Se dice que, aproximadamente, un bebé sonríe 400 veces al día, a diferencia de un adulto que lo hace, en el mejor de los casos, en 30 ocasiones. Se deduce por tanto que crecer, hacerse adulto, no contribuye a hacernos más felices si, la sonrisa, la más hermosa y humana expresión de que disfrutamos, es […]
Se dice que, aproximadamente, un bebé sonríe 400 veces al día, a diferencia de un adulto que lo hace, en el mejor de los casos, en 30 ocasiones.
Se deduce por tanto que crecer, hacerse adulto, no contribuye a hacernos más felices si, la sonrisa, la más hermosa y humana expresión de que disfrutamos, es el costo que debemos pagar por «madurar», por convertirnos en hombres y mujeres de «provecho».
La natural sonrisa del bebé que agradece haber comido, haber descansado, que se sonrie simplemente cuando nos reconoce junto a él, que es capaz de amar y ser amado, y de encontrar en el día cuatrocientas razones para celebrar una sonrisa, tal parece que desde que se pone los pensamientos largos, muda sus risueñas maneras y termina transformando aquella que fuera su mejor sonrisa en una mueca hosca, inanimada, propia de quien ya ha perdido toda capacidad de asombro y de esperanza.
La cacareada «calidad de vida» sospecho tiene un gran indicador en esa perdida capacidad de sonreir que se nos va quedando por las trajinadas esquinas de la vida.
Como terapia, las únicas sonrisas disponibles que nuestro estilo de vida nos permite son esas amorfas contracciones del rostro, sonrisas desechables de poner y quitar que, cualquier día, aparecerán a la venta en las estanterías de los supermercados o que podremos adquirir con la ayuda de un cirujano plástico que nos esculpa en la cara, a gusto de cada quien, los buenos días y las buenas noches.
Y la única posibilidad de recuperar esas 370 sonrisas diarias perdidas desde nuestra infancia es hacer memoria, recordar qué es lo que nos permitía sonreir entonces, en qué perdidos valores, en qué extraviada moral levantó su derecho la sonrisa para poder reconducir nuestros pasos y ser, casi una vida más tarde, el mismo noble bruto capaz de agradecer haber comido, haber descansado, que ama y que es amado y que puede reconocerse al fin en ese otro, tan próximo y distante, con quien reconstruir una común y fraterna sonrisa.
Bastaría que nos atreviéramos a vernos en esos «locos bajitos» de que hablara Serrat, en esos para quienes nunca disponemos de tiempo y cuyas voces cargamos a la espalda. Bastaría que fuéramos capaces de verlos, de descubrirlos a nuestra alrededor, pero no para despedirnos sino para encontrarnos; no para censurarlos sino para entenderlos; no para educarlos sino para aprender con ellos.