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Texto para los ASKE-encuentros sobre el compromiso del intelectual

¿Dónde se sitúan los intelectuales?

Fuentes: Rebelión

Aunque el tema es muy amplio y su complejidad requeriría una intervención más larga, voy a tratar de ser breve y atenerme a los veinte minutos que nos han pedido a los ponentes para así dar tiempo a las preguntas del público y al debate que, para mí, es lo más importante. No entraré en […]

Aunque el tema es muy amplio y su complejidad requeriría una intervención más larga, voy a tratar de ser breve y atenerme a los veinte minutos que nos han pedido a los ponentes para así dar tiempo a las preguntas del público y al debate que, para mí, es lo más importante.

No entraré en considerar lo qué se entiende por intelectual, ni en valorar su trabajo científico o artístico con relación a sus repercusiones políticas, ni en otros muchos aspectos, algunos de los cuales ya han sido expuestos anteriormente por otros compañeros. Me limitaré sólo a señalar un punto que sí considero clave cuando de intelectuales se trata y que viene precisamente muy a cuento a la hora de hablar del compromiso: Es la importancia de que los intelectuales y los artistas tengan conciencia de su situación social en el mundo que habitan y de la responsabilidad que ello conlleva.

Esto que dicho así parece elemental y hasta una perogrullada tratándose de personas cuyo oficio consiste en gran parte en pensar, en imaginar, en crear y recrear el mundo, no parece estar muy claro para la mayoría a la hora de llevarlo a la práctica. Me explicaré.

Están ocurriendo cosas gravísimas en el mundo. En Afganistán, en Iraq, en el continente africano, en América Latina, a nuestro alrededor. Cientos de emigrante mueren todos los días cerca de aquí en su intento de escapar al hambre y llegar a Europa; vemos a diario las imágenes en la pantallita: sus cadáveres amontonados como basura, las miradas acusadoras de los que sobreviven, los niños indefensos de regreso a sus países donde morirán de enfermedades curables y de abandono. Vemos los prisioneros de Guantánamo enjaulados como alimañas, mientras comentamos el horror comiendo patatas fritas con amigos que también se lamentan mirando la TV. Sabemos que en Moscú, para desalojar un teatro se acaba de gasear a sus ocupantes porque se sospecha que entre ellos hay «terroristas» y eso justifica matarlos como sea. Sabemos que la tortura va en aumento: se tortura en los campos de concentración de Iraq, en los cuarteles de la Guardia Civil en Madrid, en Euskal Herria. Sabemos que cientos de presos malviven en una crónica agonía en las cárceles de la dispersión de España. Palestina es un infierno de atrocidades que nos llena de vergüenza. Estamos rodeados de agresión y barbarie, de acontecimientos provocados por la codicia de quienes acaparan sin escrúpulos las riquezas. El imperialismo crece cada vez más y ya parece dominar el mundo, y desde su prepotencia se permite con descaro llevar a cabo genocidios sin tan siquiera ocultarlos. Ayer fue Afganistán, ahora es Iraq, puede que luego le siga Cuba.

Está ocurriendo todo esto bajo nuestra mirada de espanto, nuestra incomprensible pasividad. Nos obligan a ser testigos de crímenes atroces. Testigos que miran y callan o que protestan poco: testigos que con su silencio y su pasividad se convierten en cómplices. Una complicidad que quiénes vivimos en Occidente, en estas terribles democracias representativas de los países que llaman desarrollados, arrastramos como un pesado lastre a sabiendas de que es una insidiosa y crónica enfermedad que nos afecta en gran manera. Tratamos de resistirnos, de escapar, de hacer frente a la terrible amenaza. Buscamos compañeros solidarios, hermanos que sientan lo mismo, que necesiten también armarse para resistir, que nos den calor: formar grupo, hacer una piña. Palpar que no estamos solos, que hay otros mucho que resisten: buscamos voces que denuncien, que den ánimo, gritos de rebeldía, de insumisión, de insurgencia: movilizar la humanidad sensible antes de que la exterminen: que nuestro pequeño y débil grito se prolongue, encuentre múltiples ecos, se propague a lo largo y ancho de la tierra, que sacuda y despierte a los dormidos, a los anestesiados.

¿Qué es lo que hace que en medio de este panorama tan desolador, nada exagerado aunque lo parezca, nos preguntemos hoy aquí sobre el papel que juegan los intelectuales y los artistas en esta sociedad?

Ellos están sometidos a las mismas presiones que los demás, en mayor o menor escala participan también de los sentimientos descritos. No son ni más sensibles, ni más inteligentes, ni más fuertes, ni mejor dotados. Ni menos vulnerables a la corrupción, ni más honestos tampoco.

