que se ignoran hasta sus rudimentos, lleva a escribir un montón de disparates. Es decir que para poder emitir un juicio fundamentado, acertado o no, sobre matemáticas lo primero que se hace necesario es saber algo de matemáticas. Parece cosa difícil de discutir, pero el hecho de que tanto Sokal y Bricmont, como Martínez Llaneza y López Arnal o autores de la talla de Mario Bunge, se vean obligados a insistir en ello una y otra vez debe llevarnos a concluir que todavía abundan quienes están convencidos de la existencia de sabidurías trascendentales, aptas para decidir sobre lo divino y lo humano sin necesidad de descender al tedioso estudio de aquello sobre lo que se pontifica. Después de todo, si tenemos catecismo, ¿para qué las molestias?

Sea como fuere, ninguno de los antes mencionados ha sacado nunca a relucir su título universitario. Bien es verdad que tampoco lo hicieron Ted Grant y Alan Woods. El único que parece patológicamente obsesionado con los títulos es Monasterio-Huelin, habida cuenta de que no para de hablar de ellos, terminando su último artículo con la enigmática revelación de que dispone de unos cuantos, pero que va a ser tan elegante de no restregárnoslos por la cara. Él sabrá el porqué de esa manía. Los demás se limitan a hablar de conocimiento, que nunca ha sido lo mismo que tener un título, como cualquiera que sepa un poco del estado de nuestras universidades podrá sospechar.

 

 

 

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La verdad es que la defensa que lleva a cabo Monasterio-Huelin de Razón y revolución produce cierta perplejidad. Reconoce que los numerosos errores señalados por Martínez Llaneza son tales, pero tampoco le preocupa mucho la corrección de lo que llama el método clásico del materialismo dialéctico. Si se erige en valedor de la legitimidad de éste -que nadie había puesto en duda, dicho sea de paso-, es porque se le antoja una herramienta más de resistencia frente al atroz «totalitarismo de la ciencia» que según él nos abruma. Una herramienta más, que va colocando en la misma trinchera que la filosofía Zen, el taoísmo, la cabalística, el eterno retorno de Nietzsche, el pensamiento de Bergson y no sé cuántas cosas más. Para mi gusto le ha faltado mencionar el libro de los Vedas, el Ramayana, el Avesta o libro sagrado de los seguidores de Zoroastro y, por supuesto, el Antiguo Testamento y El genio del cristianismo del vizconde de Chateaubriand. Así la tropa habría estado más completa. Aunque, desde luego, a Alan Woods le podría espantar que le adjudicasen semejantes compañías, dado que, a fin de cuentas, es un marxista.

El siguiente peldaño que Monasterio-Huelin se ve obligado a ascender en su cruzada es el de identificar a Martínez Llaneza como «totalitario» de la ciencia (o «academicista», «dogmático» o «doctrinario», según la ocasión). Es preciso que se le «desenmascare» como amenaza a la libertad de pensamiento, de la que Monasterio-Huelin aspira a ser ardiente cruzado, para que se justifique un refrito tan indigesto de filosofías, pseudofilosofías, religiones y supersticiones variadas, todas unidas frente al horrible enemigo común. Pero como en el trabajo de Martínez Llaneza no hay ni una sola frase que permita deducir que su autor sostiene una concepción dogmática o totalitaria de la ciencia, sino todo lo contrario, nuestro héroe tiene que recurrir a los juicios de intenciones y la burda tergiversación de las palabras, cuando no a la simple invención. Así lo hace al afirmar que Martínez Llaneza, en «el más puro academicismo cartesiano», propugna la separación de «las diferentes disciplinas y sus modalidades… en cátedras y revistas especializadas», lo que le reprocha el cruzado de la libertad como el colmo del dogmatismo. Martínez Llaneza no dice tal cosa en ningún lugar, pero Monasterio-Huelin se lo atribuye y asunto concluido.

