Hoy el gobierno del Centro Democrático está siendo sostenido artificialmente, y mientras e l tiempo marcha sin pausa, la élite, los partidos tradicionales y sus huestes de políticos profesionales, remiendan apurados sus discursos y autorizan la ilegítima violencia del Estado para enfrentar al pueblo; policía, ejército, estructuras encubiertas, medios de comunicación, encuestadoras, se aprestan para […]
Hoy el gobierno del Centro Democrático está siendo sostenido artificialmente, y mientras e l tiempo marcha sin pausa, la élite, los partidos tradicionales y sus huestes de políticos profesionales, remiendan apurados sus discursos y autorizan la ilegítima violencia del Estado para enfrentar al pueblo; policía, ejército, estructuras encubiertas, medios de comunicación, encuestadoras, se aprestan para más acciones de confusión y miedo, lo preparan lo más caótico posible, sólo así encuadra a sus intereses inmediatos. Atrincherado , armado de instituciones corruptas y fuerzas represivas, el partido de gobierno delinea de manera progresiva, una trayectoria premeditadamente visible de terror estatal.
Al actual gobierno lo mantiene y sostiene la aristocracia financiera – terrateniente, que cuenta hoy en su poder con el 85% de la tierra colombiana, poderosos empresarios e industriales, los altos mandos del ejército y la policía, la «distinguida» clase política tradicional, y obviamente cuenta con el poder derivado de los medios masivos de comunicación; históricos encubridores de la guerra sucia y la represión; Blu Radio, Canal Caracol, El Espectador del Grupo Santo Domingo, Caracol y W Radio del Grupo Prisa, RCN y la FM de Carlos Ardila Lülle y el diario El Tiempo de Luis Carlos Sarmiento Angulo. También lo nutre el DANE, dispositivo que acaba de restarle 1.3 millones al número de las personas identificadas como población negra, afrocolombiana, raizal y palenquera. A una población de 4.311.757 el DANE la convirtió en una de 2.982.224, una verdadera masacre estadística, con la cual el gobierno logró disminuir el monto de los recursos del Estado destinados para esa población.
Un régimen organizado y dirigido por una élite, que no excede el 5% de los colombianos, que siempre ha gobernado, que es falso que sea naturalmente la más favorecida, sino que históricamente ha obtenido su poder económico y político a través del despojo contra millones de colombianos, del saqueo de los recursos del Estado, y autores, promotores o encubridores del genocidio contra las comunidades, a través de operaciones encubiertas, el filo de la motosierra y telones multipartidistas.
A excepción de esto, nada más soporta al actual gobierno.
El rechazo a Duque, Uribe, a los partidos políticos, al Congreso de la República, a la eufemísticamente llamada Fuerza Pública, a las instituciones del Estado, en una palabra el rechazo de los colombianos al régimen, es directamente proporcional al avance en el apoyo, amplitud, resonancia y extensión de las protestas en el país.
Por eso mismo, a medida que las organizaciones y procesos sociales articulan sus vínculos, y se proyectan como una fuerza poderosa y amplia, y a medida que gana en niveles de coordinación y coherencia; la élite hace lo propio, y se funde en un extraviado abrazo de última hora con sus corroídos partidos políticos tradicionales.
Por su parte los eternamente renovados «independientes», en medio del desconcierto imperante, en el «desbarajuste de la gran baraja» al decir de Rafael Alberti, se exhiben para jugar su papel como conserjes de la pulcritud programática y autoproclamarse voceros de la coherencia política, como ademán para cubrir su para nada cautelosa proximidad ideológica, y en algunos casos su estrecha relación, con los partidos políticos tradicionales y sus escisiones.
