En el centro de Madrid, la ciudad más frívola y regañona del mundo, hay un agujero blanco que amenaza con convertir en una alucinación el Parlamento, el estadio Santiago Bernabeu y El Corte Inglés. ¿Es una revolución? De momento es sólo (¡sólo!) una inversión espacial, material, tangible, diminuta, de la marcha mental del mundo; una […]
En el centro de Madrid, la ciudad más frívola y regañona del mundo, hay un agujero blanco que amenaza con convertir en una alucinación el Parlamento, el estadio Santiago Bernabeu y El Corte Inglés. ¿Es una revolución? De momento es sólo (¡sólo!) una inversión espacial, material, tangible, diminuta, de la marcha mental del mundo; una costura de realidad intensa en un inmenso desgarrón sin sentido; el punto suelto a partir del cual se podría poner del revés -del izquierdo- el calcetín del universo. La Puerta del Sol, con sus irregulares colinas de lona y su crepitar de papeles, es el primer asentamiento de la civilización. Es el paso de nuevo al sedentarismo, la agricultura, la urbanización, la escritura, la razón. Así avanza la humanidad. En el corazón de la selva se abre hueco una ciudad. Madrid está asediada desde dentro; está cercada desde el interior. Al tumor gigantesco le está creciendo un cuerpo; le está brotando un pulmón; le ha salido un bultito de salud.
Desde hace dos semanas Madrid -como otros lugares de España- es una ciudad doble. Para los extranjeros que ya la conocíamos, llegar a la Puerta del Sol desde la Plaza Jacinto Benavente o desde la calle Preciados es como romper y atravesar el cartón pintado que nos separa del espacio mismo. Por un pasillo de imágenes publicitarias («hoy estoy más guapa que nunca», «prometo ser joven para siempre», «el mundo cambia cada 20 segundos; cambia tú con él») se desemboca abruptamente en la realidad. El espacio -la condición misma de la sensibilidad común- no existe en todas partes y no existe casi nunca; de hecho, el capitalismo consiste socialmente en impedir su cristalización, en abortar de raíz cualquier abertura, en destruir toda forma de yuxtaposición a la intemperie. «Espacio» no se dice de cualquier sitio; se dice sólo de aquellos lugares que hemos conquistado, de los que nos apropiamos ininterrumpidamente mediante el trabajo, de los que marcamos con nuestros manos y nuestras letras, de aquellos cuyo origen podemos recordar y relatar y cuyo destino podemos modificar. Bajo el capitalismo, el espacio mismo -como los elefantes, las cabinas telefónicas y los regalos- es cada vez más una rareza. Ocurre de milagro, algunas noches, entre dos cuerpos desnudos. Pero habitualmente no nos movemos en el espacio, no ocupamos ningún espacio, no tenemos propiamente espacio. La Puerta del Sol, con sus colinas de lona azul y su crepitar de papeles, desconcierta sencillamente porque se puede medir. Porque está bajo el cielo. Porque aparece. Comparece. Y hasta parece. A su lado, la otra ciudad -en la que han ganado las elecciones Gallardón y Esperanza Aguirre- se destiñe y decolora muy deprisa; no se sostiene; no aguanta la comparación; está radicalmente deslegitimada por su radical falta de espacio. ¿Cómo va a ser democrática una ciudad en la que ningún ser humano y ninguna cosa tienen sitio, tienen su sitio? «Un polvo cada cuatro años no es vida sexual; un voto cada cuatro años no es democracia», declara un cartel en la plaza. «Error 404, democracia not found», anuncia otro. El espacio, como la democracia, es sobre toda una decisión colectiva; un compromiso reiterado del cuerpo con su entorno. Por eso un Parlamento puede no ser un espacio; y por eso una plaza puede convertirse a veces en un Parlamento. La Puerta del Sol está llena de gente por una razón muy sencilla: porque, al contrario que el resto de la ciudad, es -oh maravilla- un lugar.
