El Ejército de Chile se ha destacado, desde antaño, por su bizarro valor y coraje. Hoy, hace cien años, por ejemplo, hizo una demostración de su bravura, en el puerto de Iquique, que fue debidamente celebrada, en su oportunidad, por El Mercurio y la prensa oficialista de esa época. El valiente general Silva Renard, al […]
El Ejército de Chile se ha destacado, desde antaño, por su bizarro valor y coraje.
Hoy, hace cien años, por ejemplo, hizo una demostración de su bravura, en el puerto de Iquique, que fue debidamente celebrada, en su oportunidad, por El Mercurio y la prensa oficialista de esa época.
El valiente general Silva Renard, al mando de un destacamento, no vaciló en enfrentar a un enemigo diez veces superior en número (incluyendo mujeres y niños en el cálculo); ni se preocupó por la posibilidad de que el enemigo podría haber lanzado piedras a sus valientes soldados. Al contrario, pleno del sagrado coraje que enciende el pecho de ‘nuestros valientes soldados’ antes de entrar en batalla, hizo instalar una ametralladora calibre 30, de punto fijo, frente a la puerta principal de la Escuela Santa María. Puso a sus soldados en línea de combate en torno al perímetro de la Escuela y les ordenó cargar sus rifles mauser, (en ese entonces de reciente fabricación alemana), con balas de guerra.
Adentro estaba el enemigo. Peligrosos obreros pampinos, chilenos, peruanos, bolivianos y argentinos, con sus mujeres y sus hijos. Había más de cuatro mil personas. Algunos tenían cuchillos, otros palos, otros sólo angustia y odio. Estos desalmados pampinos, con su corazón lleno de odio, como cualquier mal chileno, querían cobrar dinero por su trabajo. No se conformaban con las fichas que les daba la compañía y que les permitía comprar en el almacén de la empresa. ¡Qué frescura! ¡Querían cobrar dinero por su trabajo y comprar donde a ellos se les ocurriera.
Igual que los forajidos que ahora, hoy, 21 de diciembre del 2007, se encierran en la misma Escuela, jóvenes anarquistas universitarios, en apoyo a los obreros pampinos que la tuvieron tomada hasta hace un par de días porque no se conformaban con ganar unos € 180 (US $ 240) por mes y cobrar en bonos (que son más o menos lo mismo que las fichas). Pero ahora no hay un glorioso general Silva Renard para darles la respuesta que merecen… Ay, si mi General Pinchote* levantara la cabeza…
Como hace cien años, cuando el valiente general les ordenó salir y rendirse y volver a sus trabajos sin conseguir nada. Los obreros y sus familias se quedaron y Silva Renard, sin dudarlo, ordenó disparar. Varias ráfagas entraron por las puertas y ventanas y a través de los tabiques de la Escuela Santa María, que así se llamaba en honor a un Presidente que había separado -unos 20 años antes- la Iglesia del Estado. Sin contar cuantos enemigos habían muerto y sin temor a que alguno de sus valientes soldados resbalara en los charcos de sangre y se pudiese lastimar, el valiente general Silva Renard ordenó entrar y rematar a los heridos.
Los soldados cumplieron las órdenes, valientes como siempre, con sus bayonetas y sus corvos y sus mauser, sin miedo a las piedras o palos que podría tener oculto el enemigo, asaltaron la Escuela y remataron heridos, hombres, mujeres o niños. El mal había que cortarlo de raíz. Además, esto no era nuevo. El glorioso Ejército de Chile, desde las guerras de ‘Pacificación de la Araucanía’ tenía y tiene la costumbre de rematar a los heridos. Así lo hizo Ramón Freire contra los hermanos Pincheira. Así ocurrió en la Guerra contra la Confederación en 1836. Así lo hicieron en la Guerra contra Perú y Bolivia en 1879. Así lo hicieron en la Guerra Civil, en 1891, en Pozo Almonte, donde descuartizaron al Coronel Robles y a los hombres heridos de su División (aunque eran soldados chilenos unos y otros). Luego descuartizaron al General Orozimbo Barbosa y a los heridos en Concón y en Placilla (aunque también eran soldados chilenos unos y otros). ¿Por qué no iban a rematar a unos obreros soliviantados? Así fue y así los alabó El Mercurio, por su valor en defensa de los sagrados intereses de las compañías salitreras de los ingleses. El Mercurio era, como es hoy día, el diario de los Edwards y defiende honestamente los intereses del Imperio, sea cual sea..
En el Cementerio Número Dos hicieron una fosa común y lanzaron allí los tres mil seiscientos cuerpos de los enemigos muertos en tan heroica acción de guerra. Echaron cal viva y encima arena. Con los años desapareció todo rastro de ese cementerio que estaba entre la Zofri, la vieja Estación del Longino y ese pequeño morro sin nombre que todos los iquiqueños conocen. Con los años se olvidó la gloria de esos valientes militares que supieron cumplir con su deber para con las Compañías Mineras inglesas.
Ahora, cien años después, escribo este homenaje en el estilo que usaría cualquier senador de la UDI para alabar a los que les regalaron Chile en 1973. Lo hago siguiendo los últimos consejos de nuestro Poeta, usar la ironía y el panfleto.
Tu, que estas leyendo, no digas que ya pasó… Es Chile un país tan largo, que todo puede pasar…
* Daniel López, aunque con tantos alias, ya no recuerdo bien su nombre.
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Maximo Kinast Avilés
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