Recomiendo:
0

El 3% y el Mal radical

Fuentes: Rebelión

1. La idea de que un hecho ajeno a nuestra «realidad» puede «traumatizar» nuestra vida y que necesariamente ese trauma produce un cortocircuito efectivo en la comprensión del mismo hecho, es la forma más frecuente de manifestación de la victimización posmoderna. La lógica de la victimización se expresa con mayor claridad cuando una catástrofe, sea […]

1. La idea de que un hecho ajeno a nuestra «realidad» puede «traumatizar» nuestra vida y que necesariamente ese trauma produce un cortocircuito efectivo en la comprensión del mismo hecho, es la forma más frecuente de manifestación de la victimización posmoderna. La lógica de la victimización se expresa con mayor claridad cuando una catástrofe, sea esta «natural» o provocada por «la mano del hombre», alcanza nuestras sociedades posindustriales y las enfrenta a la violencia. Cualquier hecho es entonces identificado como el Mal radical, el Mal que busca la venganza, que desafía el orden, porque se resiste a ser simbolizado. En marzo de 2003, por ejemplo, mientras se desarrollaba el ataque anglo-norteamericano contra Irak, escuché la conversación que mantenían dos matrimonios que se sentaban en la mesa de al lado de un restaurante. Una de las mujeres se quejaba de que en la escuela sólo se hablaba de «la guerra», de «los muertos», de «las bombas», y que ya era el momento de dejar todo aquello -por muy importante que fuera, lo que ella no ponía en duda-, porque se corría el riesgo de que, insistiendo en un asunto tan desagradable, se acabara por «traumatizar» a los niños con tanta violencia. De forma paradójica, el «trauma» que se produce cuando debemos enfrentarnos a la violencia, raramente sirve para superar la obligación simbólica contraída con la Ley (el hecho de que debo obedecer las leyes, si no quiero convertirme en un proscrito del sistema). Por el contrario, genera una reacción de carácter «humano» (aparentemente eficaz) contra el hecho «traumático». Se reconoce en la «víctima», como tal, un status aparte, que la dota de una capacidad omnicomprensiva a-política capaz de entender a todas las partes de cualquier conflicto, al tiempo que ella misma queda descontextualizada de las condiciones objetivas del conflicto. En la lógica de la victimización, la percepción del mundo (y la de las condiciones efectivas de la dominación, por ejemplo: el hecho de que hay seres que sufren porque otros tienen total impunidad para hacerles sufrir, dentro de una lógica de exclusión real) no afecta a la acción, sino que produce un discurso de intensificación del hecho traumático. A pesar de la guerra, «la vida debe continuar».

2. La confusión principal que se produce al calificar a la nuestra como una época post ideológica es la de identificar a la ideología como una «falsa conciencia», una representación ilusoria de la realidad, dejando a ésta como un núcleo «libre» al que nos está vedado acceder como consecuencia de nuestra ideología o de un fallo en nuestra percepción. El paso siguiente en la lucha contra la ilusión ideológica sería, pues, quitarnos los anteojos ideológicos para «ver claro», para ver la verdad. Sin embargo, es la misma noción de realidad la que se ha de ver como la principal fuente de ideología, y eso atendiendo de hecho a la misma noción de ideología, esto es, una realidad social cuya existencia contiene en sí misma el desconocimiento de su esencia. En otras palabras, es el mismo ser social el que es ideológico, es la realidad misma la que es imposible sin una cierta mistificación ideológica, puesto que la misma ideología es una matriz generadora de discursos sobre lo visible y lo invisible, sobre lo que «entra dentro del Uno» y lo que está en el Otro. Lo que se percibe como la «realidad» no es otra cosa que el resultado de cierta red histórica de prácticas discursivas y mecanismos de poder. La realidad es la última ilusión. El «objeto ideológico» es simplemente el que en un momento histórico llena el espacio vacío de la creencia, aquel que «colorea» la creencia de alguna forma (que es) absolutamente contingente (como la política lo es, como lucha por la hegemonía de ese universal vacío). Por tanto la ideología se define también como una contingencia histórica organizada a través de una imposibilidad de llenar de «realidad» el a priori real; es decir, la ideología es el reverso del deseo utópico de superar la realidad estrecha y dura del presente.

