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Simposio Internacional de Hispanistas de Pekín 2005

Don Quijote y la dignidad del hombre

Fuentes: Rebelión

A pesar de su locura y de todas las peripecias que le llevaron a las situaciones más grotescas y humillantes, es curioso que don Quijote nunca perdió la compostura. ¿Acaso Cervantes no quiso insinuarnos la importancia de la dignidad del hombre? Efectivamente hemos podido percibir entre las líneas de su inmortal obra su exhortación en este sentido a través de la figura de don Quijote. La obtención y la salvaguardia de la dignidad del hombre cobra especial significado cuando hoy está expuesta a una amenaza global

En torno a El Quijote nunca se ha cesado de plantear la pregunta: ¿Qué es lo que nos quiere decir Cervantes con su «hijo del entendimiento»? Las respuestas han demostrado ser múltiples, porque varían según épocas, culturas, individuos, e incluso según momentos de lectura de un mismo lector. De ahí que se haya afirmado que la obra es una veta de oro inagotable que viene enriqueciendo el espíritu humano desde siempre y para siempre.
Personalmente este servidor ha experimentado la variabilidad de impresión, de emoción y de percepción en el reiterativo contacto íntimo con la inmortal creación cervantina. Cuando era adolescente me divertía con la alternancia de lucidez y locura de don Quijote, y con la socarronería, astucia y chispas de agudeza de Sancho Panza. Luego, ya rayano a la madurez, las peripecias vivenciales me inclinaban a mirar las cosas a través de otro prisma. ¿No nos estará aludiendo Cervantes a los perpetuos forcejeos en los que el hombre se ve condenado a debatirse para mantenerse equilibrado en la tensión tirante que enlaza el idealismo con el realismo? Pero la última lectura me ha iluminado con una idea distinta. Me parece haber entreoído un nuevo clamor: ¡Hombre, gánate la dignidad!, porque es la quintaesencia y la meta final de la libertad y de la justicia.
Y efectivamente.
El hombre, desde que se puso de pie, se enderezó de torso e irguió la cabeza, siempre se ha fijado en esta meta en sus perseverantes luchas por la libertad y la justicia. Sin embargo, su legítima aspiración tarda en hacerse realidad, y desgraciadamente el impedimento proviene justo de la estructura social que él mismo se ha forjado para su supervivencia. Un insondable designio, quizá sobrenatural, siempre ha hecho que una restringida minoría de los integrantes de la sociedad ascienda a la prepotencia, mediante la cual no ha dejado de cometer arbitrariedades, oprimiendo y explotando a sus semejantes. Lo peor es que los atropellos se llevan a cabo casi siempre arropados con tornasol ilusorio. O te predicen un paraíso de ultratumba, o te prometen un Edén terrenal. Luego so pretexto de semejante quimera, te exigen una sumisión absoluta, ya que cualquier rebeldía supone un atentado contra la alta causa que dicen que a ellos se les ha asignado para emprender en tu beneficio. Mientras tanto, la mayoría de los mortales se ven obligados a vivir sojuzgados, privados prácticamente de lo indispensable para sobrevivir, hasta del derecho de pensar por su propia cuenta, y por consiguiente carentes de toda dignidad. Pero sepamos que la privación de dignidad no es en absoluto unilateral. Los prepotentes, al quitar la dignidad a los prójimos, se hallan al mismo tiempo con la suya propia perdida, o sea, se embadurnan incluso de doble indignidad.
Si en la época preindustrial, los atropellos de la dignidad humana se producían enmarcados de alguna manera dentro de ciertos territorios limitados – caso que no se ha dejado de darse hoy día por supuesto -, en el mundo actual, se está conociendo un viraje de importancia sustancial en este aspecto. Con la famosa globalización, nos toca presenciar un fenómeno sumamente preocupante. De uno o pocos focos de hegemonía vienen emanando intentos impositivos que arrollan toda frontera y hacen estragos en cualquier rincón del planeta, por remoto que sea. El estandarte que se alza es el mismo: te sacudo de la atadura y te traigo la democracia, la prosperidad, la felicidad, etc.,etc. Como los valores que profeso son los únicos válidos y universalmente aplicables, me he elegido como tu salvador. ¡Ea!, aguántate a pesar de todos los daños, que además son colaterales.
 ¿Acaso la dignidad humana no se ve despreciada, amenazada y menoscabada, prácticamente igual que en otros tiempos a pesar de los preconizados progresos del mundo? Por eso dirigimos la mirada, como en muchas otras ocasiones, a Cervantes, si no en busca de remedio, por lo menos procurándonos consuelo, aliento y ánimo para no dejarnos abatir.
En la figura de don Quijote, Cervantes nos ha perfilado la dignidad humana para enseñarnos cómo obtenerla en caso de su ausencia y cómo salvaguardarla cuando se nos quiere despojar de ella.
