A dos semanas de las protestas, el gobierno cubano viene realizando operaciones de control de daños que si bien van más allá de la reacción inicial, principalmente represiva, no han abandonado esa vía. En cualquier caso, es difícil superar la prueba de fuego de la actual dirección cubana sin prestar oídos a los reclamos legítimos de la población.
Guste o no, le pese a quién le pese, el 11 de julio del 2021 quedará grabado de manera indeleble en el imaginario nacional. Para la mayoría de los cubanos, fue un día triste que preferirían no tener que recordar, pero ahí está. La información sobre lo que pasó está aún demasiado dispersa y teñida por el ambiente de noticias falsas y contra réplicas del gobierno cubano como para hacer algo más que lo que me propongo: una reflexión tentativa. Por lo que se sabe hasta ahora, ese domingo ocurrieron a lo largo y ancho del territorio nacional manifestaciones masivas contra el gobierno, algunas de ellas devenidas violentos disturbios, un hecho sin precedentes en Cuba que tomó a muchos observadores y hasta a las propias autoridades por sorpresa. Quedó así una imagen de ingobernabilidad y violencia que objetivamente perjudica al gobierno cubano y que será difícil de borrar aún en un escenario favorable que no aparece en el horizonte.
Pero si a alguien no debieron tomarle por sorpresa estos hechos fue precisamente a ese liderazgo que desde hace meses viene denunciando que se estaba gestando un «golpe blando» o una «revolución de colores» diseñada por el sempiterno enemigo estadounidense. Quizás a causa de la sorpresa, la reacción gubernamental inicial estuvo signada por una perniciosa tendencia a responder preferentemente con herramientas represivas y con la repetición ad infinitum de una estrategia comunicativa cuya inoperancia parece cada vez más evidente.
En buenas cuentas, lo que sí es asombroso, dadas las penurias a que ha sido sometida la población cubana, sobre todo desde el inicio de la pandemia, es que estos disturbios no se hubieran producido antes. Pero sucedieron, han tenido repercusiones muy negativas y el relativamente nuevo liderazgo cubano está en crisis apenas a tres meses de haber celebrado el VIII Congreso del Partido Comunista Cuba, y a dos años de haberse aprobado una nueva Constitución. No deja de ser recordatorio de situaciones previas a los colapsos anteriores en los países socialistas de Europa Oriental.
Pero este caso es diferente. Cuba es un país del Tercer Mundo y en él hubo una revolución nacional liberadora después de años de opresión neocolonial. Esa revolución se radicalizó en un agudo enfrentamiento con el imperialismo estadounidense, al que pudo resistir en una serie de enfrentamientos. En ese proceso adoptó un modelo socialista que ofreció amplios beneficios populares al menos en sus primeras tres décadas gracias a su alianza con la Unión Soviética.
Si estos disturbios no se produjeron antes, ello se debe a los logros sociales en sus años iniciales y a la trayectoria internacional del país, que lo llevó no solo a sobrevivir el enfrentamiento con Estados Unidos sino a jugar un papel excepcional en la política internacional, y particularmente en el hemisferio occidental, durante la Guerra Fría y después. Todo ello le dio al gobierno actual un sustancial capital político y margen de maniobra, basado en su consigna «Somos Continuidad», que evocaban el increíble liderazgo de Fidel Castro durante 47 años.
Sin duda, estos logros y éxitos están en la base de la resiliencia del régimen cubano y en la tolerancia estoica de los ciudadanos ante las dificultades excepcionales que sufren, que objetivamente están provocadas en gran parte por el bloqueo estadounidense, aunque también por insuficiencias y errores en las políticas gubernamentales. Un elemento adicional, que no ha sido objeto de mucho análisis por observadores del drama cubano, es que no han salido a la luz informaciones que nos permitan valorar la participación o papel de los distintos sectores de oposición en Cuba, algunos de ellos, pero no todos, vinculados a la realmente existente política de subversión fomentada oficial y extraoficialmente desde Estados Unidos.
Algo sí aparenta ser evidente: si bien al parecer hubo algunas participaciones visibles de líderes de los conocidos movimientos Movimiento San Isidro y 27N prácticamente fue nula la de los activistas más promovidos desde territorio estadounidense, y ninguno parece haber estado en posición de capitalizar las manifestaciones. Quizás haya que buscar la explicación de este fenómeno en recientes investigaciones sobre revoluciones sociales y durabilidad autoritaria, como la de Jean Lachapelle, Steven Levistky, Lucan A. Way, y Adam E. Casey, publicada recientemente en la revista World Politics, en las que se intenta explicar la estabilidad de regímenes como el cubano.