Bajo el capitalismo, el espacio «ocurre» de milagro. Bajo el capitalismo, el movimiento del 15-M sólo puede ocurrir «de milagro». En general pensamos que «milagro» es todo aquello que se produce en contra de las leyes de la naturaleza. Pero bajo el capitalismo nada sucede de manera natural. ¿Semillas estériles? ¿Casas vacías y gente sin techo? ¿Abundancia e insatisfacción? ¿Pueblos descontentos y al mismo tiempo sumisos? Bajo el capitalismo hace falta precisamente un milagro para que se cumplan de vez en cuando las leyes de la naturaleza: para que las frutas maduren, para que los amantes encuentren una cama limpia y libre, para que los ladrones no sean recompensados, para que a los trabajadores no se les amputen los brazos. ¿Es extraño que, tratados como niños, despreciados, privados de trabajo, subcontratados, sin casa y sin futuro, sobornados y reprimidos, los jóvenes se rebelen contra el «sistema»? Es natural; es un milagro. Lo propio de la juventud no es rebelarse contra los mayores sino rebelarse contra la infancia, en la que el capitalismo trata de retenernos a todos con una combinación de golosinas y reformas laborales. Lo verdaderamente inesperado del movimiento 15-M es que restablece los procesos naturales. ¿Qué reclaman los jóvenes? Su derecho a ser adultos. Entre el Carrefour y la televisión, entre la Warner y Belén Esteban, entre el populismo de las marcas y el de los políticos, la reivindicación de «mayoría de edad» es la más radical, la más revolucionaria, la más política que puede imaginarse.
Madrid es, sí, una ciudad doble. No nos engañemos. En una de sus mitades, la falsa democracia introduce efectos reales desde el Parlamento, el Ayuntamiento y la Comunidad. En la otra, la democracia real peina y despioja el aire; embellece el viento. ¿No introduce ningún efecto? La emancipación recíproca de estas dos ciudades, que se desarrollan en paralelo sin apenas roces (una vez descartada la intervención policial), facilita la inmensa levadura de una «ilusión constituyente» que se expande, más allá de Sol, por Jacinto Benavente, la plaza de Carmen, Ópera y Montera. Decenas, centenares de jóvenes -y no tan jóvenes- ocupan en corro las aceras, pegan pizarras de papel en los árboles o en los escaparates de El Corte Inglés, se educan, se respetan, imaginan en todo detalle una alternativa al «sistema» que quiere convertirlos en mercancías. Redactan una constitución. La liberan en la atmósfera. La hacen galopar sobre los árboles. ¿Nada? El ejercicio de la seriedad, de la madurez democrática, del debate político, ¿no es nada? ¿La belleza de un cuerpo o de un poema mejora nuestra vida y la belleza de la democracia viva -la belleza kantiana de la sensibilidad común- no nos deja ninguna huella? En los corros de las plazas, donde se discute sobre enseñanza, economía y cultura, todas las asambleas de las comisiones comienzan con la advertencia: «No nos demos prisa; tenemos todo el tiempo del mundo». No es verdad, no lo tenemos, pero esta declaración, como la reivindicación del derecho a la «madurez», es la subversión misma de la lógica que domina el intercambio de mercancías, la televisión y la guerra. Durante horas y horas, jóvenes formateados por el consumo, aislados y desiderativos, ajenos desde el nacimiento a toda noción de colectividad y organización, han permanecido bajo el sol, en vilo, sin cambiar de postura sobre el suelo, conscientes de pronto de que ningún polvo, ninguna lanzadera, ninguna telenovela, ningún programa de televisión, ninguna droga de diseño, es tan apasionante e interesante como una asamblea.
Más acá de la belleza misma, más allá del aprendizaje acelerado y de la ralentización de Madrid (que flota vertiginosamente a la deriva), la ilusión constituyente de decenas de miles de personas reunidas en una plaza ha constituido ya su propia legitimidad. Todo poder, a condición de que sea lo suficientemente grande, es fundacional (y por lo tanto disolvente). El de Sol lo es. A su lado, la otra ciudad -en la que han ganado las elecciones Gallardón y Esperanza Aguirre- se destiñe y decolora muy deprisa; no se sostiene; no aguanta la comparación; está radicalmente deslegitimada por su radical falta de realidad. ¿Ningún efecto? Las movilizaciones y asambleas de estos días, constituyentes de su propia legitimidad, «desconstituyen» el poder que denuncian y al que se oponen. Pase lo que pase, el Parlamento y El Corte Inglés son ya casi una alucinación; se desvanecen en el aire; tienen de pronto algo inconsistente y espectral. El movimiento 15-M ha golpeado la línea de flotación misma del sistema; y el sistema ha acusado el golpe y se ha asustado. Y eso -como la fórmula de la relatividad o la composición de Las Meninas- es inolvidable para la humanidad.
