«En el origen de nuestra lucha está el sueño de todas las libertades.» «Sólo a la humanidad redimida le concierne enteramente su pasado.» «La historia es el salto dialéctico, en el sentido en que Marx comprendió la Revolución.» Walter Benjamín El acuerdo logrado este 23 de septiembre del año en curso por las delegaciones de […]
«Sólo a la humanidad redimida le concierne enteramente su pasado.»
«La historia es el salto dialéctico, en el sentido en que Marx comprendió la Revolución.»
Walter Benjamín
El acuerdo logrado este 23 de septiembre del año en curso por las delegaciones de paz del Gobierno nacional y de las FARC-EP en el tema de justicia, tema que se consideraba crítico además de crucial en las negociaciones de paz con esa insurgencia, en medio de su complejidad de la que dan cuenta los 75 puntos de ese acuerdo, permite a partir de lo conocido algunos análisis y consideraciones.
Nos referiremos en primer término a los aspectos teóricos que subyacen ese acuerdo, para después hacer una visión crítica del mismo, aspectos que consideramos problemáticos a la hora de su implementación. Esto último, teniendo como referente absolutamente ineludible, imposible de soslayar, las lecciones de la Historia, sabia maestra que jamás podrá ser desconocida. En última, la verdad es lo que ocurre. No lo que se dice, piensa, o quiere que ocurra.
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La jurisdicción especial de paz en el marco del concepto de justicia.
El acuerdo logrado en el punto de justicia, se inscribe en lo que se denomina «justicia transicional», amplio marco que permite soluciones no convencionales, es decir, manejo judicial punitivo gobernado por los códigos penal y de procedimiento penal, al darse en una nación el tránsito de una dictadura a una democracia, o en el caso de una revolución triunfante, o de un acuerdo de paz que ponga fin a una guerra civil o situación parecida como es el caso colombiano de un levantamiento armado que pervive por más de cincuenta años.
La justicia transicional entonces, ya de principio se distancia del esquema de justicia punitiva que mandan los códigos para las situaciones corrientes o normales donde a un delito corresponde una pena que tiene ante todo el carácter retributivo, de sanción por el daño hecho, con las adendas que se le quieran poner de tener a su vez un fin «resocializador», «reparador» y «reintegrador», en últimas no más que ejercidos retóricos.
La justicia que se acaba de acordar en La Habana responde entonces dentro de ese marco muy amplio y por necesidad ambiguo de justicia transicional, a la especie de Restaurativa que pone sus ojos en las víctimas: reconocerles su verdad, su dolor tantas veces negado lo que significa una revictimización diaria, restaurándolas y reparándolas hasta donde sea posible. Y en aplicación de estas dos últimas dimensiones de esa justicia, el modelo acordado tiene también su componente punitivo: además del logro superior de la verdad, en algo se debe reparar el daño causado a su víctima, y algo de su aflicción le debe caber al responsable. Así no sea con un traje a rayas como gráficamente se ha aclarado.
La razón de la justicia en el posconflicto es recuperar el sentido de lo justo en función de las víctimas, no de los victimarios, partiendo de lo más arduo de desenterrar, la Verdad. Y es aquí donde encuentra validez la referencia a Walter Benjamin: la Historia como categoría que engloba pasado, justicia, libertad y memoria, constructos estos de Verdad. Y no –en lo posible mientras éstos detenten el poder-, en función de los victimarios, que con Benjamin es la clase dominante, lo que supone por tanto que debería ser la revolución condición de ese proceso para que sea pleno.
Como se ve, es en todo caso algo complejo que no obedece tampoco a un esquema riguroso de algún nivel científico, donde las variables a jugar y combinar son muchas dentro de las cuales no se nos escapa, la principal es la presión y capacidad de incidencia de los grupos de poder dominantes responsables de las violaciones. Basta oír y leer las declaraciones de los voceros de las fracciones político-económico y militares del bloque de poder para ver con cuánta ira se asume la posibilidad de justicia en las negociaciones de La Habana, y con cuánta más la de que haya un ápice de cambio en el statu quo.
En todo caso, y por encima de rigorismos legales y constitucionales, que sabido es son apenas el comodín para darle visos de legitimidad a una situación de dominación, la fracción hegemónica del poder optó por negociar la paz como algo necesario y conveniente para ese modelo. Por encima de la oposición de las otras fracciones, y las contradicciones que se generen con ella.
Pero atención, que lo más importante de señalar a propósito del acuerdo de justicia con su jurisdicción especial de paz sobre el cual reflexionamos en este Segundo Seminario sobre Delito Político, es: para que sea cierta -no farsa- la justicia restaurativa, para que las atrocidades que de alguna forma se busca sanar y ante todo poner fin sean un logro real, tiene que, ese modelo de justicia fatalmente venir acompañado de la decisión de la clase en el poder de depurar el Estado tanto de las personas como organismos, imaginarios ideológicos y estructura institucional, que están en el corazón de las atrocidades masivas y sistemáticas cometidas en Colombia.