3. En la medida en que la ideología implica un cierto desconocimiento del centro de su creencia, cuanto más nos acercamos al centro de la creencia, inscrito en esa «realidad», más vemos que ésta se apoya en mistificaciones, hasta que finalmente vemos que la ideología es autorreferencial: de forma paradójica, cuanto más nos acercamos al centro de la «realidad», menos cosas entendemos de esta. En cuanto el nudo final de la autorreferencia se desata, vemos que no queda nada. Esa nada, ese vacío, es lo que podemos considerar lo estrictamente ideológico, lo que opera siempre en referencia a algo que debe ser desconocido para ser creido. La «solución» ideológica a este peligro de desvanecimiento de la creencia es el cinismo. Para entender esto, debemos ser conscientes de que la ley no atrae ni aglutina a su alrededor a los individuos en cuanto prohibición derivada de una serie de positividades naturales. Por el contrario, la ley está organizada en torno a sus trasgresiones y lo que define a una comunidad es no tanto la letra escrita (la ley abstracta y racional ilustrada en la que creen tanto los utilitaristas pragmáticos como los legalistas avant la lèttre), como la ley no escrita, la mirada sesgada (la mirada ideológica) con la que mira los objetos. Por eso, el cinismo se presenta inmediatamente como una solución a la brecha establecida entre la Ley y el soporte «objetivo» que la determina, puesto que, como dijimos antes, cuanto más cerca de la realidad nos colocamos, en nuestro intento de mantener lejos la ideología, más mistificador es el resultado de nuestra huida hacia dentro. El cinismo ideológico consiste en delegar la creencia en los otros: se cree porque se cree que los otros creen. Se cree lo que los otros creen no en función de una primera creencia, sino de un «olvido» que afecta al núcleo de lo creído. Toda creencia implica un desconocimiento.

4. Así, lejos de aparecer como lo opuesto de la Razón ilustrada, el cinismo ideológico es su condición inherente, de acuerdo con el mandato kantiano de la obediencia moral al (y de acuerdo con el) contenido vacío de la Ley: «tú puedes, porque debes». En los regímenes totalitarios, el cinismo ideológico permite a las masas «no creer» en el destino del partido o en el carisma del Führer y sin embargo gritar con entusiasmo al paso de las banderas del proletariado o hacer el saludo romano. En las democracias liberales, por su parte, se habla a menudo de la «distancia entre la calle y los políticos» y de la corrupción del poder, que infecta todos los estamentos y que acosa a los «hombres decentes», impidiéndoles vivir de forma «normal», ajena al «politiqueo» de las altas esferas. De igual forma, podríamos intercambiar estas opiniones, y hablar de un ciudadano de la Alemania nazi que veía en Hitler el dique «neutral» que contendría a los elementos «corruptos» de la sociedad (representados por el judío o el comunista), o al ciudadano democrático e ilustrado, que dice no creer ya en las estructuras de la democracia, que no vota y no se compromete políticamente, pero que en privado sostiene con su creencia y su silencio la idea de un orden social natural e inamovible. El nexo de unión entre las cuatro opciones (el fascista «sincero», el «cínico», el demócrata «desencantado» y el «derechista») es la lógica de la victimización: un peligro (la corrupción, la mentira, la debilidad, el enemigo mortal de la patria, la modernidad que amenaza a la tradición) amenaza mi vida o ya la ha dañado de tal forma que no puedo formular mi dolor más que a través de un deseo de desprenderme de la forma antagónica del conflicto.

5. ¿No opera aquí una lógica cercana a la de la industria cultural en la que, «mediante una igualdad exagerada, mediante una declaración de impotencia social, más andan buscando participar del poder e impedir la igualdad». (1) Efectivamente, los productos culturales «igualan siempre por abajo», engatusando a los espectadores. Lo que tienen en común el marketing de la industria cultural moderna y la lógica de la victimización es la presencia de una impotencia social insuperable, que ciñe el discurso dentro de unos cauces estrechos y mediocres. Lo que en un producto cultural es identificado como «asequible», en la lógica de la víctima es considerado como «humano». La objeción posmoderna a esta idea sería acusarme de que hablo desde una posición «elitista» de la cultura o, como no, que falto el respeto a las víctimas. ¿Pero, desde qué posición habla el que me hace esta objeción? La respuesta es que conoce perfectamente la diferencia entre la porquería enlatada para consumo rápido y la obra de arte que no busca adoctrinar al que la tiene en sus manos. «La conoce, pero aun así…» La diferencia esencial entre la subjetividad relativista de la elección dentro del mercado y la apuesta subjetiva estética o política, radica en la carga doctrinaria del producto comercial, disfrazada de ligereza y sencillez, no en la supuesta «profundidad» de la obra de arte o en el juicio que se emita sobre ella. Es importante retener esta similitud entre la fabricación del consumidor y de la víctima, porque tanto en el mercado como en la lógica de la víctima, dos sistemas de códigos (el provocado por el sufrimiento/carencia y del momento histórico, el «person al» y el «social») se intercambian libidinalmente sin producir un lenguaje propio (nos referimos aquí al político), una síntesis o combinación, en definitiva, un lenguaje de protesta autónoma. Cuando Adorno y Horkheimer analizan en su Dialéctica de la Ilustración la estructura de una «industria cultural» como la radio, en la que los productos son gratis, observan que la diferencia entre el mercado (su idea platónica) y la «realidad» de este es similar a la de los medios de comunicación y su «realidad» (doctrinaria). «Los medios de comunicación ofrecen programas gratis en cuyo contenido y variación el consumidor no tiene decisión alguna, pero cuya selección es luego rebautizada como ‘libre elección'» (2).