A pesar de lo anterior, no cabe duda de que los disturbios fueron azuzados en redes sociales, particularmente por operadores e influencers que no viven en Cuba, muchos de ellos residentes en Miami, donde el anticastrismo sigue siendo una industria local importante, financiada tanto por fondos federales como privados. No dejan de tener razón los que argumentan que las redes sociales se han convertido en un elemento tóxico en la realidad nacional pues se gastan millones de dólares en lanzar campañas desestabilizadoras de noticias falsas.
Aunque el «empujón externo» pudo haber sido el factor detonante, también es cierto que no habría sido efectivo si no existiera un caldo de cultivo en los siguientes factores endógenos, resultado de errores y cálculos erróneos del gobierno cubano:
- Deterioro de la situación social en barrios empobrecidos;
- Enormes dificultades para conseguir alimentos;
- Reciente deterioro de la situación sanitaria después de varios meses de una política muy exitosa contra la pandemia de covid-19;
- Tendencia a desconocer, limitar y hasta criminalizar el disenso.
- Ineficiente estrategia comunicativa que tiende a ocultar errores e insuficiencias propias mediante el argumento de que «la culpa la tiene el bloqueo»;
El gobierno ha subestimado y sigue subestimando hasta que punto sus propias acciones o falencias, estas últimas percibidas o reales, provocan el malestar ciudadano, pues se ha enfocado en que el estímulo exógeno a un estallido social es el único o al menos el principal causante.
No cabe duda de que la política de medidas coercitivas unilaterales contra Cuba, que ya llevan casi 60 años en vigor, son una suerte de «guerra económica» contra una «plaza sitiada», como argumentara Peter Beinart en el New York Times del 15 de febrero en una columna titulada «La otra guerra permanente de Estados Unidos». Beinart critica las políticas de sanciones económicas argumentando que Washington usa ese tipo de estrategia contra países como Cuba y es equivalente a hacer la guerra por otros medios, con muy pocas posibilidades de éxito en el objetivo propuesto: el «cambio de régimen».
Por supuesto, el gobierno estadounidense ha rechazado las acusaciones cubanas, pero lo cierto es que la administración de Joe Biden mantuvo las sanciones impuestas a Cuba por el gobierno republicano de Donald Trump entre 2017 y 2021, 247 en total, incluso en plena pandemia. Se trata de una política de presión máxima que empobrece al pueblo cubano mientras acosa a su gobierno y no logra su objetivo confeso de derrocar al régimen. Lo ha hecho a pesar de prometer exactamente lo contrario durante la campaña electoral.
Es evidente que se estaba creando una tormenta perfecta a 90 millas de las costas norteamericanas. Es interesante que apenas una semana después de que el presidente Biden calificara a Cuba como un «Estado fallido», la Casa Blanca anunció dos medidas que, de materializarse, aliviarían parcialmente las tensiones en Cuba: el restablecimiento del envío de remesas y la reapertura de los servicios consulares en La Habana. Ambas medidas fueron parte del acoso de Trump. Si estas propuestas logran atravesar el «campo minado» del proceso de toma decisiones sobre Cuba en Washington y una difícil negociación con el gobierno cubano, esto puede significar que el gobierno de Biden reconoce tácitamente que continuar las sanciones exacerba la crisis cubana y podría provocar un estallido social incontrolable, lo que no está en el interés nacional de Estados Unidos porque, entre otras, podría estimular la peligrosa idea de intervenir militarmente.
En todo caso, Biden ha mostrado que no es Barack Obama en lo que a Cuba respecta. Pero eso es un síntoma de debilidad de su liderazgo, lo que puede tener repercusiones en América Latina y el Caribe, región en la que Cuba y las izquierdas que la apoyan siguen teniendo importancia, como lo han mostrado los recientes procesos políticos en México, Argentina y Bolivia e incluso en Ecuador.
Durante seis meses, el gobierno de Estados Unidos estuvo posponiendo el cumplimiento de las promesas de campaña y quedó atrapado en el estrecho marco de la variante trumpista de la política republicana hacia Cuba, que está basada en una ilusión: que mediante la aplicación de medidas coercitivas unilaterales extremas se logrará acabar con el régimen surgido en 1959. Los acontecimientos en el terreno y las decisiones y propuestas de otros actores la han puesto en una posición imposible. El resultado neto es que muy probablemente durante los próximos tres años se mantendrán sanciones contra Cuba que empobrecerán aún más al pueblo cubano y acosarán a su gobierno, que tendrá que convencerse de que solo una política económica eficaz que fomente el desarrollo de las fuerzas productivas podrá sacar al país de su actual crisis.
Al momento de escribir estas líneas, a dos semanas escasas de las protestas, se observa al gobierno cubano realizando operaciones de control de daños que trascienden la reacción inicial, principalmente represiva, aunque no parece haberla abandonado. Para continuar controlando el daño es imprescindible evaluar correctamente la situación política y social, y no cometer el error de culpar solamente a los factores externos sin atender autocríticamente los internos. Se debe acometer con urgencia las reformas prometidas, especialmente en lo que se refiere al suministro de alimentos.