Todos los poderes constituyentes surgidos de la movilización cabalgan siempre la urgencia de la utopía. Y las utopías siembran, activan, tropiezan en paradojas. En este caso -paradójicamente, sí- la utopía revolucionaria del 15-M invoca una especie de tiranía de la no-confrontación. Los sueños de transformación radical asumen en la asamblea general de Sol el lenguaje y el contenido de los discursos políticamente correctos: respeto, responsabilidad, convivencia, consenso, conceptos que se traducen también en ese código gestual, sumariamente plebiscitario, con el que aprueba o condena la multitud las intervenciones de los oradores. Es interesante reparar en este impulso. Las democracias capitalistas han insistido en «educar en valores» porque pretenden ser democracias; pero no pueden dejar de violarlos (los valores) porque son capitalistas. ¿Respeto guerrero? ¿Responsabilidad corrupta? ¿Convivencia explotadora? ¿Verdad mentirosa? ¿Consenso asesino? ¿Honestidad ladrona? Lo normal habría sido que esta hipocresía estructural hubiese inutilizado para siempre los valores mismos y que los jóvenes hubieran dejado de creer al mismo tiempo en el capitalismo y en la democracia. Pero como para dar la razón a Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, y con una lucidez inesperada, los jóvenes del 15-M se han apoderado del lenguaje políticamente correcto que invocan y patean los políticos y se lo han tomado en serio contra ellos. «Seamos imposibles», dice una pancarta que invierte el famoso eslogan del 68, «pidamos realismo». La spanish revolution no es ni postmoderna ni prefascista: es ingenuamente ilustrada. Es radicalmente moderada. Ha entendido precisamente que la utopía está del otro lado, allí donde se pretende ser honesto y capitalista, responsable y bombardeador, pacífico y millonario, y que en ese marco de hipocresía estructural la verdadera utopía es la del realismo, la de pedir cosas sencillas, naturales, normales, sensatas. Mientras el capitalismo materializa criminalmente los sueños, la asamblea de Sol sueña colectivamente pequeñeces de sentido común.
Pero la utopía de la no-confrontación se enreda enseguida en paradojas.
El movimiento 15-M es apartidista. Las siglas, las banderas, las filiaciones ideológicas están excluidas de Sol con la fuerza represiva (casi forclusiva) de un tabú. Es inquietante y a veces irritante. Es también injusto con los jóvenes -o no- que llevan años luchando dentro de organizaciones extraparlamentarias y que ahora ven penalizado, en vez de reconocido, su tesón. Pero forma parte de la levadura misma de la movilización contra una pseudo-democracia que no puede distinguir entre partidos, todos ellos orgánicamente funcionales a su reproducción. Y tiene una dimensión muy bonita, una conmovedora potencia revolucionaria. El tabú de las filiaciones suspende e invierte de hecho, en la acampada de Sol, en el trato recíproco entre los acampados, en el seno de las comisiones y en las discusiones de la asamblea, el principio de desconfianza vigente en la sociedad exterior. El mandamiento «confía sólo en los conocidos» se transforma en su contrario, y en forma también imperativa: «sólo podemos confiar en los desconocidos». Sólo cualquiera puede hablar en las asambleas, sólo cualquiera puede ser escuchado, sólo cualquiera tiene autoridad para hacer una propuesta. Es difícil no emocionarse ante esta decisión radical de impersonalidad y universalidad que reivindica la objetividad de los discursos (junto al derecho de todos a ser amados y bien tratados) y que, en un contexto de activa desconfianza hacia los partidos, permite a los militantes de izquierdas enunciar sus argumentos sin prejuicios ni resistencias.