Otras veces oculta tramposamente los fragmentos del texto a criticar que no le interesan. En su segundo escrito, por ejemplo, reproduce la frase en la que Martínez Llaneza dice: «ese método me trae al fresco». Y de inmediato y entre paréntesis nos aclara que se refiere al método del materialismo dialéctico. Pues no, señor Monasterio. Antes del punto y seguido, aunque usted no se haya tomado la molestia de copiar también esta parte (¿por qué será?), se le explica que a lo que se refiere es a «un… método que no sólo no garantiza sus resultados, sino que no tiene la menor relación (siquiera dialéctica) con ellos». Que este método sea el materialismo dialéctico lo dice usted, no Martínez Llaneza. Para él (y para mí) no es más que una burda parodia del marxismo (o del materialismo dialéctico, si lo prefiere). Y no somos muy originales, no crea. Antes, mucho antes que nosotros, en una carta dirigida en enero de 1868 a Engels, ridiculizó Marx sin piedad las «rígidas tricotomías» de tesis, antítesis y síntesis tan del gusto de Stein, que al autor de El Capital se le antojaba irrisorio que se pudieran confundir con la dialéctica materialista. En 1918, en su breve esbozo sobre la vida y la obra de Marx escrito para el Diccionario Enciclopédico Granat, recogía Lenin la misma burla. Será que Marx, Engels y Lenin rechazaban el «método del materialismo dialéctico», «sin dar ninguna explicación», y lamentablemente no se encontraba allí Monasterio-Huelin para sacarles los colores.

Pero ya veremos cómo, no sólo a Martínez Llaneza, sino también a Engels lo lee Monasterio-Huelin de una manera muy particular, o mejor dicho, saltándose de una manera muy particular las páginas.

Antes, hagamos una pequeña observación. Monasterio-Huelin tiene perfecto derecho a hacer una lectura tan «descentrada» como quiera de los textos que aborda, sin aceptar «centrarse en lo que el autor le imponga como centro … como en una elipse, o una elipsis» (¡cuánta pedantería para decir que interpreta lo que le parece bien y responde acerca de lo que le da la real gana, como es natural y saludable que haga!). A lo que no tiene ningún derecho es a exigir al autor un pronunciamiento expreso sobre toda una serie de principios esenciales de su visión del cosmos so pena de ser reo de totalitarismo o academicismo por omisión en caso contrario. Descéntrese él si quiere, pero no obligue a los demás a descentrarse con él. Martínez Llaneza le vino a aclarar su opinión sobre determinadas cuestiones por pura cortesía en su contestación. Pero no estaba obligado ni moral ni intelectualmente a hacerlo. Si la crítica de Razón y revolución señala algunos errores matemáticos gruesos ya tiene un valor en sí misma, aunque a Monasterio-Huelin esos errores le importen tan poco como piensa que a otros les importa el materialismo dialéctico. Si además ese señalamiento de errores apunta a un enfoque equivocado en la forma de aproximarse al conocimiento científico entra en un debate de enorme trascendencia. Pero un debate naturalmente acotado, en el que podrían avanzar contrastando ideas los autores de Razón y revolución y Martínez Llaneza, siempre y cuando para acometerlo no se le exigiera a nadie una declaración jurada sobre todos y cada uno de los principios que sostienen su concepción del universo. Porque este requerimiento, que es el que hace Monasterio-Huelin, sí que es totalitario. Y lo es en el preciso sentido de basarse en la idea absurda de que no es posible tratar de ninguna materia del conocimiento humano sin antes haber tomado posición acerca de su totalidad, y a veces en la idea más absurda todavía de que tan descabellada condición se infiere de alguna forma de pensamiento dialéctico. En este preciso sentido, Monasterio-Huelin sí que se comporta como un totalitario.

