«Que tu mama está en el campo, negrito Trabajando, trabajando duramente Y si el negro no se duerme Viene el diablo blanco y ¡zas! Le come la patica». Y sí, así, aunque no como en la juguetona previsión de la primorosa canción tradicional interpretada por los grandes del folclor latinoamericano desde Atahualpa hasta Mercedes […]
«Que tu mama está en el campo, negrito
Trabajando, trabajando duramente
Y si el negro no se duerme
Viene el diablo blanco y ¡zas!
Le come la patica».
Y sí, así, aunque no como en la juguetona previsión de la primorosa canción tradicional interpretada por los grandes del folclor latinoamericano desde Atahualpa hasta Mercedes pasando por Jara y Zitarrosa, mientras el negrito dormía, llegó ese diablo blanco que allí como en esta historia es y no otra cosa que el poder de clase y le comió la patica disparando sus armas sobre el frágil cuerpo.
Tal el inimaginable, el imposible final de la canción de cuna, que ni en la más oscura de sus cavilaciones barruntó su autor cuando bajo la mirada severa del amo servía en la plantación, imaginando un destino feliz para su negrito que dormía. No fue el caso de Samuel David el hijito de siete meses de Carlos Enrique González excombatiente de las FARC-EP incorporado a la vida civil en virtud del Acuerdo de Paz, y Sandra Pushaina ambos de la etnia wayu a cuya ranchería en la guajira venezolana llegaron el 16 de abril de 2019 los criminales en trance de acabar con sus vidas.
Samuel David uno más de esa maravillosa eclosión de niños que con justicia han sido llamados hijos de la paz porque literalmente eso son, espléndida demostración de sus bondades, resultó ser quién lo creyera, objetivo militar de quienes como cruzada justa han asumido el exterminio de los que apostaron por la paz, así en ese empeño inmolen también a sus hijos. Aunque no lo reconozcan abiertamente que nadie, ni aún la mente criminal lo haría, sino sólo como un «efecto colateral» justificado por una causa esa sí presentable según se les antoja. Una vida de siete meses florecida en un campamento de paz no es aceptable para quienes un extravío del alma los convierte en nostálgicos de la muerte.
Fue el pequeño Samuel David dolor de pocos días para los medios de comunicación colombiano cuya falsía es aceptada por tirios y troyanos y ya no niegan ni sus mismos propietarios. Dolor no, digo mal, tan sólo aprovechamiento del rédito que da un hecho espantoso en la más amarillista de sus presentaciones además. Eso es lo que cuenta. Veinticuatro, cuarenta y ocho horas a lo sumo. No hacerlo sería dejar de explotar un rico filón de la curiosidad pública. Y con él, rating, publicidad y ventas. El bebé era sólo la circunstancia, contingente por lo demás. Por ello pasada la novelería, desaparecido el suceso. Ya no lo es más. Ni seguimiento del drama de los padres, ni ahondar en el contexto y la sistematicidad que podría conducir a la mente ordenadora de los crímenes, ni la airada exigencia a las autoridades como en los eventos mediados por la condición de clase o poder de la víctima, para que «el hecho no quede en la impunidad».
Entre tanto, Carlos Enrique y Sandra no repuestos aún de las heridas que recibieron, en la ranchería wayú donde los niños también mueren pero de hambre, ante la indolencia estatal y social por una tragedia que sólo parece haberlo sido para ellos, se preguntarán si su opción por la vida valía la muerte de su criatura. Y al rayar el día en las secas mañanas del desierto, con qué nostalgia lo arrullarán con la inmortal Canción de cuna para despertar a un negrito del gran Guillén:
«Una paloma cantando pasa
¡Upa mi negro que el sol abraza!
Ya nadie duerme ni está en su casa
Ni el cocodrilo ni la yaguasa
Ni la culebra ni la torcaza
Coco cacao cacho cachaza
¡Upa mi negro que el sol abraza».
Alianza de Medios por la Paz
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