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El alcohol y los chilenos

Fuentes: Punto Final

Una de las certezas del imaginario colectivo chileno es que se bebe muchísimo, que nuestro alcoholismo es de nivel mundial. Varios personajes nacionales han tenido problemas con el alcohol. Sin entrar en detalles, cantantes, actores, políticos, deportistas, empresarios, escritores. Sobre todo escritores. Y hombres de vida común. Un clima propicio nos convierte también en buenos […]

Una de las certezas del imaginario colectivo chileno es que se bebe muchísimo, que nuestro alcoholismo es de nivel mundial. Varios personajes nacionales han tenido problemas con el alcohol. Sin entrar en detalles, cantantes, actores, políticos, deportistas, empresarios, escritores. Sobre todo escritores. Y hombres de vida común. Un clima propicio nos convierte también en buenos productores.

En relación quizá lógica con lo anterior, la religión incluye varias referencias. Desde Noé, el vino ha sido importante para el cristianismo, al punto que su principal ritual (la Eucaristía) se basa en la consagración del vino. La conexión va más allá: los propios sacerdotes tuvieron activa participación, en términos históricos, con el desarrollo de la industria. Un ejemplo son los aguardientes. Habría sido el jesuita Miguel de Agusti, a finales del siglo XVI, quien los fabricó por primera vez, usando hollejos de uva. El invento se propagó por el mundo y en particular a América. Ya se sabe el estrago que causó en la población aborigen. En Chile, los jesuitas también tuvieron protagonismo. «Fueron los principales productores de vino en el inicio de la conquista», señala el profesor José de Pozo, de la Universidad de Quebec.

De todas formas, los pueblos precolombinos también tenían bebidas alcohólicas, todas fermentadas. Se fermentaba principalmente maíz, pero también agave y yuca, inclusive quinoa. Nuestra actual chicha (de uva o manzana) es de origen mestizo. La chicha auténtica es la que se hace del maíz y la etimología de la palabra es probablemente maya, según los entendidos.

En general, las bebidas alcohólicas eran consumidas en rituales religiosos, pero algunas comunidades, como los muisca de Colombia, realizaban un consumo más regular y las preferían al agua. Villalobos afirmó hace poco que el hombre mapuche vivía entregado a la bebida. Se le fue un dato: el muday mapuche es de muy baja graduación (se habla de 2º y 3º) y alto poder nutritivo, sobre todo si se combina con harina tostada, en el brebaje llamado kupilka . Lo anterior lo señala la investigadora Oriana Pardo, quien actualmente reside en Italia, en un estudio titulado Las chichas en el Chile precolombino . Ella indica también que su constante ingestión tuvo una consecuencia inesperada que sorprendió a los españoles: la ausencia de cálculos renales en la población aborigen. Entre los ibéricos ese mal era una auténtica epidemia. Varios cronistas terminan recomendando el uso regular de la bebida aborigen como medicina.

LA EVOLUCION DEL CONSUMO

La última cifra de consumo mundial indica que en Chile los hombres beben en promedio 13,9 litros de alcohol puro al año. Las mujeres beben menos: 5,5 litros. La ingesta es superior en otros lugares, como Rusia o Europa del este en general. A primera vista, las cifras aparecen exorbitantes. Pero fueron mayores en el pasado.

En los primeros estudios cuantitativos de la década del 60, se señala a Chile como ejemplo mundial. La Organización Panamericana de la Salud llevó a cabo un análisis de la mortalidad en diez ciudades de América Latina más Bristol, Inglaterra, y San Francisco, EE.UU. En cada una de estas poblaciones se empleó un procedimiento de muestreo sistemático para seleccionar dos mil fallecimientos de personas de 15 a 74 años de edad. Se concluye que la ciudad de Santiago tenía el porcentaje más alto de muertes asociadas al alcohol, seguida por México, DF. Entre ambas urbes reunían el 50% de las muertes. Otro estudio, de 1967, señala que en Chile el 36% de los ingresos a hospitales siquiátricos eran a causa del alcohol, el porcentaje más alto de Latinoamérica. Ese mismo estudio señala que en el 70% de los accidentes de tránsito estaba presente el alcohol, nuevamente el índice más alto de Latinoamérica. El 42% de los chilenos declaraba que se emborrachaba a lo menos una vez a la semana.

El rastreo de los orígenes del problema nos lleva necesariamente al siglo XIX. En los albores de la independencia no hay consenso entre los especialistas respecto del nivel de consumo. Algunos, como Claudio Gay y Guillermo C. Blest, señalan incluso que éramos un pueblo relativamente sobrio, salvo para ocasiones especiales. Pero hacia 1850 ocurre un hecho que los especialistas consideran una pequeña revolución: la llegada de las cepas francesas, lo que traía aparejado su respectivo enólogo francés. Curiosamente quienes propiciaron el cambio eran empresarios de la minería: Cousiño, Subercaseaux, Errázuriz y Fernández Concha. Junto con ello, ocurre otra «revolución»: la guerra «de pacificación de La Araucanía», que generó la primera gran migración campo-ciudad. Para Santiago fue el inicio de un periodo oscuro: aumentaron los habitantes en los márgenes, con multitudes establecidas sin ningún tipo de servicio básico que les sustentara. Muchos hicieron su agosto. Entre ellos, los productores de bebidas alcohólicas. El alcoholismo hizo presa fácil entre una masa que casi no tenía oportunidades laborales en Santiago. Años después, una parte emigró nuevamente, a las salitreras o a la fiebre del oro en California.