Martínez Llaneza no necesita explicar su concepción completa del marxismo para criticar a quienes pretenden decidir sobre teorías matemáticas recurriendo a un presunto método tan superior como ajeno a las propias matemáticas. Me consta que tiene una opinión formada a lo largo de años de lecturas y militancia política en la izquierda sobre el marxismo, pero no era un tratado sobre marxismo lo que pretendió escribir, como resulta obvio. Tampoco está diciendo que la ideología no tenga relación alguna con la ciencia, y nada le obliga a desarrollar una teoría acabada sobre las relaciones entre ciencia e ideología, aunque con seguridad fuese capaz de acometer tal tarea y algunas ideas apunte en su texto al respecto, para asegurar algo tan elemental como que ser comunista o ser neoliberal no determina la manera en que uno resuelva ecuaciones. El aforisma de Monasterio-Huelin según el cual «si se defienden ciertas teorías (científicas) a su vez se están defendiendo ciertos conceptos filosóficos» no es una simplificación, pero sí es una simpleza. Pues unas veces sí y otras veces no; las teorías científicas no determinan mecánica y unívocamente posiciones ni conceptos filosóficos, ni tampoco políticos. Y lo mismo sucede con cualquier otro ámbito de la existencia. Por eso, siendo verdad que los primeros futuristas italianos militaron en el fascismo, como se nos recuerda, también lo es que otros fascistas no comulgaban con la estética de Marinetti, y además lo es que Maiakovski, que era bolchevique, escribió multitud de poemas de notable inspiración futurista. Una teoría científica no lleva del rabo una filosofía y a su vez una posición política y una expresión artística, ni siquiera en el caso de que el rabo y la cabeza fueran intercambiables. Afortunadamente, porque así podré seguir siendo comunista y disfrutando de la gigantesca obra literaria de un reaccionario como Dostoievski. O sea que las cosas son algo más complicadas que como Monasterio se las imagina, aunque no tan complicadas como las expone.

 

3

 

La primera ocasión en que Monasterio-Huelin tiene a bien explicarnos qué entiende él por ese tan traído y tan llevado «método del materialismo dialéctico» citando a los clásicos, descubrimos dos sorprendentes secretos acerca de él. El primero, que ya habíamos anunciado, es que lee «a saltos», sin que tengamos claro si por aquello del «salto cualitativo de Engels», que «no es totalitario, y constituye la base del» susodicho. El segundo secreto es que no conoce el prólogo del Anti-Dühring de Manuel Sacristán, porque solamente así se entiende que se enfade con Martínez Llaneza por su perversa manía de rechazar el método, «a pesar de la referencia al prólogo… «. Ese a pesar de sugiere que la exposición de Martínez Llaneza es contradictoria con el texto de Sacristán, aunque se refiera a él, digamos que para cubrirse las espaldas. Pero resulta que si Monasterio leyera el tal prólogo hallaría, para su desdicha, que también Manuel Sacristán rechaza el método «sin dar ninguna explicación».

Veamos. Se pregunta Monasterio-Huelin: «¿Qué dice Engels en el Anti-Dühring?». Y a continuación cita, a su manera: «Se hace (Engels) la pregunta (p. 144): ‘¿Qué papel juega, pues, en Marx, la negación de la negación?’ Tras un par de páginas Engels concluye: ‘Marx continúa… La negación de la producción capitalista se engendra por sí misma, con la necesidad de un proceso natural: es la negación de la negación'».

Hasta aquí la manera de citar de Monasterio. Luego se embarca en un par de metáforas, una suya sobre los granos de arena y otra de Engels sobre los granos de las plantas, para hacernos más comprensible lo que es el materialismo dialéctico. Algo diré también al respecto.