6. Al contrario que en la lógica posmoderna de la víctima, la subjetividad de un acto político parte de una acción concreta contra una situación concreta, inestable de por sí, pero libre de las ataduras de una supuesta «salvación» neutral o del sentido común pragmatista que concibe la política como la gestión de los bienes. Un acto político es por definición no neutral, puesto que es un acto de subjetividad. Lo que propiamente constituye lo político es precisamente el momento en que las relaciones entre las partes antagónicas en un conflicto se abandonan para que la parte que demanda vaya «a algo más» -en oposición, claro está, a la parte que quiere que nada cambie. En ese abandonar la esfera del contrato social, la parte que va más allá comienza a representar, no una demanda particular, una reclamación o representación de un aspecto particular de la reivindicación, sino el cambio total del sistema simbólico social. Este ir a «algo más» es, de hecho, el origen de la política, puesto que el demos ateniense, en el origen de la política de des-clasamiento (en la entrada de los «sin nombre» en la Asamblea), los que no tienen ni riqueza ni nobleza, la anti-clase por excelencia, fundamenta su participación política cuando exige ser reconocido dentro de la lógica política como cualquier otro grupo de la autarquía de la ciudad, pero al mismo tiempo cambia las reglas del juego, puesto que la llegada al marco social del demos instituye una política nueva, en definitiva la política misma.

7. La lógica victimista está pensada para «eliminar» la política de nuestras vidas, por lo menos la política en el sentido «subjetivo». El poder estará siempre más seguro en una sociedad de víctimas «libres de serlo», pero en que esa victimización sea aceptada desde el «orden positivo del ser»(como en el caso de la «política sin política» actual) que en una sociedad en la que la opresión se constituya en negatividad, en cortocircuito efectivo de la imagen del poder, basada en la lógica económica. Hay que tener en cuenta que un acto político necesariamente debe ser antagónico, puesto que un «acto» es por definición una cuña que señala un antes y un después en la lógica al uso, en la forma de hacer las cosas, en la doxa imperante. La diferencia entre la «opinión» y la subjetividad política es mucho más que la diferencia entre una «opinión útil» y una «circunstancial», como podría objetarse desde un punto de vista «pragmático» (las leyes o las decisiones políticas deben tomarse de acuerdo con un consenso previo de la «mayoría» que debe velar por no desequilibrar este consenso). Según esta lógica, los actos políticos, en realidad, dejan intacto el núcleo de toda intervención real, esto es, la decisión ética, para limitarse sólo a las opciones «posibles» dentro de la lógica previa al acto. Un acto político subjetivo, por el contrario, abre una posibilidad, hace posible aquello que parecía imposible antes de producirse. Lo curioso es que, llegado el momento, incluso un acto político circunscrito en la (nada subversiva) lógica del capital puede despertar los recelos de la clase política misma. Este es el caso de la famosa polémica por las palabras de Maragall en el Parlament de Catalunya en febrero de 2005, en medio de la llamada «crisis del Carmelo». Es un secreto a voces que el partido que durante veintitrés años había «ocupado el poder» en Catalunya, Convergencia i Unió, había cobrado comisiones por la concesión de obras públicas (el famoso 3 %). Esta es una práctica intrínseca al «poder del dinero», es decir, a cualquier momento histórico en el que las relaciones económicas determinan el puesto de los sujetos en el entramado social general o en una parte de ese entramado, le es consustancial la corrupción. Por decirlo de otra manera, la corrupción es inherente al sistema de poder basado en la modulación de las nociones de éxito y de fracaso económico. Ya sea en la Mafia o en la democracia liberal y la industria capitalista, en la «burocracia del partido» o en una reunión de «amigos con éxito», si el dinero determina las relaciones entre las personas, en cierta forma la cosificación y la conciencia de utilidad e intercambio que se desprenden de estas relaciones ya son corruptas. La misma definición de corrupción política de un autor liberal con «confianza» en las instituciones, como Carl Friedrich, no deja de resultar irónicamente reveladora en este sentido: Siempre que alguien ostenta el poder y está encargado de hacer ciertas cosas, esto es, es un funcionario responsable u ocupa un cargo, es inducido por recompensas monetarias o de otro tipo, no legales, a emprender acciones que favorecen a quienquiera que proporciona las recompensas y, por lo tanto, perjudican al público y sus intereses (3).