Y sin embargo, pensamos que pueden desempeñar algún papel en esta sociedad, colaborar a la hora de cambiarla, intervenir de alguna manera en la medida en que su proyección pública les da una dimensión que la gran mayoría no tiene. En definitiva, por una serie de razones nos parece que gozan -como dice Chomsky- de una situación social privilegiada en relación a otros.

Este privilegio, que es relativo y depende de muchos factores y es mayor o menor según el grado de notoriedad alcanzado -con frecuencia ninguna, también es verdad-, forma parte del oficio y la mayoría de las veces no se puede eludir, como en el caso de aquellos a los que acompaña la fama. Tal pintor, tal cantante, tal premio Nobel, tal científico, tal cineasta, son personalidades en ocasiones míticas cuya opinión tiene una gran influencia en los medios sociales. Lo que ellos digan o lo que ellos hagan, de alguna manera va a repercutir en quienes los oigan, o los lean. Desde su tribuna pueden llamar la atención, alertar de un peligro, hacer pública la injusticia. Señalar con el dedo al responsable, decir yo acuso.

Esto lo podemos matizar después, en el coloquio, pero es un hecho que la información les es más asequible, que tienen mayores posibilidades de difundirla, que disponen de plataformas y recursos: están en la radio, en la televisión, son entrevistados, publican artículos, libros, dan conferencias.

Ni el campesino, ni la señora de la limpieza, ni el funcionario de la administración, ni el tendero de la esquina, por muy preocupados que estén por los problemas, tienen la posibilidad de informarse en fuentes no manipuladas, ni de difundir esa información, ni de ser portavoces de nada.

Esta situación, más o menos privilegiada, pero privilegiada al fin, que convierte al intelectual en una personalidad pública y respetada, lleva consigo una carga de responsabilidad que forma parte del oficio elegido: lo sepa o no, lo quiera o no, lo que el intelectual o el artista haga o deje de hacer, tiene siempre una repercusión social de la que, por pequeña que sea, él es responsable.

Tomar conciencia de esta responsabilidad social que conlleva la profesión elegida, es un mínimo gran paso que debería de dar todo intelectual que se precie de serlo, porque en ese conocimiento radica gran parte de su comportamiento futuro. Un paso que le pone en la estimulante situación de pensar en sí y en su entorno, de reflexionar en el puesto que en este entorno ocupa y que, llegado el momento, le capacitará para medir sus actos y asumir sus responsabilidades, o eludirlas. Un paso decisivo que le coloca plenamente en el umbral de su oficio tan lleno de escollos y dificultades que no han hecho sino empezar.

Este conocimiento de su situación en tanto que intelectual, a la vez que le da noticia de las responsabilidades que conlleva, le crea múltiples dudas que le obligan a tomar decisiones que le comprometen, que le atan y le liberan al mismo tiempo, que son como pequeñas ventanas de luz que el indagar va abriendo. Es un proceso complejo donde se avanza pasito a pasito sin que parezca y se va fraguando una conciencia más profunda De ahí la gran importancia para un intelectual de convertir en observatorio su punto de partida, de arrancar desde la torre más alta mirando no sólo alrededor sino a lejanísimos horizontes que otros no alcanzan a ver Estoy hablando de una responsabilidad ética elemental, como la que en mayor o menor grado acompaña a otras profesiones, la de los médicos, la de los abogados, la de los ingenieros. También los intelectuales tienen la suya como tales, una responsabilidad que les compromete con lo social y les abre a una dimensión política que les humaniza.

Dimensión política en el sentido más amplio, común a todos los humanos por el hecho de serlo. Nada extraordinario, pero sí muy importante. Ahora, por lo menos, una vez situado, el intelectual ya sabe en dónde está; o en dónde no está y debería estar; o en donde no quiere estar, porque considera que nada le obliga a ello.

Desde esta toma de conciencia previa, imprescindible y propia de su ocupación, que es pensar, los contornos un tanto imprecisos que envuelven el concepto de responsabilidad del intelectual se aclaran y el horizonte se despeja. Sea cual sea su elección -la de asumir su responsabilidad, o la de no responsabilizarse y ser un irresponsable a conciencia-, cualquiera que sea, digo, su decisión es siempre preferible a la que se toma desde la ignorancia, porque ha sido asumida con conocimiento de causa y tras sí no deja ambigüedad alguna que desoriente -esa ambigüedad en la que tantos intelectuales navegan perdidos, y tantos otros a sus anchas por lo mucho que les conviene, y que es el caldo de cultivo de la confusión reinante, del oportunismo y de la manipulación. Esa ambigüedad que por sí sola merecería un capítulo aparte.

