Si hay un lugar del Cesar y de toda la provincia de Padilla que pareciera congelado en el tiempo, ese es Guacoche, un caserío de pocas cuadras sin pavimento, a algunos kilómetros de Valledupar, donde nació Lorenzo Morales el 19 de junio de 1914. Hoy, esta tierra de campesinos, cubierta de cardonales en las estribaciones […]
Si hay un lugar del Cesar y de toda la provincia de Padilla que pareciera congelado en el tiempo, ese es Guacoche, un caserío de pocas cuadras sin pavimento, a algunos kilómetros de Valledupar, donde nació Lorenzo Morales el 19 de junio de 1914. Hoy, esta tierra de campesinos, cubierta de cardonales en las estribaciones de la Sierra Nevada, llora a uno de los más grandes acordeoneros que vio el siglo XX. Pequeño y moreno, de pocas palabras pero siempre jocoso y ocurrente, Moralito no fue uno de los músicos que disfrutara de los buenos momentos del vallenato, pero las canciones que compuso, los testimonios de sus compañeros y seguidores de parranda y los cantos escritos para él hacen parte de los capítulos que narran su vida y dan fe del talento que creó esta música de juglares y andariegos.
Uno de ellos, «La muerte de Moralito», canción compuesta por Leandro Díaz, es tal vez el resumen de la historia de este hombre de campo, carpintero y techador (pues se dedicaba a empalmar los techos de las casas), que después de ser una de las figuras que recorrieran todos los pueblos, acordeón al pecho, se fue a cultivar a la Sierra del Perijá, por los lados de Codazzi, y desapareció durante dos décadas, decepcionado de la música y en busca de un sustento tranquilo. Leandro Díaz reclama su desaparición y dice que fue una muerte que nadie lloró. Una muerte musical que duró hasta su regreso a las tarimas de la región.
Precisamente, en esos veinte años se revolucionó la música vallenata: el Festival y el fenómeno de las disqueras y emisoras dieron a conocer a los músicos y sus historias a lo largo y ancho del país. Las musas de estos compositores y los lugares de sus fiestas crearon un imaginario mítico y empezaron a rondar de boca en boca. Y fue así que tras hacerse internacional «La gota fría», canción que compuso Emilianito Zuleta en su larga piquería con el guacochero, el nombre de Lorenzo Morales se asoció necesariamente a este capítulo de su vida.
Pero su vida fue mucho más que duelos de acordeón con Zuleta, porque la música que escribió dio cuenta de algunos de sus amores, como la canción «Carmen Bracho»; de sus correrías, como lo relata en «El errante», o de tiempos pasados, como lo hace en «Recuerdos del valle» (canción que grabó Ivan Villazón en homenaje al maestro, en el pasado Festival Vallenato).
En Escalona, el hombre y el mito se narra uno de los capítulos de la vida de Lorenzo Morales, el que dio origen al canto que le compusiera Escalona, «Buscando a Moralito», otro de los que se escribieron sobre él y en los que se confirma su vida trashumante y su talento. «En 1945 se realizó en Valledupar el bautizo del nieto de Rosa García, cuyo padrino era el doctor Ciro Pupo Martínez. Y a la casa de Rosa fueron a parar los grandes, medianos y pequeños parranderos, atraídos por la fama del acordeonero, encargado de amenizar las fiestas, que lo era Lorenzo Morales». Como a esa fiesta, de la que se habló por días, no llegó Escalona, salió a buscar a Morales a Guacoche y, como no lo encontró, le compuso la canción.
Pero esos tiempos pasaron. Lorenzo, con una larga recua de hijos y muchas necesidades, se enmontó en la sierra a cultivar café y sólo bajó muchos años más tarde, con la bulla de «La gota fría» que, a pesar de traerlo a las pantallas y a los medios, le hizo sombra a la verdad sobre su talento y sobre quien realmente fue: el heredero de la escuela de Chico Bolaños y uno de los más notables acordeoneros de la región.
Afortunadamente, los parranderos no han muerto, y además de los versos quedan los relatos de quienes siguieron sus pasos y lo entrevistaron, como aquel de los años cuarenta acerca de cómo ganó su acordeón, Blanca Noguera (le pusieron así porque era un instrumento blanco, como doña Blanca de Araújo, la mujer de tez más blanca en la región) en una batalla que sus seguidores emprendieron contra los seguidores de otro acordeonero, Efraín Hernández, limpiando la pista del aeropuerto. Una historia que da cuenta de cómo eran las piquerías y las rivalidades entre músicos.
O como la verdadera historia que no narró «La gota fría», acerca de quién ganó realmente el duelo con Zuleta, y otros cientos de relatos que quedan inmortalizados en sus cantos y en sus anécdotas y que no dejarán desaparecer en el olvido a este hombre casi centenario cuya vida da cuenta de cómo se transformó la cultura popular.