8. Naturalmente el discurso liberal también se apresura a reconocer que la corrupción es, de alguna manera, un peaje «natural» que hay que pagar por la trasparencia democrática. Incluso admitirán que, cuando la munición de la corrupción falla para acabar con un político se pueden utilizar otras tácticas (los escándalos sexuales, como en el caso de Clinton; la embriaguez, como en los bulos sobre el mismo Maragall, por su forma de hablar; o la homosexualidad, como en algunas insinuaciones bastante irónicas sobre Rajoy). Sin embargo, el carácter inherente de la corrupción demuestra que su lógica «define» -más que «acompaña»- a la del capitalismo. La corrupción no es una «perturbación», un resto obsceno del capital, sino su semblante más «visible» (el no-visible sería en este caso la «perfecta gestión» y la «creencia» en esta gestión como lo «mejor para el país») a través del cual el capital organiza las legalidades e ilegalidades de su funcionamiento y del resto de factores soci ales (4).

9. El argumento liberal sobre la corrupción como un arma muy útil para la lucha en la política informacional, en la manipulación de las expectativas y en la alarma social, que favorece las luchas de poder entre los partidos y las elites, no consigue explicar el hecho más simple de que las acusaciones de corrupción no guardan una relación objetiva con los delitos «reales». En algunos casos, incluso la popularidad del político salpicado por el escándalo consigue remontar y aumentar ante sus votantes. Y esto porque el político consigue movilizar -como en el de Jordi Pujol, que supo manejar perfectamente el «sentimiento nacional» después del affaire de Banca Catalana- factores «externos» a la economía para salvar la situación y que constituyen todo un arsenal de lo que podríamos llamar «absolutos particulares», mantenidos en reserva como argumentos infalibles de la manipulación de masas. Estos argumentos no son ni exclusivos del «totalitarismo» ni tienen porque, una vez que se utilizan en las democracias liberales, diferenciarse demasiado de la burda y cínica cantinela del «nosotros contra…». Lo que debemos retener aquí es que, tanto la fuente de la trasgresión como la de la Ley que se sitúa -siempre- en un «Estado de excepción», tiene en su centro un vacío ideológico cuya universalización (cuya coherencia) siempre procede de argumentos ideológicos no reductibles a la mera economía.¿Acaso no expresa la desconfianza hacia las instituciones políticas «corruptas» el síntoma evidente de la desconfianza hacia el capitalismo? ¿Acaso el fascismo no tiene entre sus principales argumentos «antisemitas» la «corrupción» que el judío ejerce sobre la sociedad pura, sobre el Volkgeist (pueblo), cuya definición más exacta es «lo que no ha sido corrompido por el Judío» y la «infección judía» no es un desplazamiento de la tensión antagónica producida por el capitalismo exp lotador? Jean Marie Guehenno explica que en el mundo resultante del final de la guerra fría, donde los estados y los sujetos están inmersos en una lógica reflexiva, es decir, desligada de toda proyección «ideológica» (aquí en el sentido de que ya no hay estados capitalistas, por oposición a estados socialistas, ni siquiera China), las recompensas de los funcionarios estatales sólo pueden medirse mediante el dinero como forma de éxito. Sin embargo, este es un razonamiento que identifica a la corrupción con la «falta de moral». Este es un error habitual a la hora de separar la lógica política de la empresarial (un político debe ser «honrado», mientras que se supone que un empresario sólo quiere beneficios, porque su punto de partida es intrínsecamente «egoísta»). Es decir, que la corrupción es aquí el reverso de la «legalidad», de la política bien hecha. Y es precisamente esta impresión la que la corrupción y sus «soluciones por parte de políticos enérgicos» busca reflejar sie mpre en los aparatos ideológicos del Estado. Por decirlo de forma simple, cuanta más corrupción haya, más tensión se producirá entre los deseos reales y los posibles, de forma que el desplazamiento ideológico resultante será más «forzado». Si se me permite la ironía, los emigrantes acabarán teniendo la culpa de que Carod Rovira se entrevistara con ETA.