Como yo dispongo de la misma traducción que él del Anti-Dühring, la de Edicions Avant, puedo seguirle con cierta facilidad. La clave está en por qué se salta dos páginas Monasterio, qué hay en esas dos páginas y, más importante, por qué tras saltarse dos páginas se come el principio de la frase en que reanuda la cita. ¿Qué hay en las dos páginas? Un resumen muy escueto de Engels de la parte de El Capital en que Marx expone el proceso de acumulación primitiva. En tal exposición, insiste Engels, Marx a su vez sintetiza el resultado final de más de medio centenar de páginas de «investigaciones económicas e históricas». ¿Cómo reza la frase completa de la que Monasterio se come el principio? A saber: «Únicamente después de haber terminado con su prueba histórica y económica, Marx continúa…»

Los «olvidos» al citar de Monasterio pueden llevar al lector poco avisado a atribuir a Engels la idea de que existe una «ley» general y universal de la dialéctica que puede «aplicarse» a diferentes realidades (por ejemplo, al proceso de acumulación primitiva de capital) para descubrir su concreto desarrollo. La intención de Monasterio es cabalmente que pensemos eso, para que también nos convenzamos de que si negamos que haya semejantes «leyes» se nos puede imputar que rechazamos el materialismo dialéctico «sin dar ninguna explicación». Pero resulta que Engels dice precisamente lo contrario, esto es, que sólo es posible alcanzar un conocimiento del proceso de acumulación primitiva por medio de la investigación concreta del desarrollo económico e histórico de una sociedad determinada, o el «análisis concreto de la realidad concreta», que constituye, en expresión de Lenin, «el alma del marxismo».

Y era natural que Engels insistiera en este punto, porque el epígrafe en el que se contienen estas palabras está dedicado a contestar a la aseveración de Eugen Dühring de que Marx emplea la negación de la negación como ley general de la que extrae la explicación del nacimiento del capitalismo. Pues no, le responde Engels, lo que hace Marx es estudiar el proceso concreto de nacimiento del capitalismo, en este caso de la acumulación primitiva, sin recurrir a ninguna ley general de la dialéctica, y únicamente después afirma que se corresponde con una forma general de movimiento dialéctico. Ninguna ley situada por encima de la realidad concreta puede ser aplicada a ésta en ningún sentido para desvelarla. Los métodos para entender la acumulación primitiva son los de la historia y la economía, como son los de la física nuclear los que se precisan para estudiar las partículas elementales. Y el problema de Monasterio es que lee a Engels tan mal como Dühring leía a Marx (no vamos a añadir que «desde la más supina ignorancia» de lo que es el marxismo, como él osa decir de Sokal y Bricmont aludiendo a la filosofía, pero el lector podrá sacar sus propias conclusiones).

Y diremos más. Toda la obra, el Anti-Dühring entero, es un texto polémico compuesto por Engels para desmontar la estúpida y perniciosa pretensión de Eugen Dühring de haber erigido un sistema abarcador de la totalidad de los campos del conocimiento humano y que presentó en sociedad por medio de un libro titulado pomposamente Curso de filosofía como visión del mundo y configuración de la vida rigurosamente científicas (1875). En los diferentes prólogos que redactó, el mismo Engels se encargó de advertir que él no pretendía responder al sistema de Dühring con otro sistema, pero que al criticar una obra que aspiraba a hablar con autoridad sobre todas las ramas del conocimiento se vio obligado a exponer sus propias ideas en campos acerca de los cuales ni él ni Marx habían reflexionado lo suficiente. Bien es cierto que también encuentra en esta circunstancia una oportunidad de desarrollar la visión marxista en terrenos hasta entonces por ella inexplorados. Pero justamente por esto, de una forma abierta, aún claramente inmadura y sujeta a errores.

