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El análisis (destrucción consciente) de una formación social

Fuentes: Rebelión

El análisis de una formación social es un momento indispensable para su destrucción consciente. Si la disolución de las formas actuales de dominación (Estado, Derecho) constituye un fin, el análisis científico de las mismas es siempre uno de sus medios. El análisis requerido no puede aparecer, en su conjunto, como un proceso simple. El proceso […]

El análisis de una formación social es un momento indispensable para su destrucción consciente. Si la disolución de las formas actuales de dominación (Estado, Derecho) constituye un fin, el análisis científico de las mismas es siempre uno de sus medios. El análisis requerido no puede aparecer, en su conjunto, como un proceso simple. El proceso analítico consta de fases ajustadas al periodo histórico en el que se vive. Se trata de un proceso complejo, pero no de una ciencia imposible. No hay imposibilidad ontológica o gnoseológica previa que impida la crítica racional y la investigación científica de los fenómenos políticos, sociales y económicos que, en su conjunto, figuran como elementos del despliegue de una formación social. En la ciencia social y política no hay motivos para sentirse abrumados ante la «complejidad» de tales fenómenos, puesto que también en las ciencias naturales se explican muchos hechos de igual o superior complejidad.

No es el «material» el que impone por sí mismo las dificultades. Es «alguien»; todo un colectivo de sujetos, una clase, es decir, una coalición de intereses subjetivos, que interponen una mampara es el proceso de investigación, desde su misma génesis. Una ciencia social que se ha liberado de los infundados temores ante la «complejidad» intrínseca de sus fenómenos, ante las dificultades concomitantes al proceso de esquematización y explicación de los mismos, será una disciplina con varios pasos adelantados. Si el propósito último de esta ciencia es la disolución del orden social vigente, entonces nos situamos en el marco, aparentemente contradictorio, de una «ciencia ideológica». Pero la ideología de la que vamos a hablar pretende ser una representación que tendrá la capacidad de absorber críticamente a las alternativas. Será una ciencia, o algo similar, desde el momento en que es capaz de criticar (clasificar, establecer comparaciones y distinciones, emprender jerarquías) de entre todas las ideologías conocidas; será capaz de entenderlas y explicarlas en el curso de su tiempo, en el contexto de lucha de facciones y clases que producen esa ideología, en relación con el modo de vida de quienes la fabrican y la contrastan con visiones alternativas. Esta disciplina «ideológica» es ciencia puesto que aporta esas explicaciones y críticas. Es también ideología desde el momento en que la elabora una clase social frente a otras clases rivales o, simplemente, distintas. Pero es una ideología llamada a representar a la humanidad entera, en un proceso totalizador que me propongo exponer. En cualquier caso, esta ideología ha de tener una coherencia interna. Ha de ser una «construcción», resultado de la crítica y de la autocrítica, producto de las adaptaciones, reajustes y elaboraciones que la marcha de los tiempos demanda. Sobre todo, ha de ser una construcción racional; producto de una trabazón interna impecable y eficaz en sus razones para explicar el mundo y para superar el contraste crítico con las ideologías alternativas. Tiene que ser, en definitiva, resistente a la «tiranía de los hechos». Solamente así, esta ciencia ideológica se constituirá como una buena herramienta en manos de quienes están llamados a subvertir el orden social vigente, en tanto que éticamente aborrecible y materialmente incompatible con la vida humana.

La ciencia social que se encara con realidades y manifestaciones de una formación social (Estado, Derecho, otras ideologías) es, pues, una «ciencia ideológica» (y a mucha honra) porque se sabe nacida en el seno mismo de esa sociedad, objeto de sus análisis. Al igual que esa materialidad que pretende analizarse, la ciencia ideológica es también una figura histórica, más o menos sistematizada, más o menos dotada de una forma y de una objetividad, Ella misma, como ciencia y como tradición, es producto de la historia.

No lo ocultamos. A estas alturas ya resulta evidente. Esa ciencia de la que hablamos es el materialismo histórico. En las líneas que siguen vamos a ofrecer el programa de lo que ha de ser esa ciencia ahora, que tanto se la persigue nuevamente, hoy, que tanto cacarean acerca de su muerte. Junto con el cuerpo de Lenin, se pretende enterrar a toda una «tradición». Pues bien, como figura histórica, como tradición literaria, intelectual y agitadora, el marxismo se ha quedado por aquí, en el mundo de los vivos. No hay quien le entierre. Puede haber estado un tiempo embalsamada, pero la persistencia de su tradición le dota de un cierto estatus de realidad objetiva. Ahora es preciso proporcionarle un nuevo impulso de vida. La reacción feroz que ha seguido a la caída de la U.R.S.S. ha puesto al descubierto a muchos sepultureros del marxismo quienes, adelantándose en sus actas forenses, decretan que el perro se ha muerto. Difícil será enterrar una tradición de pensamiento y praxis que, al menos en sus soportes materiales, ya es imborrable. ¿Quién es capaz de iniciar una censura y un olvido sistemáticos, siquiera contra un «marxismo embalsamado»? Millones de textos, cintas magnéticas, registros informáticos, internet, etc., deberían desanimar al censor más implacable. Siempre quedarán sujetos que lean, actúen, piensen en una línea de análisis marxista. Pero, aparte de los registros objetivos de esa tradición, cuando menos literaria, está la agravación de las condiciones materiales ante las cuales un pensamiento crítico surge como respuesta. El hecho es que esta ciencia ideológica, constitutivamente, no puede quedarse en un estado de hibernación. Las vigentes condiciones de monopolismo, concentración y acumulación, las nuevas situaciones de explotación y alienación que se conocen en el mundo y en España, hacen que la «tradición» dormida se vuelva algún día tan terrible como el Ave Fénix. La tradición resurgida, completada (no amalgamada) con nuevos elementos de crítica y contestación que ya han surgido en todo el orbe, se hace viviente para combatir una situación. Los hombres hacen su historia, y la historia, guste o no, aún no ha terminado.