10. Es precisamente ahí donde debe verse todo el trasfondo del ruido mediático producido por el escándalo del Carmelo. No han tardado en surgir voces que se quejan del excesivo victimismo de los vecinos, de su tendencia a seguir acogidos a la benevolencia que les produce el discurso de la víctima, pidiéndoles que no abusen de su «suerte» y que, si tienen alguna queja, lo arreglen en los tribunales y no en TV3 o en «59 segundos». Esta es exactamente la reacción que hay que evitar. Cualquier análisis, por superficial que sea, puede ver que la gente no debe «dividirse» entre el apoyo a los damnificados y sus sospechas de que la derecha aproveche el desastre para desgastar al gobierno de izquierdas. Son precisamente los presupuestos que sostienen el presunto gobierno «de izquierdas» lo que debe ser desgastado y destruido, porque el gobierno «de izquierdas» es el argumento principal para la perpetuación de la explotación económica y de la alienación social en Catalunya. Una vez que el espejismo del PP como un partido totalitario y centralista ha desaparecido de Madrid, cuando Zapatero ha dado su bendición al Estatut, todo se ha acabado. Ni siquiera ha habido la más mínima autocrítica por la sucia acción de Clos de enviar a la policía contra la manifestación del 0,7 % en Barcelona, o con el neofascismo del Tripartit que gobierna para las elites y olvida al 60 o 70 % de las personas. Es el argumento hipócri ta que contiene este gobierno «comprometido con el cambio» el que debe desaparecer de nuestro horizonte: pensar que los incultos obreros y amas de casa de la periferia van a votar a CiU o el PP porque odian a las izquierdas por un reflejo «autoritario» es lo peor que puede pasarnos; esta opinión no hace sino expresar el reflejo reaccionario de las elites intelectuales y de las clases dominantes que desean ser obedecidas. Debemos volver a la política y desligarnos del discurso de la victimización.

11. Los llamados «movimientos sociales» y las asociaciones de vecinos y el pueblo barcelonés han perdido una oportunidad única de poner a nuestros «líderes políticos» en un brete, pero puede repetirse la ocasión. Como ya no llegaremos al jueves 10 de marzo, podríamos imaginar, siquiera teóricamente, qué hubiera pasado si esos movimientos sociales y los vecinos de toda Barcelona hubieran hecho una sentada «a la ucraniana» ante el Parlament en apoyo de la moción de censura de Piqué contra Maragall. Lo que durante todos estos días se ha expresado veladamente en la lastimosa letanía «lo peor es la brecha entre la población y los políticos» y en apelaciones (Manuela de Madre dixit) al patriotismo, se convertiría en una pelea de gallos por ver quién corría más al ver a la gente a la puerta de casa con aspecto de querer guerra. Maragall saldría adelante con la ayuda de Piqué. Así veríamos que nuestro problema no es el 3%, sino el Mal radical, en su mejor expresión…

————————————————————-

NOTAS

1 Theodor ADORNO, Minima Moralia, Akal, 2004.

2 Me apoyo aquí en las ideas de Fredric JAMESON, «La posmodernidad y el mercado», en Slavoj ZIZEK (comp.) Ideología. Un mapa de la cuestión, FCE, 2003.

3 Carl FRIEDRICH, «Political Pathology», citado en Manuel CASTELLS, La era de la información. El poder de la identidad, p. 427. 4 Foucault ya hacía notar que no existe una oposición entre Ley e ilegalidad, sino que lo que llamamos Ley se manifiesta en una serie de organizaciones en torno a los ilegalismos, concebidos como alteridad de la Ley (es decir, como «diferencias constitutivas»), que «siempre es una composición de ilegalismos, que ella diferencia al formalizarlos». Durante el siglo XVIII, por ejemplo, los poderes, precisamente en el nacimiento de la lógica del liberalismo, habían procedido a una nueva organización de los ilegalismos, «no sólo porque las infracciones tendían a cambiar de naturaleza, dirigiéndose cada vez más a la propiedad y no a las personas», sino porque se había producido una nueva categorización y reformulación de los «peligros sociales» bajo la fórmula, recién inventada, de la delincuencia. Gilles DELEUZE, Foucault, Paídós, 1986.