El diagnóstico de los autores coincide: el consumo fue creciendo de manera constante, disparándose luego de la guerra del Pacífico. A finales del siglo XIX, diversos documentos hacen referencia al «San Lunes», una verdadera institución nacional que provocaba ausentismo laboral del 60% el primer día de la semana. En ese ambiente, el escritor y caricaturista Juan Rafael Allende, uno de los fundadores del Partido Demócrata, inició una cruzada personal contra el alcohol, denunciando que «por cada carro de pan hay diez de vino». Agrega el dato de que en Santiago había 50 panaderías y 300 bodegas de vino. A esto último hay que agregar dos mil puestos de licores, chichas y cervezas. Uno de sus blancos preferidos fueron los clérigos. Dice: «Ahí están los capuchinos y los dominicos (…) los santos religiosos venden miles de arrobas de chichas, vinos y aguardientes de todos los grados». Recabarren también fue un importante activista anti-alcohol y en muchos discursos expone la dramática situación del pueblo. En un artículo en 1909 señala: «Las marcas de vinos: Cruchaga, Tocornal, Errázurriz, Subercaseaux, Concha y Toro, Sanfuentes, etc., que venden vinos finos y ordinarios, ¿no representan acaso los nombres de nuestros gobernantes y legisladores? Si no hubieran borrachos, ¿a costa de quiénes mantendrían sus fortunas, su posición y sus puestos en el gobierno, en el Congreso y en los municipios?».

Otro punto que ataca Recabarren es la primera ley de alcoholes, promulgada en 1902. Esa ley tiene una historia curiosa. De partida, su discusión llevó 17 años. Como novedad incluía un impuesto, no para moderar el consumo, sino para «hacer participar al Estado y a los municipios del negocio», según indica la prensa de la época. Con ello se creó el Servicio de Impuestos Internos, cuyo fin original era recolectar y administrar esas ganancias. La percepción de Recabarren puede ser confirmada con cifras. Datos gremiales indican que antes de la guerra del Pacífico, en 1877, la producción nacional de vino era de 43 millones de litros. En 1937, previo al gobierno de Pedro Aguirre Cerda, la producción era 354 millones de litros. Casi todo para consumo interno, porque las exportaciones eran escasas. Como la población adulta de sexo masculino era de dos millones y medio, se estima un consumo de 180 litros por persona al año. Cada dos días, el chileno se tomaba un litro de vino, y eso sin contar otras bebidas. Debe advertirse que los niños también bebían, y mucho, lo que está bien documentado.

Un artículo de Nicolás Cruz, doctor en historia de la Universidad Católica, revisa las causas de enfermedad más comunes del Chile de finales del siglo XIX. Establece la ingesta de alcohol como la causa más importante. El hecho influyó en la crianza de los hijos, llevándonos a las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo. Había otra cosa que afectaba la mortalidad infantil: la falta de comida. Los poetas de la Lira Popular señalan al hambre como otro motivo para beber. Se tomaba para el hambre, y también para el frío, para el aburrimiento, para recibir, para despedir, etc. Y se tomaba cuando morían los niños.

A pesar de la gravedad del problema, recién se estableció un control en la década de 1930. Primero el presidente Alessandri Palma declaró que eliminaría las viñas. Los productores se alarmaron. Según decían, el alcoholismo se originaba por falta de educación. Luego de muchísimo debate, se promulgó una ley que limitaba la producción, la que fue considerada casi un atropello a la libertad. De esta forma, la producción se mantuvo estable hasta 1974, que es cuando la Junta Militar la derogó. Obviamente, después de 1974, los litros por año aumentaron. El peak fue de 600 millones, el año 82. Nuevamente casi íntegros para consumo interno, porque el fenómeno exportador de vino debió esperar a la década de los 90.

UNA CONCLUSION

En resumen, los niveles de consumo en el país no son algo inherente a nuestro carácter. No es ni la raza, ni la genética, ni una malformación del hígado. Es claramente una cuestión cultural que surge en la segunda mitad del siglo XIX. La evidencia muestra que se trata de una consecuencia de las inversiones en la industria del vino, lo que generó un círculo «virtuoso», en términos comerciales. Crecía el consumo, crecía la producción y así sucesivamente. Las grandes fortunas nacionales le deben mucho al alcoholismo.

Llevar un pueblo al marasmo no es una idea nueva. Los ingleses, luego de fracasar reiteradamente en su intento de comerciar con el enorme mercado chino, tuvieron a finales del siglo XVIII una idea tan brillante como macabra: venderles opio. El consumo se expandió explosivamente por el Celeste Imperio. Cuando China dictó leyes para limitar el consumo, Inglaterra bombardeó sus puertos. Se declaraba la primera de las guerras del opio.

La ley de Alessandri Palma, del año 1937, fue una buena medida, pero ocurre luego de casi cien años de tomar sin control. Por suerte en ese caso no hubo bombardeos.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 810, 8 de agosto, 2014

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