Porque es esencial tener muy presente esta consideración: el acuerdo de paz que se logre entre el gobierno nacional y la insurgencia de las FARC-EP en los diálogos de La Habana, y dentro de ellos el acuerdo de justicia comentado, no se realiza -ni con mucho-, con el juzgamiento y condena -en los términos que ello sea-, de las violaciones y atropellos de uno y otro bando, de la categoría que sean los procesados y el alcance que tengan las penas. Es decir, la paz por alcanzar y ni siquiera el precario modelo de justicia pactado con su componente central de garantía de no repetición, no serán posibles si no toman por el Estado las medidas quirúrgicas necesarias para extirpar la matriz de violación de derechos humanos y abierto terrorismo «legítimo» que hay en su seno como un fuero indiscutido que le es propio, a cuya protección convergen monolíticas las instituciones: las políticas, jurídicas, judiciales y disciplinarias. Y desde luego los aparatos ideológicos: educación, religión y medios de comunicación.
Esa depuración pasa fatalmente por la fuerza pública tanto de sus violadores, como de los imaginarios, mecanismos e ideologías impuestas que los forman, valga decir, las doctrinas foráneas de la Seguridad Nacional, del Enemigo Interno y la identificación de los conceptos «Patria», «Soberanía» y «Democracia» con los intereses de la clase dominante, de las multinacionales y con la propia nación estadinense. Porque si es auténtico el propósito expresado por las partes en el acuerdo que dio origen al proceso de paz, de construir un país más justo, pacífico, participativo y democrático, esas medidas se tienen que tomar desde la institucionalidad que es desde donde corresponde. Lo otro sería impostura, de lo cual penosamente hay una larga tradición de Colombia, donde los acuerdos de paz son el preámbulo de la traición. Díganlo si no Guadalupe Salcedo, el exterminio de la Unión Patriótica y Carlos Pizarro los casos más emblemáticos de ello.
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Aspectos críticos del acuerdo logrado en el punto de justicia
El acuerdo de creación de la jurisdicción especial de paz y lo que de él se conoce a partir del comunicado de los voceros de las partes, surgen preocupaciones. De la problematicidad de él dieron fe muy pronto las declaraciones abiertamente contradictorias con lo que se suponía era su letra y espíritu, de los agentes estatales comenzando por el presidente de la República, en un claro intento de sosegar las turbulencias que el acuerdo produjo en sectores militares y del empresariado que sintieron que algo de él iba con ellos.
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El acuerdo de justicia que se acaba de producir, uno de los puntos angulares del que habrá de ser el acuerdo definitivo de paz entre las FARC-EP y el gobierno nacional, pareciera desvirtuar lo que bajo ninguna circunstancia se podrá desconocer, como que el Estado mismo lo reconoce con el hecho de la negociación: las FARC como organización política alzada en armas. No grupo terrorista, ni de delincuencia común. Ésta aparente desnaturalización, porque el componente de juzgamiento de los alzados -«por sus crímenes» en la terminología de los voceros del Establecimiento-, no se compadece con su honrada disposición de paz donde ellos, incursos en el delito político por excelencia, la Rebelión, renuncian a todo: a su proyecto histórico de la toma del poder por la vía de las armas.
Nunca se consideró como realista cuando se vislumbraba la posibilidad de una negociación de paz con la guerrilla, que ella incluyera el juicio y condena de los rebeldes -fuera en los términos de favorabilidad que fuere-. Ello, por la potísima razón de que el gran logro del Estado, el objetivo en términos ideales ilusionado, era el del fin del alzamiento sin tener que entregar a cambio las instituciones estatales ni revertir el modelo político y económico vigente. Entonces ese adendo de juzgar a los alzados, así esté mediado como es de ley en estos procesos por una «amnistía amplia y generosa» para la rebelión y sus conexos, resulta preocupante. No gratuitamente se celebra desde el Estado este acuerdo como el único en el mundo que va a terminar con el juicio de los rebeldes.
Porque ya lo advirtió lúcidamente el tratadista Carlos Alberto Ruiz ponente también en este Seminario: los delitos que no sean considerados conexos a la rebelión -y ya sabemos que el Estado reclama como tal un sin número de crímenes de toda laya- ¿no darán lugar acaso a una nueva judicialización de los desmovilizados, sobre todo partiendo de la base de que ellos no los van a reconocer ni tienen por qué hacerlo?
La anterior consideración puede ser el detonante de graves situaciones no previstas ni queridas por los suscribientes del acuerdo desde la insurgencia.
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El modelo adoptado consideramos adolece como punto muy cuestionable, de una concesión inadmisible: tratándose de una negociación de paz entre una organización político militar y el Estado, contempla el favorecimiento de criminales de Lesa Humanidad que ni eran parte de las negociaciones, ni cabían dentro del marco doctrinario de ellas. Los crímenes y los criminales que resultarían cobijados por el proceso, primero no se dieron en el marco de las confrontaciones Estado-insurgencia, segundo, respondieron a motivos abyectos de enriquecimiento de sus autores, y tercero, afectaron a civiles ajenos a las confrontaciones.