Ahora bien, ¿en qué consiste, al fin y al cabo, la dignidad humana? O dicho de otra manera, ¿cómo puede uno llegar a ser hombre digno?
La respuesta puede parecer un lugar común, e incluso una cursilería en esta época tan materialista, pues me voy a referir ni más ni menos a un ideal que dignifique a la persona, que confiera algún sentido a su existencia. Porque si no, ¿en qué se diferencia un hombre de un animal sólo ensimismado en la supervivencia del individuo y en la proliferación de la especie? No se trata de ningún criterio antropocéntrico. Diferencia no es superioridad. Sencillamente constituye un elemento imprescindible que requiere la identidad de cada uno. Además, en vez de superioridad, esta diferencia supone para el hombre una mayor responsabilidad respecto al mundo que él comparte con otras especies.
Perdón, he divagado demasiado. Volvamos a nuestro tema. Se nota que hablar del idealismo pecaba igualmente de banal y ridículo en tiempo de Cervantes, debido a la crisis, turbulencia y descomposición social que le tocaba vivir. De modo que se vio obligado a volver loco primero a don Quijote para dotarle de un ideal. Leamos:
Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de «tuyo» y «mío» … No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza.
La Justicia estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez …(I,10)
¿Locura o cordura? ¿Acaso no es la misma aspiración que siempre ha guiado al hombre en su arduo y prolongado peregrinaje? Ésta es: verse emergido en una sociedad justa, honesta y armoniosa, ideal que a pesar de todos los esfuerzos y sacrificios, todavía dista mucho de alcanzar, desafortunadamente.
Erigido en tan elevado pedestal, don Quijote se siente inmediatamente requerido por el mundo, porque en él hay tantos «agravios que deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que mejorar, y deudas que satisfacer». Puede que el tono que se utiliza en la enumeración nos suene medio burlesco, ya que la obra entera es una parodia a la que recurre el autor para esquivar el prejuicio del vulgo. En realidad Cervantes intenta revelarnos en boca del protagonista su propio ideal y lo hace muy en serio. De modo que la declaración de los principios justicieros de por sí cobra una innegable fuerza dignificante. De ahí la súbita magnanimidad de don Quijote que se ha descapullado del hidalgo lugareño sin pena ni gloria, llamado Quijada, Quesada o Quejana.
Además y lo más importante es que la justicia que concibe don Quijote no se fundamenta en la coerción, sino en la libertad. Escuchémosle:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear el ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el Cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo Cielo! (II. 58)
Su aversión contra toda privación de la libertad se patentiza incluso en términos absolutos en la escena de los galeotes. Cuando Sancho le dijo:
  • Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que va a las galeras.
  • ¿Cómo gente forzada? – preguntó don Quijote -. ¿Es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?
  • No digo eso -respondió Sancho-; sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al Rey en las galeras, de por fuerza.
  • En resolución -replicó don Quijote-como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza y no de su voluntad.
  • Así es -dijo Sancho.
  • Pues de esa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio; deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables. (I, 22)
Más adelante, vemos justificada su aparente locura al poner de manifiesto la injusticia de la justicia terrenal:
De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio, que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer, no os dan mucho gusto y que vais a ellas muy de mala gana, y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro, y finalmente el torcido juicio del juez hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníais. (I, 22)
Don Quijote o Cervantes, da igual, ha puesto dedo en llega al revelar sin ambages la corruptibilidad de la justicia legal. La justicia que se conoce hasta hoy día no deja de adolecer de parcialidad y arbitrariedad, porque siempre ha estado en manos de la prepotencia. De ahí la facilidad con que se degenera en instrumento de abusos, de atropellos, de chantajes, de expoliaciones, que es lo que se ha venido haciendo a lo largo del tiempo y a lo ancho del espacio.
Pero don Quijote concibe la justicia totalmente de otra manera: ella se debe llevar a cabo partiendo de la bondad, de la caridad y de la misericordia. Lo dice explícitamente nuestro caballero cuando da consejos a Sancho Panza:
Hallen en ti más compasión, las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.