Las razones por las que un texto polémico pasó a interpretarse de forma dominante como una especie de sistematización del materialismo dialéctico, lo que expresamente no era según confesión del propio autor, han sido prolijamente analizadas por multitud de escritores. Una explicación escueta pero esclarecedora está en el artículo de Francisco Fernández Buey «De la polémica al sistema», publicado en el volumen colectivo Engels y el marxismo, que editó la Fundación de Investigaciones Marxistas en 1998. Una suerte muy similar corrió después la obra de Lenin Materialismo y empiriocriticismo, con menos justificación si cabe en la fuente. Ni a Engels ni a Lenin, y fuesen cuales fueren sus errores concretos, se les puede culpar porque un nutrido número de sus epígonos leyeran ambos libros, que habían sido escritos al calor de las disputas políticas concretas, como acabados manuales de marxismo sin fisuras ni vacíos. Esta equivocada lectura, que en tiempos anduvo muy extendida, es la que a mi juicio conduce básicamente al error de enfoque de Ted Grant y Alan Woods, quienes, no obstante, y dígase esto en su honor por encima del de Monasterio, por lo menos no manipulan las citas de Engels.

Pero tampoco podemos obcecarnos hasta el punto de negar que en el mismo libro de Engels se deslizan ciertos excesos especulativos. Quienes pasamos por «dogmáticos» ante los ojos de Monasterio-Huelin no creemos que para ser marxista sea imprescindible una aceptación ciega y exenta de crítica de todas y cada una de las palabras pronunciadas por los padres fundadores. Consideramos que, como seres humanos que eran, tanto Marx como Engels pudieron cometer errores. Y en este caso concreto, además, son comprensibles atendiendo al entorno en que se escribe el Anti-Dühring y al propio estado de desarrollo del pensamiento marxista. Y es que el marxismo se forma impugnando el idealismo hegeliano, pero, a falta de otras herramientas para ir ampliando su propia concepción del mundo, sus fundadores continuaron empleando determinadas categorías hegelianas incluso en sus obras de madurez. Ocasionalmente, como en el Anti-Dühring, Hegel penetra en el discurso, no solamente por aquel meollo de la dialéctica entendida como análisis de la realidad concreta que el marxismo conserva expresamente, sino también por medio de categorías que los mismos Marx y Engels habían desechado por idealistas. Eso lleva a este último a enredarse, en otro lugar del epígrafe que citaba Monasterio-Huelin, con ejemplos matemáticos mal escogidos y deficientemente entendidos, y en éste y otros fragmentos, a tratar de cuadrar forzadamente con principios de la vieja Naturphilosophie cuestiones particulares de la ciencia positiva. Lo cual además es contradictorio con el corazón de la obra engelsiana, con la parte esencial de lo que ahora vamos a llamar nosotros materialismo dialéctico.

El error de Engels no hubiese revestido mucha gravedad si no le hubiese sucedido una poderosa corriente marxista, tanto en la socialdemocracia como en el comunismo, que lo encaramó en el altar de las verdades reveladas, en tanto definición por antonomasia de la dialéctica materialista. Lo que por otro lado abrió un flanco de fácil ataque para reaccionarios como Karl Popper. En otras palabras: Engels hizo lo que pudo en su tiempo con el grado de desarrollo cultural y científico entonces alcanzado. Y fue mucho, desde luego. La empresa por él esbozada igual en el Anti-Dühring que en La dialéctica de la naturaleza era de gran importancia, como Marx y él intuyeron. Pero era una tarea conscientemente exploratoria, con aciertos y desaciertos, que un movimiento marxista creador debería -y aún debe- continuar sin enquistarse en dogmas que Marx y Engels jamás expusieron como tales. Y más cuando, como advierte Manuel Sacristán, hoy no tenemos por qué sujetarnos a servidumbres hegelianas que en la época de madurez de los autores del Manifiesto comunista eran con seguridad difícilmente sorteables para reaccionar con coherencia frente al positivismo hegemónico. Tendremos otras, que ya nos recuerda Monasterio-Huelin que aún no se ha dicho (ni se dirá, añado) la última palabra, constatación básica con la que por supuesto estamos de acuerdo si no sirve de excusa para el estancamiento.