No estoy hablando del ámbito político, quiero insistir en ello, aunque puede que pronto tenga repercusiones políticas lo que en él ocurre. Estamos aún en esta zona en la que la persona sensible se mueve por reflejos morales de justicia, de amor, de solidaridad y se pregunta, desde la inocencia, los porqués de lo que va descubriendo, y se asombra, extrañado, de cómo es posible que estando tan cerca no lo hubiera visto antes. No parecía posible que las cosas fueran así, que la realidad aparente encubriera tanta verdad ignorada. Tanta injusticia, tanta mentira, tanta deshumanización.

En momentos tan graves como los que enumeraba al principio, en los que están ocurriendo aberraciones monstruosas y horribles, provocadas por los estados imperialistas, parece que lo mínimo que debería de hacer un intelectual honesto es dejar oír su voz de protesta y de denuncia.

Basta con sólo mirar alrededor y asumir dignamente la responsabilidad que le concierne. Utilizar las numerosas ocasiones que su situación le brinda, valerse de sus propios recursos como intelectual. Porque él tiene los medios y la capacidad creadora propia de su oficio para intervenir. Él trabaja con la imaginación; trabaja con el intelecto. Sus posibilidades son infinitas para llamar la atención, para mostrar la entraña oculta de los problemas, para enriquecer el discurso e impedir que el bello deseo de que otro mundo es posible se quede petrificado en consigna.

«No he de callar por mas que con el dedo, ya tocando la frente, ya la boca, silencio avises o amenaces miedo.», decía el gran Quevedo. Y lo decía bellamente en un soneto utilizando esa situación privilegiada.

Entre nosotros tenemos un ejemplo reciente que ilustra lo que quiero decir: el caso del Director del diario Egunkaria, Martxelo Otamendi.

A Martxelo Otamendi le detienen bajo acusaciones terribles asociadas al terrorismo. Le torturan y al poco tiempo es puesto en libertad. Y Martxelo denuncia ante el juez primero, ante la prensa después y siempre que puede, en sus conferencias y entrevistas, la tortura a la que ha sido sometido. Cuenta el relato suyo con todo tipo de detalles. Ha sufrido vejaciones terribles, insultos, humillaciones, le han obligado a desnudarse, a permanecer de pie horas y horas, se han burlado de él, le han aplicado corrientes eléctricas, la bolsa de plástico que produce asfixia, golpes, amenazas. Lo que a él le han hecho se lo están haciendo a diario a todos los que detienen. Pero esa mayoría anónima no tiene voz, no tiene credibilidad, se la ignora. En este caso Martxelo ha hablado por todos ellos. Se ha servido de su situación privilegiada de director de un periódico para contar la verdad. Y esa verdad se ha difundido, se ha oído, se ha abierto camino por entre el muro de mentiras y está circulando.

Cuando el intelectual, consciente de su privilegiada situación, actúa con coherencia y se enfrenta al poder pasa a ser un sospechoso que corre riesgos muy grandes. A Martxelo le han procesado otra vez por denunciar torturas y ha recibido amenazas de muerte si sigue reafirmándose en la denuncia.

Visto fríamente y a distancia, su denuncia fue un acto cívico normal -¿qué menos puede hacer un ciudadano agredido de esta manera por la Policía de un país que se dice demócrata?-, acto cívico que, sin embargo, se convirtió en un gesto heroico, dadas las condiciones de represión que estamos viviendo en el País Vasco, y ha tenido una gran repercusión política.

Es así como se complejizan las situaciones. Gestos de dignidad como éste son los que en ocasiones conducen al que los practica a posteriores pasos políticos de gran trascendencia. Uno no se había propuesto ser político, pero un día descubre que el ser humano consciente no puede eludir esa condición. Pensar y ser coherente con lo que se piensa tiene sus riesgos. Es un camino difícil, es verdad, toda una larga aventura que puede condicionar una vida y que a muchos les da miedo y la abandonan. Pero para otros merece la pena frente al adocenamiento, la anestesia y la muerte que nos preparan si no reaccionamos a tiempo.

Es así como a veces desde un sencillo comportamiento coherente con la sensibilidad y la dignidad llega uno a tomar conciencia política profunda. Es así como Howard Zinn, que fue bombardero en la segunda guerra mundial y creía honestamente que venía a Europa a luchar por la democracia, tomó conciencia de la mentira y la aberración en la que le habían implicado y llegó a ser el magnífico historiador de «La otra histora de los EE.UU.» y la gran persona de admirables dimensiones humanas y políticas. Es así como el Che dejó de ser médico y se transformó en ejemplar revolucionario. Son elecciones muy respetables todas. Nadie nace enseñado y el intelectual y el artista tampoco, pero si toma conciencia de su situación privilegiada y decide actuar en consecuencia puede convertirse en una fuerza creadora que abre e ilumina caminos.