Su función se limita a predicar el control de la corrupción, como dispositivo para evitar la tempestad, pero que para un pueblo como el colombiano, conocedor de malabaristas politiqueros, no será difícil descifrar como la pretensión de obstaculizarle la iniciativa, controlarle la irritación e impedir su desencadenamiento. Porque si la ultraderecha en Colombia es conocida por sus destrezas en huir hacia adelante, otros hay, que en actos de mesiánica dramaturgia se auto exoneran de practicar formas tradicionales de política, y huyen hacia el término «independientes», ostentados como adalides de la nueva forma de hacer política, mientras que las genuinas nuevas formas, día a día se construyen en las calles y plazas movilizadas, a la vista de todos, y reprimidas.
De allí que, si para los sectores de ultraderecha y de derecha hay que «regular» la protesta social, para algunos sectores independientes la movilización debe ser lo suficientemente circunstancial, virtual y de corto aliento, para que su presión permita alcanzar solo el nivel apropiado de reivindicaciones y organización que quepa en sus tenues y tibios programas de gobierno.
Pero «Un cielo tan turbio no se aclara sino con una tempestad», sentenció Shakespeare, y puede desatarse en cualquier momento. Si las manifestaciones de rechazo hacia la oligarquía, si las actuales exigencias sociales al gobierno, en dirección al desmonte de las congénitas políticas de saqueo y a las nuevas reformas que profundizan la miseria y la exclusión de los colombianos, continúan siendo respondidas con una desafiante y -en aumento- represión en campos y ciudades, y si el Centro Democrático, y los partidos tradicionales, se obstinan en creer que al pueblo se le puede dar las espaldas, y no facilitan las transformaciones que reclama la sociedad, estos cambios podrían ser turbulentos, aunque igualmente profundos y extensos.
En ambos casos anegará también a aquellos sectores siempre tan expeditos a beber del rancio sudor de la clase política tradicional, y cuya carrera política se desenvuelve en la intrascendente ambición de aparecer como fuego fatuo en las refinadas alturas del poder y las corruptelas, apremiados por algún cargo administrativo, como tarima para ofrecer a la sociedad una supuesta nueva mirada política, reducida ésta a reformas «importantes» al régimen, pero que cumplen realmente con una labor cosmética del poder, un «capitalismo moral», al tiempo que se sirven de las endógenas perversiones políticas de dicho poder, para exhibirse como centro izquierda, y de los desaciertos de la «izquierda democrática» para presentarse como «independientes».
A su turno, personajes de la clase social dominante colombiana, aún creen poder posar de intachables durante algún tiempo más, sin ser identificados por la opinión pública. Esta jauría de políticos, que con clara desfachatez pretenden aparecer en los medios, como si fuesen de una especie ajena al festín de la avaricia de esa élite que ha forjado solo ruina para los colombianos, o inocente de la ejecución, complicidad o complacencia con manejos económicos, administrativos, políticos y militares contra el pueblo, ya no consiguen en la actual coyuntura mimetizarse, ni con las más graciosas contorciones oportunistas, visibles hasta para los colombianos más indiferentes.
Mientras la tradicional clase política con su tan acostumbrada arrogancia, se esmera en soltar a sus desgastados «expertos» en acercamientos, como Angelino Garzón, quien fracasó en el 2013 en el marco del potente paro campesino en el Catatumbo; Duque con una turbada tranquilidad pronuncia discursos insustanciales, finge sonrisas deficientemente adiestradas, mientras a los alrededores decenas de policías intentan silenciar el sonar «diabólico» de las cacerolas populares que denuncian sin cesar la maléfica miseria.
A la élite hay que decirle que: «Deseos no preñan», la movilización social no se desvanecerá, el 2020 podría transformarse gradualmente en el cortejo fúnebre de la histórica fanfarria politiquera, cuyo sepulturero no será un nuevo modo de hacer política, sino un nuevo contenido político, una fuerza popular, que aligera el paso, que ya entendió que el problema no es solo de corrupción sino de putrefacción de las elites económica y política de este país, y que además, no dudará en despejar el cielo tan turbio con una tempestad.
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