Dejadas de lado las «leyes» supremas de la dialéctica, el núcleo de lo que Engels pretende decirnos y de lo que puede entenderse como fundamento del materialismo dialéctico está en efecto excelentemente expuesto en el prólogo de Manuel Sacristán. A él me remito, como hizo Martínez Llaneza, sin intentar resumir la que es una exposición breve pero brillante del marxismo que sintetizada por mí acabaría necesariamente empobrecida. De esta forma, además, confío en estimular a Monasterio-Huelin para que se dé estas Navidades, en Noche Buena si lo prefiere, el placer de leerlo. No figura en su versión de Edicions Avant del Anti-Dühring, sino en la de Grijalbo de 1964 (México D.F.). Pero también puede encontrarlo en varios lugares de Internet. Entre otros, en http://archivo.juventudes.org/textos/Manuel%20Sacristan/Sobre%20el%20Anti-Duhring.pdf.

No me resisto sin embargo a recoger alguna idea, simplemente para que Monasterio-Huelin entienda por qué Martínez Llaneza alude a la expresión de Lenin del análisis concreto de la realidad concreta y al prólogo de Sacristán para dar cuenta de su posición acerca del materialismo dialéctico y, de forma más específica, de la relación de éste con la ciencia y por qué ambas alusiones le deberían haber bastado.

Para empezar, Sacristán no tiene mucho que decir acerca de la negación de la negación y acerca de la metáfora del grano de Engels (y nada, lógicamente, sobre la nueva metáfora inventada por Monasterio). Pero lo poco que dice es claro: «El conocido y desgraciado ejemplo del grano de cebada -que en su siembra, germinación y crecimiento debería entenderse según la fórmula sacramental hegeliana de ‘negación de la negación’- es característico en este sentido» (los subrayados son míos). Característico, había dicho antes Sacristán, de «una injustificada invasión del terreno de la ciencia positiva» y de «una estéril aplicación, puramente verbal, de la dialéctica al nivel del análisis abstracto y reductivo».

¿En qué sentido, pues, puede hablarse de materialismo dialéctico según Sacristán? Pues en ninguno que tenga nada que ver ni con la negación de la negación como fórmula sacramental, ni con una «doctrina» o «método» que ante un fenómeno recién descubierto que pueda ser explicado de varias formas tenga la capacidad de descartar algunas de ellas, ni mucho menos en el sentido de una filosofía que permita la «anticipación» a los resultados de la ciencia.

El materialismo dialéctico sería una «simple concepción del mundo» (en palabras de Engels) que rechaza en la acción de los seres humanos cualquier componente ajeno a la realidad mundana. Es por ello materialista y por ello aspira a la liberación de la conciencia de todos los fantasmas con los que a lo largo de la historia ha sido obnubilada (incluidos, me temo, algunos de la filosofía Zen y de la cabalística). Pero no sólo no se pretende un conocimiento ajeno y por encima del científico, sino que se basa en éste, del que acepta su «metodología analítico-reductiva» (expresión que a Monasterio le horroriza, pero que Sacristán utiliza sin que le salga sarpullido). El materialismo dialéctico permite la reflexión acerca de la inspiración y la marcha de la investigación científica, así como posibilita el estudio de la «producción social de la ciencia» en la medida que la ciencia nace de una práctica social humana (adentrarnos en qué demonios concebirá Monasterio-Huelin que es la praxis nos desbordaría). Pero en ningún caso posibilita la determinación de resultados específicos de la ciencia por métodos diferentes de los que ella misma crea en su desenvolvimiento. Un físico puede ser marxista, y que sea marxista influirá sin duda en la orientación que imprima a su labor investigadora, como al resto de su quehacer en tanto que ser social, pero los métodos de investigación que empleará serán los de la física; si se dedicara a hacer cábalas con la negación de la negación no llegaría a ningún lado.