La consecuencia natural de esta utopía de la no-confrontación, que iguala a todos los desconocidos, es la voluntad de consenso. Pero reprimir la confrontación en una asamblea abierta y universal convocada contra la otra ciudad -donde han ganado las elecciones Gallardón y Esperanza Aguirre y donde Rubalcaba embrida a sus policías-; forcluir las filiaciones ideológicas en un mundo en carne viva, dividido por intereses de clase y de facción, entraña muchos riesgos. El consenso entre 5.000 desconocidos -principio rector de las asambleas generales de Sol- aboca a la exclusión de todas las propuestas radicales, frente a las cuales cuenta más un veto que 4.999 votos. Cualquier desconocido, digamos, puede impedir un acuerdo. Y esta paralización, a su vez, sólo puede ser conjurada rebajando el contenido de las propuestas y aumentando el nivel de manipulación, populismo y liderazgo de los moderadores asamblearios. El consenso, concebido como el instrumento más radicalmente democrático, acaba conduciendo paradójicamente a la in-decisión y la demagogia. La confrontación con el enemigo es inevitable; y la unión con el compañero está mejor garantizada, como sugiere Ernest Favil en una de sus magníficas crónicas, por el derecho al voto que por el derecho al veto.
Utopías y paradojas. Como los levantamientos populares en Túnez y en Egipto, el movimiento 15-M demuestra que lo propio de la libertad es ponerse límites a sí misma; que lo propio de la espontaneidad es organizarse. «Por un mundo más organizado y menos ordenado», dice una consigna de Sol. Contra toda la propaganda interesada, contra todas las pretensiones de un caos original, los jóvenes de la acampada -de las acampadas en toda España- han demostrado que lo más profundo, lo más espontáneo, lo más original es la disciplina y la organización y que hace falta mucha violencia para desordenar el mundo. Pero la paradoja de la espontaneidad es que, abandonada a su propio impulso, resulta demasiado organizada. La espontaneidad es tan disciplinada, meticulosa, clasificatoria y reguladora que, si no es reprimida, desemboca en una hipertrofia burocrática. Como extranjero interesado en el movimiento, traté una tarde de trazar el organigrama de las comisiones y grupos de trabajo (Respeto, Comunicación, Coordinación Interna, Alimentación, Infraestructura, Economía, Cultura, Pensamiento a Largo Plazo, Espiritualidad, Medioambiente, Feminismo, Migración y Personas, etc.). Fue imposible. No hay ningún gobierno del mundo que tenga tantos ministerios, secretarías de Estado y departamentos como la Asamblea de Sol. Se ha creado ya una Comisión de Comisiones y, fruto de la opacidad burocrática, ha habido que poner en marcha una auditoría contra la comisión de Comunicación. Todo ello debería hacernos reflexionar quizás sobre esta relación de recíproca excitación entre espontaneidad organizadora y frondosidad burocrática. Lo espontáneo es la organización; y lo más espontáneo, apenas se complican las relaciones, es la burocracia. Frente a ella y como principio político libertario, es necesario -otra paradoja- introducir instituciones estables. La Puerta del Sol, con sus irregulares colinas de lona y su crepitar de papeles, es el primer asentamiento de la civilización. Es el paso de nuevo al sedentarismo, la agricultura, la urbanización, la escritura, la razón. Espontáneamente ha recorrido en quince días todas las estaciones de la evolución humana. Pero este proceso emocionante y rapidísimo nos enseña también que para detenerse hace falta más disciplina que para dejarse llevar por la disciplina.