Un problema adicional que le complica la situación es cómo enfrentar a actores violentos que se aprovecharon de la situación para propiciar disturbios sin que, al mismo tiempo, se cree la imagen, tanto dentro de la sociedad cubana como en el entorno internacional, de una represión desmedida contra manifestantes pacíficos. Hay reportes de que se están produciendo juicios sumarios sin las adecuadas garantías procesales. Las sanciones impuestas en estos juicios oscilan entre diez meses y un año. Muchos de los condenados no parecen haber cometido actos violentos. Seguir por este camino alienará aún más a aquellos sectores todavía identificados con la Revolución pero que se oponen a la represión desmedida. Dentro de la sociedad cubana, la experiencia de haber debatido y aprobado una nueva Constitución que contiene importantes elementos de respeto por el debido proceso no es un hecho menor. Entre los ciudadanos existe un mayor nivel de exigencia en el cumplimiento de la ley a que las autoridades policiales están obligadas.
En cuanto a la estrategia de comunicación, esta debe buscar el adecuado balance para sumar y recuperar apoyos y evitar perderlos aún más. Hay una evidente erosión de la capacidad de convencimiento del argumento de que todo se debe al bloqueo, más allá de que este sea una verdad comprobable. El abuso de ese argumento sin enfocarse autocríticamente en sus errores conduce al gobierno a una pérdida aún mayor de credibilidad. Las autoridades deben intentar superar dos obstáculos político-ideológicos importantes: el primero es que aún prevalece en la burocracia la vieja mentalidad estrecha del socialismo como un modelo estatista basado en la planificación centralizada, que minimiza el papel del mercado en la asignación de recursos; el segundo nace de concepciones que definen el socialismo en términos autoritarios, desconociendo o criminalizando el disenso de los que recomiendan cambios en el modelo social para hacerlo más eficiente económicamente y más democrático y respetuoso del Estado de derecho que se estableció por la Constitución del 2019.
Esta tendencia arremete contra todo el que disiente endilgándole muchas veces epítetos como el de «centrista», que se intenta convertir en sinónimo de contrarrevolución.
Las interpretaciones que se le están dando desde los medios oficiales a lo acontecido el domingo 11 de julio demuestran ese punto. Hay un intento de desprestigiar, disminuir y hasta criminalizar a todos los que se sumaron a las protestas, calificándolos de «anexionistas», criminales o «confundidos». Es claro que notados quienes participaron caben en esas descripciones. Hay demandas reales hechas de forma pacífica, cuyo desconocimiento puede ser arriesgado.
A ello habría que añadir que el discurso oficial justifica el uso de la violencia represora y esto impacta negativamente en sectores de la población que se mantienen al margen, pero observan con consternación todo lo que sucede. Un ejemplo que viene al caso es el de intelectuales y artistas que han hecho públicas sus condenas. Los acontecimientos han repercutido negativamente en la imagen internacional de Cuba. Se percibe que las autoridades, incluso las de seguridad, fueron tomadas por sorpresa. También existe la apreciación de que se está ocultando el nivel de la represión.
A estas alturas no hay todavía una cifra de detenidos ni una información de cuántas manifestaciones se produjeron, cuántas fueron pacíficas, cuántas generaron disturbios, ni cuántos ciudadanos participaron. Y, por supuesto, hay voces que reclaman la liberación de todo el que protestó pacíficamente, entre ellas las del cantautor Silvio Rodríguez, muy respetado en círculos gubernamentales.
Este vacío de información provoca que tanto la ciudadanía como actores externos puedan ser desinformados por aquéllos que tienen el evidente propósito de erosionar el liderazgo cubano. No se tiene en cuenta que en la ciudadanía ya se ha arraigado la idea de que la protesta pública pacífica es legítima y debe ser protegida por la ley, ante cuyo precepto el gobierno parece tener una actitud negativa, cuando reacciona proclamando que «la calle pertenece a los revolucionarios». Esa no es la respuesta más conveniente ni desde el punto de vista interno ni del externo, además de que atenta contra el Estado socialista de derecho.
En resumen, estas manifestaciones son inéditas y llaman la atención sobre problemas internos de la sociedad cubana agudizados por las medidas coercitivas unilaterales del gobierno estadounidense, que empobrecen al pueblo y acosan al gobierno cubano.
Esto es un reto de gran magnitud para un liderazgo político cubano que, a pesar de que ya ha sido puesto a prueba, está en proceso de consolidación en condiciones excepcionalmente adversas, no solo por la pandemia. Los desafíos son sumamente complejos, pero son también decisivos. Los líderes cubanos harían bien en considerar que, en situaciones similares en otros contextos, la estrategia exitosa seguida por homólogos políticos afines ha tenido como divisa sumar y no restar; escuchar y no hacer oídos sordos a los reclamos legítimos.