La primera condición para que una república sea considerada democrática es regirse por una constitución democrática. Y una constitución democrática debe representar la voluntad del pueblo soberano a través de una Asamblea Constituyente y aprobada mediante un plebiscito informado. No es el caso de Chile, que jamás ha contado con una constitución nacida de ese […]
La primera condición para que una república sea considerada democrática es regirse por una constitución democrática. Y una constitución democrática debe representar la voluntad del pueblo soberano a través de una Asamblea Constituyente y aprobada mediante un plebiscito informado.
No es el caso de Chile, que jamás ha contado con una constitución nacida de ese modo. Todas han sido de origen oligárquico, surgidas de comisiones manipuladas por el poder ejecutivo y en algunos casos aprobadas en dudosos plebiscitos, como el de 1980.
La constitución juega un rol decisivo en la construcción del Estado y sus instituciones, en sus leyes y en el actuar de las autoridades legítimas del país. La constitución es la coraza del Estado de derecho y el amparo contra los abusos de los que ejercen el poder. Es el mecanismo articulador de una nación y su respeto garantiza los derechos y deberes de los ciudadanos. Cuando la constitución es pisoteada como ocurrió con el golpe de Estado de 1973, todo el andamiaje del Estado se viene al suelo sepultando la soberanía del pueblo y los derechos humanos, políticos y sociales de los ciudadanos.
Aplastando la constitución, una banda de oficiales sediciosos y de empresarios inescrupulosos se adueñaron del país y lo sometieron al terrorismo de Estado. Durante 17 años imperó el silencio de los cementerios.
La herencia de la dictadura no ha sido corregida en aspectos fundamentales por los gobiernos de la «transición a la democracia». Soportamos una caricatura de democracia representativa que asegura la dominación de una minoría que controla el poder económico, político, cultural y militar del país. De esta penosa realidad proviene la decepción con una democracia que no es tal. La resistencia contra la dictadura -activa o silenciosa- confiaba barrer con la institucionalidad creada por el terrorismo de Estado y recuperar los derechos conculcados por la fuerza.
La decepción con una falsa democracia se ha convertido en asco a medida que se divulgan más episodios de una corrupción que abarca a todas las instituciones civiles, militares y policiales. La más desacreditada es el Congreso Nacional, que en estos días protagoniza nuevos hechos bochornosos. Las «asesorías externas» que el fisco financia a los parlamentarios son un antiguo vicio para el financiamiento encubierto de organismos que son fachadas de los partidos o amigos y parientes de diputados y senadores.
La repugnancia que causa la corrupción genera anticuerpos que llevan a confundir la política con la politiquería. La institucionalización del «pituto» convierte en casta privilegiada a una legión de funcionarios, parlamentarios, empresarios, militares y policías. El país se divide entre los que tienen «pitutos» en las instituciones y la mayoría que carece de tales contactos. El rechazo a esas prácticas se materializa en una elevada abstención electoral. Es probable que sobrepase el 60 % en las elecciones del 19 de noviembre, cuando debe elegirse presidente de la República y parte del Congreso.
Con todo cinismo la burguesía alaba la paciencia y resignación del pueblo chileno. Pero olvida que esa pasividad tiene límites y provoca reventones imprevisibles como los del 2 y 3 de abril de 1957 o los del «año decisivo» de 1986. La historia de Chile -al contrario de lo que enseña la historia oficial- está impregnada de violencia. Revoluciones, golpes de Estado, guerras civiles, masacres, dictaduras, conspiraciones, levantamientos populares, crímenes políticos, etc., sitúan a Chile en la vertiente histórica común de América Latina. Somos parte de un continente en ebullición que busca, desde su independencia de las coronas europeas, unidad y justicia social para sus pueblos. Es inútil fingir ser lo que no somos, como pretende la cultura que nos imponen las clases dominantes. Esa cultura adocenada intenta esconder nuestra condición de país mestizo y la violencia con la que siempre ha sido aplastada la voluntad popular.
La sombra del despotismo asomó otra vez en estos días en la escena política. Dieciséis excomandantes en jefe del ejército, Armada, Fuerza Aérea y Carabineros -que han desempeñado esos cargos en «democracia»- advirtieron al Gobierno de que no debe poner «en riesgo los logros con tanto esfuerzo alcanzados, manteniendo artificiosamente las divisiones del pasado».(1) Su pronunciamiento rescata las sinrazones del golpe de Estado de 1973, objetan los juicios por violaciones de los derechos humanos y se oponen al cierre del penal de Punta Peuco. Al día siguiente los generales y almirantes fueron apoyados por coroneles en retiro, encabezados por un conocido torturador y exagente de la Dina.(2)
Estas bravatas -que indican una confabulación para irrumpir con gruñidos- revelan que el Alto Mando de las FF.AA. y Carabineros continúa pensando de la misma manera que en 1973. La arrogancia de los generales, almirantes y coroneles en retiro no ha sido criticada por los actuales mandos de las instituciones, de lo cual se infiere que comparten las opiniones de los exoficiales. El recuento que en estos años se ha hecho de los asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, prisiones, exilios, allanamientos y saqueos de bienes privados, además del enriquecimiento ilícito de Pinochet y su pandilla, no han hecho mella en la doctrina castrense que pone las armas como escudos del capitalismo.
Estas provocaciones -que podrían llegar mucho más allá si no se las contiene- son posibles porque la tarea de desmontar el andamiaje dictatorial quedó a medio camino. Los gobiernos de la «transición a la democracia» no han asumido la necesidad de promover y convocar a una Asamblea Constituyente que sepulte la ilegítima Constitución de 1980.
La «transición pactada» permite que las FF.AA. y Carabineros conserven las doctrinas que las convierten en guardianes del orden oligárquico. Es un fenómeno muy grave, porque mantiene a raya las aspiraciones democráticas del pueblo y aleja a las instituciones armadas de la oportunidad que les brinda la historia de compartir con el pueblo un programa para conquistar la plena soberanía de la nación, hoy menoscabada por leoninos tratados comerciales y por la insaciable voracidad de las empresas transnacionales.
Chile es uno de los países con mayor desigualdad del mundo. No todos los chilenos somos iguales en derechos y deberes. Unos pocos -poquísimos en realidad- gozan de irritantes privilegios. Y una mayoría afronta diariamente pesados problemas que se arrastran sin solución en el tiempo. La injusticia social y la corrupción son los padres de las drogas, el alcohol y la delincuencia, azotes del deshumanizado laboratorio mercantilista que es Chile.
En este Mes de la Patria -cuando las autoridades se disfrazan de huasos y las FF.AA. muestran sus costosos equipos para la guerra del nunca jamás- es oportuno reflexionar sobre el amor a la patria. Es el «patriotismo» de banderitas tricolores una vez al año. O es el esfuerzo cotidiano de los trabajadores que reclaman sus derechos. Tiempos vendrán en que el patriotismo se exprese todos los días en una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales, cultos y dueños del destino de un país donde pueblo y soldados compartirán una sola voluntad.
Notas:
(1) El Mercurio , 8/9/2017
(2) El Mercurio , 9/9/2017
Editorial de «Punto Final», edición Nº 884, 15 de septiembre 2017.