La parte dialéctica no se define ni por «reglas» ni por «leyes», porque en el pensamiento marxista, el no dogmático de verdad, no hay planillas ni disponemos de la prueba del nueve. Nada ahorra el esfuerzo en el marxismo del estudio de la realidad concreta y de pensar por sí mismo. Y esto es justamente lo que añade la dialéctica. «Pues la práctica humana -dice Manuel Sacristán- no se enfrenta sólo con la necesidad de penetrar analítico-reductivamente en la realidad, sino también con la de tratar y entender las concreciones reales, aquello que la ciencia positiva no puede recoger». Y concluye magistralmente: «El análisis marxista se propone entender la individual situación concreta (en esto es pensamiento dialéctico) sin postular más componentes de la misma que los resultantes de la abstracción y el análisis reductivo científicos (y en esto es el marxismo un materialismo)».

Y esta es la manera de entender la ciencia y su relación con el materialismo dialéctico que inspira muy visiblemente el ensayo crítico de Martínez Llaneza, como él declara al principio. Constituye por tanto un sinsentido que nadie, salvo que simplemente no haya leído el prólogo de Manuel Sacristán, le exija ulteriores explicaciones de concreción del «método».

Pero no es sólo Manuel Sacristán. También Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel apunta a una comprensión del marxismo ajena a reglas y leyes. Lo mismo Rosa Luxemburgo en los escasos textos en los que reflexiona acerca de la totalidad. Y podrían citarse otros muchos marxistas destacados en la historia del movimiento revolucionario por su carencia completa de dogmatismo y academicismo. De lo que, finalmente, tendríamos que deducir que, o bien todos ellos rechazaron el materialismo dialéctico «sin dar ninguna explicación», o bien es que Monasterio-Huelin no sabe lo que es el materialismo dialéctico.

 

4

 

Me resta sólo hacer una última observación que ya se sale fuera en gran medida del objetivo de este escrito.

Creo que sería injusto equiparar el libro de Ted Grant y Alan Woods con la defensa de él llevada a cabo por Monasterio-Huelin. El debate que podría establecerse entre los primeros y Martínez Llaneza es un debate entre marxistas acerca de la ciencia. A Monasterio, en cambio, parece importarle el marxismo únicamente en la medida en que pueda considerarse una filosofía que, junto a otras muchas, asedien lo que él llama «totalitarismo» de la ciencia.

No obstante, Alan Woods tendría que meditar detenidamente sobre el hecho de que la lectura de Razón y revolución realizada por Monasterio-Huelin es posible y en absoluto descabellada. Una vez aceptado que el materialismo dialéctico, entendido como conjunto de principios abstractos, puede servir para determinar resultados concretos de la investigación científica al margen de los métodos de ésta, ¿por qué no aceptar, en una sociedad libre, que cualquier otra «filosofía», sea ésta el taoísmo o la que fuere, entre en liza en el juicio sobre teorías y proposiciones físicas o matemáticas? Éste es por supuesto el mejor camino para destruir toda posibilidad de conocimiento científico y para el oscurantismo, pero el razonamiento de Monasterio-Huelin en este punto no carece de consistencia.

Hay un sentido en el que la defensa de la autonomía de la ciencia, que tanto repugna a Monasterio-Huelin, es crucial. Y es el sentido en el que defendía esa autonomía Galileo Galilei frente a la Inquisición. En los años noventa, Juan Pablo II constituyó en el Vaticano un grupo de estudios galileanos al que encomendó la tarea de revisar el procesamiento del genial pisano. De las conclusiones de trabajo de aquel grupo solamente trascendió a los medios de comunicación que el Papa pedía perdón por la condena de Galileo. Pero hubo mucho más, y la doctrina oficial al respecto de la Iglesia se ha encargado de divulgarla, con bastante éxito por cierto, el célebre periodista católico Vittorio Messori. En esencia, la Iglesia reconocía que había cometido un exceso con el científico y que en gran parte se había demostrado que éste tenía razón en su formulación de la teoría heliocéntrica. Pero en lo que respecta a la relación de la ciencia con la religión, el Vaticano se reserva el derecho a dictar su criterio, basado en un dogma, sobre el contenido material del conocimiento científico. Y aún peor, se acusa soterradamente a Galileo de soberbia y de «totalitarismo» científico por no admitir la intervención distorsionadora de la religión en sus investigaciones. Pero, concebida la relación de ciencia, filosofías y mitos que escorza Monasterio-Huelin, ¿por qué no iba a reclamar Benedicto XVI su derecho correspondiente a examinar si el teorema egregio de Gauss cabe o no en el Deuteronomio?