En ese referente, ¿qué otra cosa son si no los campesinos víctimas del despojo de sus tierras y desplazados, el asesinato selectivo de miles de dirigentes agrarios, sindicales y políticos de izquierda, y las víctimas de masacres como las del Aro, El Chengue, El Salado, Mapiripán, Macayepo y un largo etcétera? ¿Eran combatientes las víctimas? ¿Se dieron en el curso de enfrentamientos con la insurgencia? Si la respuesta es negativa, resulta forzosa la pregunta: ¿por qué entonces van a ser favorecidos sus victimarios con el acuerdo de paz que se suscriba?
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La simetría y equidad que se predica del acuerdo, amén de su naturaleza misma, remite necesariamente a las partes enfrentadas y a los hechos de la confrontación. Ese protocolo que además se supone está bajo la égida dogmática y normativa del derecho internacional de los derechos humanos y del humanitario, y según advierten como amenaza los voceros del Establecimiento bajo el severo escrutinio de la Corte Penal Internacional, impondría que los beneficios del acuerdo de justicia no cobijen, de ninguna manera, a los autores de crímenes de Lesa Humanidad que escudados en el conflicto, es decir, usándolo como coartada los cometieron. Con frecuencia inclusive actos de ferocidad y barbarie.
Y esta característica tan problemática a nivel moral, jurídico, de la racionalidad misma del proceso y de los principios pregonados como límite de las negociaciones, se explica por la razón de que esos favorecidos que jamás deberían serlo, son agentes del Estado, pertenecen a la fuerza pública. Que hoy cuando la acción de la sociedad civil obligó a acciones judiciales contra ellos, le reclaman impunidad en pago del trabajo sucio que alegan hicieron para él. Y el Estado se la reconoce como algo de justicia elemental. Ello sin embargo, hace befa de las invocaciones doctrinarias y jurídicas del discurso oficial. ¿Sí tendrían que ver con «los hechos del conflicto» el horror de los «falsos positivos» y su carga de degradación más allá de lo imaginable en una guerra irregular? ¿Eran a algún título combatientes las víctimas? ¿Y las mujeres violadas? ¿Y los miles de campesinos capturados, torturados y desaparecidos sólo porque residían en «zonas de operaciones militares» donde la ley abiertamente declarada por los uniformados era que no regía la ley?
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Dentro del anterior punto problemático se inscribe la cuestión ya asomada por los interesados de que el acuerdo favorezca a los narco-paramilitares y para-empresarios que con excusa del conflicto, siempre por mezquinas razones de lucro personal y sin las contingencias de la confrontación, cometieron toda clase de delitos. No sólo de carácter económico -narcotráfico puro en el caso de los paramilitares y apropiación de tierras en el de los empresarios-, sino instrumental a ello masacres y asesinatos selectivos. Éstos, en consorcio con la fuerza pública interesada en ellos no sólo por el pago que recibirían, sino porque los capitalizaban como éxitos militares al ser ella, la fuerza pública, la que entregaba las listas de las personas a asesinar como «auxiliares de la guerrilla». Un verdadero concierto criminal donde los intereses económicos de los unos se armonizaban a la perfección con las «necesidades del combate» de los otros. Los comunicados de los mandos militares de cada región sobre los «éxitos operacionales de las tropas» y los ríos de sangre que de ellos emanaban, son un muy rico acervo probatorio de ese contubernio.
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El modelo bajo el cual va a operar el tribunal especial de paz del cual aún no se sabe nada porque su conformación, procedimiento a seguir y muchas cosas más como los delitos conocerá y la forma de calificar los anexos a la Rebelión, así como el punto muy crucial de los delitos que cubra la amnistía que aprobará el Congreso, deja múltiples vacíos riesgos que obran todos en contra de los desmovilizados.
Dentro de esas incertidumbres, las principales: ¿sí será concebible y compatible con la disposición de deponer las armas en aras de la concordia nacional, que los comandantes de las FAR-EP terminen pagando penas así sea en la forma alternativa de «restricción de la libertad»?
Y en caso de que lo anterior fuere así, ¿quiere ello decir que a las FARC se les habrá escamoteado -burlado- el propósito de hacer política desarmada que con mucho era el principal ofrecimiento-reclamo del Estado, y el mayor enrostramiento que se les hacía?
Estas amigos asistentes a este Seminario, las reflexiones que desde la Comisión de Solidaridad con los Presos Políticos del Partido Comunista hacemos al acuerdo de justicia recién aprobado en La Habana, ello en el propósito de que sirvan de insumo a las discusiones constructivas que se habrán de dar. Todo en el propósito nacional de la paz con justicia social.
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