La historia prueba que si el fascismo europeo siempre sufrió de un fuerte complejo de superioridad, el fascismo del Sur global siempre sufrió de un fuerte complejo de inferioridad. Los fascistas europeos y estadounidenses fueron nacionalistas y conservadores, mientras los de África y América latina, desde Porfirio Días, Trujillo, Somoza, Ubico, Pinochet, Videla, Castelo Branco, Mobutu Sese Seko, Blaise Compaoré y varias decenas más fueron liberales (sólo en la economía) y entreguistas.
Siempre llegaron al poder no por una revolución sino por «la mano invisible del mercado», es decir, de la mano visible e invisible de los imperios de turno.
Todos los fascismos, sin embargo, los del Norte y los del Sur, tenían y tienen algo en común: esa docilidad y obediencia incondicional con los de arriba y ese odio sádico e irrecuperable por los de abajo. El fascismo no es una ideología; es un estado mental.
Como los esclavistas negreros del pasado, todos le cantaron a la libertad en los cuarteles, en las iglesias, en los penthouses de las corporaciones y los bancos privados. Todos le cantaron a la libertad de los de arriba, la libertad del selecto club de «la gente de bien» que se abraza a símbolos patrios y canta el himno nacional con la mano en el corazón. Esa misma gente que ama a sus países con pasión y odia a la gente que vive en él –con pasión aún.
Porque el fascismo no es una ideología; es un estado mental y, a veces, se cura con más educación, más cultura y una buena alimentación.
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