……

Cuando pudiere y debiere tener lugar la capacidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

……

Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. (II, 42)
La conclusión es evidente: sólo sobre una justicia que abrace a la libertad, a la benevolencia, al amor se podrá erigir una sociedad que garantice la dignidad a todos sus integrantes.
 Don Quijote, dignificado y sublimado con la alta aspiración, no se contenta con ser un ente pensante, sino fundamentalmente actuante. No sin causa él se ha autoordenado «caballero andante», porque en la ardua andadura piensa llevar a cabo todo su anhelo justiciero. No es mera casualidad que el primer agravio que ha tratado de deshacer nuestro héroe haya sido el que sufre Andrés, un desvalido muchacho. El acto conlleva un significativo simbolismo: la defensa de los débiles. Es decir, la justicia ha de iniciarse por lo menos con el propósito de redimir a los marginados, a los desamparados, a los desposeídos. Desgraciadamente, los parias siguen constituyendo la mayoría en el mundo actual a pesar de los llamados avances sociales que supuestamente podrían aportar a todos una vida mínimamente decorosa. La Humanidad se halla escindida, quizá más que nunca, en dos polos insultantemente contrastantes: la opulencia derrochadora en un extremo y la carencia absoluta de lo más indispensable en el otro. No resulta demasiado difícil presagiar algún posible desenlace de semejante situación. En todo caso, es notorio que mientras no se corrija la actual iniquidad, no habrá ni la más elemental tranquilidad, ni mucho menos justicia y decoro. He aquí la validez del ejemplo de don Quijote para quienes se creen portadores de la básica preocupación humanitaria. Lo preliminar que se debe hacer en este caso es ponerse de lado de los débiles y reclamar por ellos.
Pues bien, teniendo delante a don Quijote, ya se nos ha presentado perfilada con toda nitidez la figura de una persona con dignidad: identificada con un alto ideal que la impulsa a luchar por la justicia, amparando primeramente a los desfavorecidos. De esta premisa pueden ir emanando muchas otras virtudes que concurran a optimizar todavía la integridad personal. Volvamos a escuchar al mismo personaje:
De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos.(I,50)
Puede que exagere, pero la verdad es que anhela alcanzar tal perfección con toda sinceridad. ¡Ojalá cada uno de nosotros pudiera adquirir ese equilibrio de virtudes, siquiera en pequeñas proporciones! Entonces, aún cuando no se nos depare suficiente fuerza como para barrer el mundo de toda su mugre, por lo menos conservaríamos limpio un trozo de terreno en nosotros mismos. Como consecuencia, seríamos capaces de retener nuestra dignidad a despecho de todo intento de quitárnosla.
Antes de finalizar, quizá no esté de más prevenirme de alguna posible refutación.
-¿Cómo se te ocurre tomar en serio los desvaríos de un mentecato, aureolándole además de tal manera? – se me replicará.
No creo necesario repetir lo del carácter paródico de la obra en cuestión. Sólo hace falta agregar un argumento de suma importancia: si la figura de don Quijote se nos presenta de vez en cuando algo grotesca, la culpa no la tiene él, sino que es la sociedad contaminada de todo tipo de impureza la que la refleja afeada como lo haría uno de esos espejos que desfiguran. El mismo autor se ha encargado de insinuar este intercambio de papel cuando pone en boca de Cide Hamate lo que sigue:
… que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahinco ponían en burlarse de dos tontos.(II, 70)
Para mayor convicción, recordemos la autodefensa del propio protagonista:
Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros por el de la adulación servil y baja; otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos, y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que de esto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes. (II, 32)
La clarividencia del mismo discurso ya es suficiente como para borrarle el estigma de loco. Además, fijémonos en la definición que don Quijote ha hecho de su propia persona: hombre de elevada aspiración, libre de mezquindades, justiciero, intrépido, honesto, altruista. He aquí el secreto de la indestructibilidad de su autoestima a pesar de los infortunios propios y las mofas ajenas.