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Eduardo Haro Tecglen: una conclusión inconcluyente

Fuentes: Rebelión

Eduardo Haro Tecglen: una conclusión inconcluyente         Como el muñeco que de niños enterramosesperando que algún día floreciera y diera frutoshemos vivido: los ojos llenos de tierra.MC, Infancia (1965)       La última vez, no hace mucho, comimos un castizo cocido acompañado de varios camparis con ginebra. «Trompitos» o «piris» llamaba […]

Eduardo Haro Tecglen: una conclusión inconcluyente

 

 

 

 

Como el muñeco que de niños enterramos
esperando que algún día floreciera y diera frutos
hemos vivido: los ojos llenos de tierra.
MC, Infancia (1965)

 

 

 

La última vez, no hace mucho, comimos un castizo cocido acompañado de varios camparis con ginebra. «Trompitos» o «piris» llamaba -en vieja jerga madrileña- a los garbanzos. Corría el caluroso mes de julio y, sentados frente a frente, tribunal civil de memoria y resentimiento, parecíamos una pareja de la tercera edad, de esas que pasean por las costas al amparo del INSERSO, el bienestar social de los genéricos y quince dientes en el vaso. No llevábamos zapatillas deportivas ni prendas de plástico aparente: menos mal. Acarreábamos papeles y libros que intercambiamos con pulcra educación y distancia. EHT seguía estando bastante «guapete». Alto, estirado y aparente: un seductor de distancias cortas, ironía de hombre huidizo y maneras de dandy antiguo, republicano. La conversación fue pesimista y recurrente, triste. No hemos levantado cabeza desde el Ebro, convinimos. Al hilo de la derrota eterna y del golpe de Casado, recordando a los gigantes senegaleses que recibían con altanería de frontera a los españoles del exilio, los curas con pistola y tanto falangista valeroso (una manera de ser) aparecieron, a la hora del café, el comandantín y su séquito de ministros con motorista. Viva España. Arriba España. EHT andaba escribiendo otro volumen de memorias y tenía en la recámara, reposando, un emotivo y personal libro sobre Franco. Sobre la transición y sus amorfas consecuencias estábamos de acuerdo: un carnaval de olvidos, apaños y chaquetas volanderas. Creo que, en muchas cuestiones, me daba la razón por no discutir. Adiós, Madrid, que te quedas sin gente.

 

Nos conocimos en las afueras de París -él vivía en una buena calle del centro- cuando ambos creíamos en la revolución. Una revolución que luego acabó (palabras de EHT) en «imaginaria». Eran otros tiempos, décadas en las que tan sólo éramos más jóvenes (muchos cambiaron de piel con la edad y los beneficios) y EE.UU tenía un contrapoder en la Unión Soviética. Leíamos a Althusser, Sartre, Marcuse y Fanon. Haro andaba, como escapado de sí, de corresponsal de Informaciones enviando crónicas sobre todo lo importante y «europeo» con esa visión demoledora (y algo desencantada) que, con el correr de las desgracias y renuncias, alcanzó su máximo esplendor literario -carnívoro cuchillo- en el tono crepuscular de su artículo diario. Después nos hemos encontrado algunas veces más, en actos varios y contubernios menores. Ambos disfrutábamos de la Republique, su historia y desarrollo político: afrancesados, malditos, la antiespaña. Salto en el tiempo y le recuerdo en la fiesta que le organizó el neorégimen PSOE-PRISA (con matices y diferencias, el suyo) al cumplir 80 años. Entré, le vi sentado y salí. En la sala había una alta densidad de buenos salarios. Era su pan, le daban de comer. EHT, que a veces se excedía en el elogio de su tribu, también sabía sonreír a sus jefes -quiero pensar que no sin cierta ironía y distancia, aunque eso nunca sabe a ciencia cierta-, a sus sofisticados señoritos del colegio del Pilar. Paquito Umbral, sarcasmo o respeto, llamaba a su jefe «el señorito». Sonreír, por obligación y subsistencia, lo hemos hecho todos -a la fuerza ahorcan- en distintos momentos de la vida laboral, de la vida. Nosotras, además, seguimos sonriendo al compañero, al marido, a los hijos, a Dios bendito: la tradición de esclavas o siervas de la que tanto escribió la poderosa Angela Davis (Mujeres, raza y clase, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2004). Lo dicho: cada uno lleva su cruz como mejor sabe, puede o le dejan. EHT trabajaba todos los días para los que contribuyeron a destrozar la izquierda en España (imagino que lo sabía). De ellos y sus maneras de mesa recibía su estipendio. Cada cual tiene sus servidumbres humanas. El padre de EHT arrastró una condena a muerte al terminar la guerra. Como tantos. Comiendo cocido, 81 y 77 años, la mesa cubierta con manteles de cariño y sospechas, caluroso julio pasado. Todo en exceso. Desde nuestra edad al tocino y la ginebra. Leo que ha donado su cuerpo a la ciencia. EHT tenia algo de ilustrado, de francmasón. (Sigo creyendo -ya no tengo señoritos- que la revolución es posible y que la recuperación del discurso de la revolución es imprescindible.)

 

Al final de su vida se inventó un niño republicano y se decía «rojo» por despreciar a los franquistas pasados y presentes, aleccionar a los jóvenes en el uso de términos caducos y situarse extramuros de los partidos aunque, en realidad -quiero pensar- era un filocomunista, un frentepopulista de la Segunda disfrazado de sefardita. Agudo y mordaz. Yo no soy comunista; pero cuando oigo denunciar al comunismo, pienso: «He aquí un fascista», escribió en el diario independiente de la mañana el 17 septiembre de 2003. Cuando el PCE le llamaba acudía. Estuvo en el homenaje a Bardem y en tantos otros sitios rodeado de comunistas. Se le veía bien, cómodo. En libros recientes se habla de su contribución, compañero de viaje (compagnon de route), en la lucha antifranquista. Nos saludábamos también por la calle. A cierta edad se pasea mucho por prescripción facultativa (sic) y agotamos las horas zascandileando por ahí. En ocasiones conversábamos sobre periodistas muertos, genealogía familiar del régimen y asuntos de actualidad. En una de las fotografías que publicó El País con motivo de su muerte aparece sentado en su casa, rodeado de libros, junto a un perro. Ninguna imagen es inocente en la sociedad del espectáculo. EHT tenía algo de aspirante a burgués madrileño. Será por el perro.

 

El pelo blanco, gris, cuidado, y las manos grandes, habladoras. EHT escribió libros sentimentales -nostalgia de una asesinada república y de una juventud robada- llenos de anécdotas y verdades (quizá los reediten) y otros menores, por dinero. Su fuerza, sin embargo, estaba en el artículo seco, fogonazo furtivo, en la capacidad de síntesis, en la manera cruda de contar (al menos en su última etapa) la evolución desenfrenada del capitalismo imperial. Dicen, es posible, que muchos de sus lectores empezaban el periódico por su artículo. En el Teatro Español, improvisado entierro laico sin cadáver organizado por «los suyos», estuvo la izquierda exquisita (pocos comunistas) y Cebrián, hijo de Cebrián, como representante del capital financiero. Los nacional-católicos españoles (ABC, COPE, La Razón, etc.) le despreciaban e insultaban, exhumando sus primeros artículos de finales de los cuarenta. Es lo malo del papel: siempre queda. Adiós, Madrid, que te quedas sin gente. Salud y República, Eduardo Haro Tecglen. Salud y República imaginaria.