Por el contrario, toda la admirable vida de Galileo constituye una lucha heroica por conquistar la autonomía y la libertad de la investigación científica. Sin negar la de la religión en su campo, que era a juicio de Galileo el de la moral y no el de la descripción del sistema solar. En su Carta a la señora Cristina de Lorena, lo expresó metafóricamente, con gracia pero con concisión y exactitud insuperables: «la intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo»

El marxismo no puede convertirse en una secta más que despedace la razón, porque en la razón está su fuerza transformadora de la realidad. El marxismo se inserta inequívocamente en la tradición de la Ilustración y de la revolución francesa y aspira a la emancipación humana. Para la cual el conocimiento que proporciona la ciencia es un arma muy poderosa que los pueblos han de arrebatar a las clases dominantes que la han acaparado a lo largo de los siglos.

Uno de los hechos argüidos por Monasterio-Huelin puede ser tomado como ejemplo de lo que quiero decir. «Pero, hombre -protesta-, si la alternativa es el racionalismo, ¿cómo perder de vista las bombas de Hiroshima?» (supongo que se refería a las bombas de Hiroshima y Nagasaki). La desfachatez de la forma en que aquí se usa un ejemplo trágico de la historia desborda cualquier imaginación. Porque, como todo el mundo sabe, el racionalismo no tiró ninguna bomba. Las bombas fueron arrojadas por el ejército de Estados Unidos por orden de sus gobernantes y por decisión de la oligarquía dominante en el Imperio. Para entender las causas Monasterio-Huelin tendría que pensar mejor en la lucha de poder con la URSS, la expansión imperialista y los propios requerimientos de la industria militar, entre otros factores. Esto es, tendría que estudiar una determinada realidad concreta de luchas políticas y económicas. Pero el ejemplo vale para comprender que el conocimiento científico puede ser utilizado para destruir la humanidad o en su beneficio. Que se logre lo último depende de que se consiga extender y quedar en manos de la inmensa mayoría de la sociedad, y ése sería uno de los objetivos primordiales de una revolución socialista, que es, no vayamos a olvidarlo, la razón de ser última de todo marxismo digno de tal nombre.

LOS OTROS TEXTOS DE LA POLÉMICA:

(Crítica a «Razón y Revolución» de Alan Woods y Ted Grant)(AWTD) La ciencia mal-tratada (http://www.rebelion.org/docs/60179.pdf ) Manuel Martínez Llaneza

(Crítica a «La ciencia mal-tratada» de Manuel Martínez Llaneza) Del «análisis» de casos a la ocultación de los principios (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60228) Félix Monasterio-Huelin Maciá (09-12-2007)

Crítica de la crítica precipitada (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60241) Salvador López Arnal (10-12-2007)

Más críticas a una crítica muy precipitada (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60329 ) Salvador López Arnal (11-12-2007)

Confesiones al hilo de una crítica chismosa (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60450) Manuel Martínez Llaneza (14-12-2007)

Entre barcos a la deriva, una deriva entre barcos. Reivindicación de la síntesis. Félix Monasterio-Huelin Maciá (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60500), 15-12-07.

Cinco consideraciones y una coda final con tres compases irritados. Salvador López Arnal (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60548).

La inanición de Gödel, y los unicornios azules. Juan Hurtado (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60800).

Las palabras, los conceptos y sus dueños, Salvador López Arnal (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=60851).