La última película de Clint Eastwood es una impresionante lección de política e Historia. Más en concreto, en este biopic sobre el celebérrimo jefe del FBI, Eastwood nos expone con su ya habitual brillantez cinematográfica, una compleja e incisiva tesis sobre el «proceso de construcción estatal» (State-building) que siguen los Estados Unidos durante buena parte […]
La última película de Clint Eastwood es una impresionante lección de política e Historia. Más en concreto, en este biopic sobre el celebérrimo jefe del FBI, Eastwood nos expone con su ya habitual brillantez cinematográfica, una compleja e incisiva tesis sobre el «proceso de construcción estatal» (State-building) que siguen los Estados Unidos durante buena parte del siglo XX. Una lección, sin duda, más que oportuna para estos tiempos que corren en los que las calles se vuelven a agitar a lo largo y ancho del planeta, de Tahrir a Sol, de Catalunya a Wall Street.
La temática, sin embargo, es menos novedosa de lo que pudiese parecer a primera vista. En otras podrían destacarse Sin perdón (la frontera exterior y la subsunción formal), El intercambio (el biopoder y la administración de la locura) o Gran Torino (el racismo y la inviabilidad del gobierno etnocrático en la sociedad multicultura), por poner sólo tres de los ejemplos más destacados. En estas obras Eastwood ya nos había demostrado una inusual habilidad para ligar los procesos políticos a las historias personales; una destreza infrecuente para comprender la lógica del poder en toda su encarnada realidad.
En esta ocasión, la tesis política fuerte del director nos explica la manera en que se ha configurado el mando en una democracia liberal tan particular, pero al tiempo tan paradigmática, como son los Estados Unidos. Eastwood nos muestra el Estado como una arena abierta en la que diversos poderes en pugna se enfrentan por asegurar, cada uno a su manera, un mismo mando sobre el cuerpo social, y donde los mayores grados de eficacia y eficiencia en el control de la ciudadanía son, en última instancia, los indicadores últimos y únicos válidos en la configuración del poder soberano. Recurren para ello a diferentes estrategias y entre éstas, claro está, a la guerra sucia, a la suspensión y/o erradicación de garantías constitucionales, a la violación de derechos y libertades fundamentales.
Pero a un tiempo, la base de ese mismo cuerpo social que se aspira a gobernar es, en toda su irreductibilidad al mando, la tensión en que se constituye y vive el soberano moderno. Sin ella perecería. Nadie mejor que Hoover para encarnar las aporías que se derivan de este querer gobernar al cuerpo social cuando uno mismo es, como no puede ser de otro modo, parte de ese mismo cuerpo al que se teme, se desea, se odia, se quiere domeñado. Y esto de manera tanto más sintomática y relevante por cuanto que el propio deseo del protagonista (sus orientaciones afectivo-sexuales) apuntan, precisamente, fuera de la norma, al campo sobre el que se proyecta la represión.
He aquí, pues, el terreno que DiCaprio ha interpretado como trágico, y que, en cualquier caso, es el eje sobre el que se organiza, de manera lúcida, la interpretación del proceso histórico en que se imbrica la paradójica figura de John Edgar Hoover. Un entorno familiar severo, una socialización primaria patriótica, autoritaria; la experiencia y el recuerdo de la represión homófoba que se convierten en epicentro de la maquinaria siempre contradictoria en que se constituye el mando biopolítico; más aún cuando se organiza bajo una declinación democrático liberal que recurre de manera permanente a la suspensión de garantías como única forma de salvaguardarse de los efectos a que abocan su propias aporías existenciales.
Sucede así que Hoover, en su deseo homosexual se nos presenta a un tiempo como el campo de batalla sobre el que aspira a gobernar el mismo paradigma de gobierno de excepción que él mismo instituye por medio de la creación y desarrollo del FBI. Para gobernar necesita gobernarse; desde fuera de si, en el control absoluto del otro (y de ahí su consiguiente incapacidad de amar). No tiene otra alternativa que el horizonte totalitario que lo consume hasta la muerte, de manera inexorable, mientras su vida es un ver como se suceden las mutaciones que una y otra vez adopta el cuerpo social en su imparable progreso emancipatorio y democratizador, siempre desbordante de las configuraciones reactivas y luego desbordables del mando.
Al fin y al cabo, Hoover encarna, en términos histórico-concretos, una mutación necesaria en la ciencia del control social o «ciencia policial» (Polizeiwissenschaft) que el mando reclama en su pervivencia; de entrada frente a la amenaza del movimiento obrero, migrante, libertario y feminista que encarna la figura de Emma Goldman. Más adelante, tras el ocaso del «bolchevismo», exitosamente logrado por la siniestra historia de represión que organiza el mando en los EE.UU., se suceden, primero, el crimen organizado (la paradójica reaparición del deseo en tiempos de crisis como respuesta a la tentativa de ilegalización del alcohol como droga de evasión) y, después, el movimiento por los derechos civiles que encarna el Dr. Martin Luther King.
Y es que de acuerdo con la acertada tesis de Eastwood, la configuración del mando siempre ha sido reactiva, represiva y contraria al valor de toda norma: el gobierno de emergencia que requiere permanentemente del concurso de la excepción para hacer posible el mantenimiento del orden; de un orden, como no, al servicio de su propio perfeccionamiento, de su propia reproducción, del beneficio espurio de quienes se benefician de él, por más que, en las paradojas de sus tristes existencias, no dejen de constituirse como campos mutilados del deseo, personalidades demediadas, engendros de obsesión autocrática que sucumben, por cobardía, vileza y, sobre todo, miedo, al terror que instituye el soberano moderno.