Este aspecto tan elemental no parece merecer demasiada atención para quienes deberían prestársela. En las democracias formales, o representativas, para limitarme a lo que tengo cerca y es mi entorno, los intelectuales, salvo rarísimas y heroicas excepciones, cierran los ojos y se arriman al poder. A veces de una manera muy visible y hasta ostentosa. Otras, la mayoría, de una manera más o menos soterrada, consintiendo desde la penumbra, al amparo siempre de la confusión.

En una democracia como la que padecemos en España, a diferencia de lo que ocurría anteriormente con la dictadura, estar con el poder no exige ningún esfuerzo de ocultamiento, al contrario: ni está mal visto, ni da ninguna vergüenza y hasta es un status muy deseado. Es también cómodo, con no ver lo que no debe ser visto, con no hurgar en lo que no debe ser aireado. Con ocuparse de lo suyo propio, sin más, el intelectual de la democracia goza de grandes libertades de expresión. En nuestra «democracia» puede tratarse libremente cualquier problema, siempre y cuando no se aborden los cuatro o cinco temas considerados tabúes. De hacerlo hay que cuidar mucho el tratamiento, para lo que hay un acuerdo tácito del que nunca se habla. Ya se sabe que la violencia sólo la practican los «terroristas», que la tortura es una lacra de otros países, de otras latitudes menos civilizadas, que nada tiene que ver con el exquisito tratamiento que la policía o la guardia civil da a los detenidos. En cuanto a lo vasco, es éste un problema ancestral, de fanáticos separatistas que no tiene razón en plena modernidad del siglo XXI. Cuba, por su parte es siempre una dictadura que se va a caer de un día para otro desde hace cuarenta años.

Pequeñas complicidades sin importancia que le reportarán al que las acepta compensaciones en múltiples formas. Al poder le conviene tener intelectuales de este tipo, gentes dóciles que acatan y se amoldan, que están ahí arropando en silencio, que ni hacen ruido, ni molestan, que en ocasiones, cuando el revuelo de algún acontecimiento lo requiere, incluso aparentan criticar severamente el sistema para así reforzarlo. Gentes que cuando se asoman en público repiten sin pudor alguno «nosotros los demócratas» y se quedan tan campantes. El poder los mima, los gratifica, los premia.

Pero de la misma manera que premia a unos, castiga a los disidentes, como acabamos de ver con Otamendi. Aquella situación privilegiada, de la noche a la mañana, se convierte en peligrosa.

Cuestionar la «democracia», en una democracia formal, es una falta muy grave, mucho más de lo que parece, porque quienes gobiernan parte siempre de un principio, elevado a categoría absoluta que corta toda discusión, según el cual en una democracia «nunca ocurren estas cosas tan terribles»: no se tortura, no se violan los derechos humanos, es falso que no haya libertad de expresión. Son calumnias inventadas por los terroristas. De ocurrir y demostrarse, son excepciones, actos aislados de algún loco que se desmanda y que no hacen sino confirmar la regla de lo afirmado. Desde esta óptica, el que haciendo caso omiso de las sutiles advertencias, insiste en la denuncia, pasa a ser un enemigo. Un enemigo que, inmediatamente, relacionarán con los terroristas, o con el entorno de los terroristas, o con el entorno del entorno de los terroristas. Si se trata de un intelectual conocido, lo frecuente es que se inicie una campaña de desprestigio que puede acabar marginándolo o considerándolo como un loco.

Cuando el intelectual o el artista se rebela abiertamente contra el poder, entonces llega el acoso, la persecución y en ocasiones la muerte. En esta sala se dijo los primeros días que alguien sentía vergüenza de ser intelectual cuando se comparaba a los trabajadores. No estoy de acuerdo. Se puede sentir vergüenza de tal o cual comportamiento que uno ha tenido, de tal o cual inhibición, etc. Pero el intelectual y el artista que toma conciencia de su responsabilidad y se implica en una lucha y es coherente con sus principios, no se diferencia en nada del sindicalista coherente, del campesino coherente, del administrativo coherente. Todos están implicados en un mismo proceso y para el poder todos son enemigos a eliminar.

Todo esto que acabo de decir, tan sencillo, parece obvio. Pero muchos no lo saben. O no lo quieren saber. O no les conviene para nada que se diga.

Por eso lo digo yo hoy aquí y lo seguiré repitiendo aunque parezca una ingenuidad.