Y está el amor. No hablo de la comisión de Espiritualidad ni de la subcomisión de Abrazos Forzados, de la que hay que huir como de la peste. La única cosa que debe ser verdaderamente espontánea es un abrazo y no hay ninguna diferencia entre imponer una caricia o imponer un látigo. Pero el amor es central en la acampada de Sol, como lo fue en la plaza de Tahrir en El Cairo o en la Qasba de Túnez. Lo espontáneo es, sí, la organización; y lo espontáneo, apenas uno se siente parte de otro cuerpo, es la solidaridad, la paciencia, la delicadeza, la atención, el cuidado, el sacrificio, los buenos modales. Lo dijo Aristóteles hace 23 siglos: «lo propio del enamorado es sentirse y querer ser bueno». Hay que cambiar el mundo, «desordenarlo» mucho, para que nos volvamos organizados; hay que cambiar el mundo, «desordenarlo» mucho, para que nos sintamos y queramos ser buenos. Toda revolución es un enamoramiento colectivo que, al mismo tiempo que transforma las formas de gobierno, transforma el marco de la sensibilidad común. Eso también es política. De ese «hombre nuevo» que preconizan los revolucionarios todos los hombres viejos han tenido un atisbo aislado -un chispazo- dos o tres veces en su vida. Es lo más viejo del mundo y sólo se trata, paradójicamente también, de crear las instituciones que lo desmientan y lo conserven. Estar enamorado de todos al mismo tiempo es algo que un cuerpo humano sólo puede hacer durante quince días; bendito sea el amor que demuestra que el amor es posible; bendito sea el amor que impugna en una plaza el pesimismo antropológico de los liberales y los banqueros; bendito sea el amor que se presenta, cuando menos se lo espera, como el logos primero. Pero no basta. Hay que ir más allá. Ahora de lo que se trata es de derrocar el gobierno, los gobiernos capitalistas, para que gobierne el amor. Cuando gobierne, es verdad, ya no será nuestro amor sino nuestro gobierno y no estaremos enamorados de él (¡Dios nos libre!), pero podremos exigirle que deje madurar las frutas, que permita encontrarse a los amantes en una cama limpia y libre y que garantice a los trabajadores el uso de sus brazos y de su inteligencia. Cada cierto tiempo, en una sacudida, todos debemos recordar el amor, lo más antiguo y generador que existe; pero nuestra bondad de enamorados, nuestra libertad de adultos ilustrados, si quiere decidir el destino del mundo, debe volcarse y olvidarse en un buen gobierno. A ese gobierno, cuando lo hayamos constituido, habrá que recordarle de vez en cuando -porque será reformable- que el único tirano ante el que nos inclinamos, y ante el que deben inclinarse todos los poderes, son el amor primero y la razón común.
Para conservar el amor y el deseo de ser buenos, para conservar el asambleísmo y la democracia real -amenazadas ya por la fatigosísima espontaneidad organizadora- quizás ha llegado el momento de abandonar la Puerta del Sol. ¿Quiénes están allí? Un poco todos: desempleados que por primera vez se sienten útiles, hippies enganchados a la felicidad del instante, militantes de todos los colores aferrados a la oportunidad de su vida, jóvenes sin futuro que pasaban por allí y quedaron absorbidos para siempre en el agujero blanco. Todos sienten lo mismo. Son los nuestros; somos nosotros. Es difícil renunciar al único lugar del mundo; es difícil renunciar al amor; es difícil renunciar a una experiencia que nadie preparó y que nadie puede asegurar que se repita. Es un riesgo partir; pero es un riesgo quedarse. Como extranjero de paso, yo mismo siento la fortísima nostalgia -como me ocurrió en la Qasba- de esta inversión espacial, material, tangible, diminuta, de la marcha mental del mundo; de esta costura de realidad intensa en un inmenso desgarrón sin sentido; de este punto suelto a partir del cual se podría poner del revés -del izquierdo- el calcetín del universo. Pero la victoria ha sido tan grande -el poder fundacional de otra legitimidad que decolora el Parlamento y El Corte Inglés- que quizás, si se quiere seguir adelante, radicalizar y politizar de verdad el movimiento y fundamentar una alternativa, es necesario apostar por los Soles de los barrios y los pueblos, por el trabajo constituyente de las comisiones y los grupos de trabajo y por la coordinación a nivel estatal e internacional. El momento antropológico fundacional -el recuerdo de ese amor primero, el poder de los muchos- debe dejar paso ya, aún a riesgo de perderse, si no quiere perderse, a una política que plantee las modalidades y las estrategias de la inevitable confrontación. Porque lo que es seguro es que habrá que volver, quizás todos los meses, como ya se ha propuesto; y entonces necesitaremos más poder, más amor y más propuestas.
Es increíble. Incluso en los tiempos de facebook y twitter, lo que caracteriza a una revolución es que sacraliza los nombres; es decir, los convierte en espacio. Los pone en el espacio. En la época de los no-lugares -los pasillos rápidos de las mercancías y los turistas- las revueltas contra la tiranía reconstruyen rápidamente los lugares, esas decisiones colectivas de tres dimensiones. Muchos pasillos han vuelto a ser lugares en los últimos meses: Tahrir, La Qasba, La Perla, Puerta del Sol, Plaza de Catalunya, Plaza Sintagma, La Bastilla.
El sol es un agujero blanco; sigamos agujereando de luz las noches del mundo.
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