La crisis del sistema educativo, que se ha exteriorizado con gran fuerza a través de las demandas y movilizaciones estudiantiles de los dos últimos meses, es solo una expresión particular de un problema mucho más global y profundo: la extrema desigualdad social actualmente imperante en Chile, de la que se benefician impunemente los poderes fácticos, […]
La crisis del sistema educativo, que se ha exteriorizado con gran fuerza a través de las demandas y movilizaciones estudiantiles de los dos últimos meses, es solo una expresión particular de un problema mucho más global y profundo: la extrema desigualdad social actualmente imperante en Chile, de la que se benefician impunemente los poderes fácticos, nacionales y extranjeros, que controlan y saquean el país, y la falta de efectiva representatividad del sistema político vigente.
Como sabemos, la abismal desigualdad social en que vivimos corresponde a un estado de cosas que, tras la supresión de la institucionalidad democrática previamente existente, fue implacablemente impuesto con métodos terroristas sobre el conjunto de la población, y que se ha prolongado luego con la activa y cínica complicidad de las cúpulas políticas que, posando de «progresismo» pero avalando la institucionalidad seudodemocrática instaurada en 1990, han gobernado el país durante las últimas dos décadas.
El Chile de hoy está lejos de ser el país exitoso que nos venden a diario. Se trata más bien de una sociedad profundamente escindida entre una reducida minoría que vive en la opulencia y una gran mayoría que sobrevive a duras penas con sueldos estrechos o decididamente miserables, permanentemente asediada por un clima de inseguridad laboral, colmada de deudas, sin una adecuada cobertura de salud, en un estado de extrema vulnerabilidad económica, social y judicial.
Una sociedad que se ha visto, además, crecientemente desintegrada por las realidades prácticas que le han sido impuestas, que sólo dan cabida e incentivan el despliegue de proyectos particulares, y por la prédica concomitante de un exacerbado individualismo que, complementado con la concertada y persistente labor de desinformación e infantilización que despliegan los medios televisivos, menoscaba y erosiona todo sentido de responsabilidad social.
Es este contexto social el que explica la actual crisis del sistema educativo, que sólo opera como un reproductor de la desigualdad. Si en las últimas décadas la educación privada ha ganado terreno a expensas de la educación pública, dando origen a un sistema fuertemente segregado, ello no ha sido por los supuestos mayores méritos de la primera, sino porque, deliberadamente, a través de las políticas educativas implementadas a todo nivel, se le ha impedido a la segunda asumir el rol que le corresponde.
Por su parte, el decidido impulso otorgado por las políticas educativas a esta orientación privatizadora no ha respondido a preocupaciones de carácter propiamente académico. Sólo ha respondido al afán de enriquecimiento de los grupos socialmente dominantes que han buscado alcanzar así tres grandes objetivos: 1) atomizar la demanda social, debilitando eventuales focos de resistencia en los espacios públicos; 2) abrir nuevos ámbitos de negocios; 3) reducir sustancialmente y tornar fuertemente regresiva la carga tributaria.
En rigor, el objetivo principal, del que se beneficia ampliamente el conjunto de la clase dominante al transformar al sistema impositivo en un poderoso mecanismo reproductor de la desigualdad, es este último. En efecto, siendo actualmente Chile uno de los países que ostentan una distribución del ingreso más desigual a escala mundial, esa desigualdad se torna aun mayor después de descontados los impuestos. En otras palabras, los pobres pagan en Chile proporcionalmente más impuestos que los ricos.
Esto se explica porque tres cuartas partes de la recaudación tributaria corresponde a impuestos indirectos, que gravan con una misma tasa el consumo de las familias pobres y el consumo de las familias ricas, y solo una cuarta parte a impuestos directos, que gravan el ingreso o patrimonio de las familias. Además, las familias ricas consumen solo parte de sus ingresos y disponen de un sinnúmero de mecanismos legales y de triquiñuelas de «ingeniería tributaria» para rebajar o eludir impuestos.
Por otra parte, al revés de lo que algunos sostienen, la carga tributaria en Chile es comparativamente baja, correspondiendo a poco menos de un 20% del PIB. En la mayor parte de los países europeos esa carga oscila entre un 35% y 50% del PIB. Esa diferencia se explica principalmente por la baja tributación de los sectores de más altos ingresos y, desde luego, de las empresas, que en Chile solo tributan nominalmente un 17% de las utilidades, pero cuya tributación real es mucho menor y en muchos casos inexistente.
La fraseología neoliberal de los grupos dominantes sobre la «subsidiariedad del Estado», la «focalización del gasto social», la «capitalización individual», el necesario «autofinanciamiento» de los servicios públicos, etc. no es para nada desinteresada, sino que se orienta a proveer, precisamente, la justificación ideológica de políticas que les permiten eximirse de tener que aportar al financiamiento de proyectos de interés colectivo centrados en la realización de lo que se suele denominar como el bien común de la sociedad.
De allí su demonización persistente del rol del Estado, de los proyectos colectivos y de la noción misma de justicia social que podría inspirarlos. De allí también su invocación entusiasta del pensamiento ultra reaccionario de un Hayek, cuyo darwinismo social le lleva a sostener sin el menor escrúpulo que la idea de justicia social no tiene actualmente «ningún significado», que es solo «una fórmula vacía», un «atavismo» heredado instintivamente de las épocas remotas en que el ser humano vivía en pequeñas hordas.
Lo que la privatización del gasto en educación significa es muy fácil de comprender. Una familia pobre no está en condiciones de pagar por un buen servicio educativo. Pero ocurre que son, precisamente, sus hijos quienes, al momento de ingresar al sistema escolar, más lo necesitan, puesto que por regla general son portadores de un menor «capital cultural». Por lo tanto, al ofertar un servicio empobrecido, la educación pública jamás podrá hacer posible el ideal ético de la «igualdad de oportunidades» que de ella se espera.
Se requiere entonces disponer de los recursos necesarios para mejorar sustancialmente la calidad de la educación pública en todos sus niveles, recursos que, en el marco del actual sistema social, sólo pueden obtener los poderes públicos imponiendo una contribución forzosa y permanente a los que ganan más, es decir, mediante el establecimiento de un sistema tributario de carácter progresivo. Y lo mismo vale para el financiamiento de otras partidas del gasto social como son por ejemplo las de salud y vivienda.
Pero, justamente por ello, la abismal desigualdad social actualmente imperante es también incompatible con la existencia de mecanismos de generación y toma de decisiones de carácter efectivamente democrático. Una libre expresión de la voluntad soberana de la nación acabaría rápidamente con ella. Es por eso que los privilegios de que gozan los poderes fácticos se hallan tan fuertemente blindados por un sistema político institucional que fue diseñado ex profeso para burlar y mantener a raya la voluntad popular.
Lo cierto es que toda la institucionalidad vigente adolece de un enorme déficit de legitimidad y que por ello mismo nos hallamos actualmente en una impasse entre, por una parte, el régimen plutocrático que se escuda en esa institucionalidad y en la «clase política» que profita de ella y, por otra, la gran fuerza desplegada por el descontento y movilización popular. La lucha por una transformación profunda del sistema educativo se revela así como una gran lucha por la justicia social y la democratización del país.
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