Repitamos la tesis. La «ciencia ideológica» es una ciencia histórica. Surge en la historia, se dibuja en el contexto de los hechos y de los cambios históricos y, en gran medida, constituye una respuesta a ellos. Este conocimiento siempre surge a la zaga de la marcha de los cambios históricos. Inicia su andadura y sigue el sentido de las transformaciones, ajustándose al ritmo y a la intensidad de las fuerzas (productivas) que impulsan los cambios. La ciencia ideológica surge en el seno de las relaciones sociales que, a veces se corresponden (y a veces se contradicen) con las fuerzas de la producción en un momento histórico dado. En este sentido, ella misma es un subconjunto de relaciones tomadas del sistema global de las relaciones productivas y políticas en general y contribuye, en un sentido que vamos a desarrollar, como superestructura material y activa, desde su aparición (mitad del siglo XIX) un elemento básico de modificación social.

La historia no es una masa homogénea de hechos, ni una sucesión uniforme de acontecimientos. De manera semejante a la evolución biológica, hay transiciones cualitativas y «saltos» hacia la novedad. La ciencia ideológica aparece como uno de estos últimos. No es una tarea exenta de interés la búsqueda de antecedentes (economía política inglesa, socialismo francés, idealismo alemán, materialismo francés, humanismo de Feuerbach…). Sabido es que las ideologías no aparecen de la nada, sin empalmar con tradiciones previas. A su vez, el materialismo histórico ha sido en gran parte la «conciencia» bajo la que se ha luchado política y militarmente en innumerables lugares del mundo. Pero antecedentes aparte, la historia ha conocido este salto a la novedad, vale decir, hacia una conformación ideológica sistemática y racional que exige el gobierno de la sociedad misma sobre los asuntos básicos de su producción. Guste o no, el marxismo se parece a un arma que puede estar cargada o sin munición. Como arma descargada se la podrá mostrar incluso en los museos, y enseñar en las universidades. Como arma que dispara, el marxismo se realiza en la historia en todas esas innumerables luchas y revoluciones.

Momentos previos, indispensables, para emprender ese salto hacia la novedad fueron: el triunfo del racionalismo (siglo XVII) y la Ilustración europea (siglo XVIII). Hasta entonces, las «formas ideológicas» sólo revestían ropajes religiosos, utópicos o milenaristas. Bajo el imperio de la Razón, el materialismo ideológico debía buscar la coherencia interna, y establecerse en continuidad con los métodos y resultados de las ciencias matemáticas y naturales. El materialismo ideológico debía resistir la crítica y las evidencias, así como probar él mismo su fertilidad analítica, en forma científica (materialismo histórico).

La realidad concreta recibió de Marx la denominación de «formación social». Desde el punto de vista lógico no ha podido ser más acertada la expresión. Las teorías románticas buscaban una esencia o una colección de rasgos que pudieran predicarse de un sistema social: «nación», «patria», «pueblo». Estos rasgos solían ser una mixtura de propiedades físicas y espirituales. Hoy en día todavía se invocan descaradamente: la sangre, la lengua, la religión. La colección de propiedades con las que nace cada individuo, o de las que se infunde por vivir en esa comunidad y pertenecer a esa cultura, conforman un intensión o esencia de la sociedad, intensión que al tiempo sirve para demarcarla de otras comunidades metafísicamente distintas. El animismo o espiritualidad supuestas a cada individuo, un ser viviente y distinguible de otros seres humanos, es traspasado a una entidad colectiva y suprahumana, de la que se constata un status de realidad igualmente espiritual y viviente. De forma recíproca, esa totalidad (usurpando las funciones del Dios cristiano) infunde a quienes la integran, y les hace partícipes «por esencia» de ella.

En Marx, por el contrario, el primer sentido que le debemos dar a la expresión «formación social» es muy simple. Para empezar, constituye algo que se ha formado. Esta es una proposición elemental del materialismo histórico: las sociedades que debe estudiar son figuras históricas. En la ciencia ideológica se debe analizar lo concreto actual, comenzando por la primera crítica y la primera sacudida que sufre su objeto: viéndole en proceso, acentuando su historicidad. La proposición que hoy puede parecernos simple y verdadera al estilo de Perogrullo es la primera sacudida fuerte contra la idea de un orden social eterno, que siempre ha sido y será igual. Lo «concreto-actual», por así decirlo, es puesto en perspectiva. Esta primera operación aún no constituye un análisis en el sentido completo y acabado, pero demarca el tipo de ciencia que es el materialismo histórico frente a la economía y en contra de las demás ciencias sociales ahistóricas. Lo concreto-actual ha devenido, se ha producido desde procesos y fuerzas históricas. Estas, en su despliegue, arrojan diversos «aspectos» o «formas», de las que hablaremos.

La formación social comprende a las gentes que viven en ella, con independencia del sentimiento o conciencia de su pertenencia a la misma que estas gentes desarrollen, tanto el sentimiento que un grupo o clase autoelabora como el sentimiento que elaboran los grupos que le son ajenos (considérese, por ejemplo el tema de la esclavitud en la historia, o el problema de la «ciudadanía» frente a los «espaldas-mojadas» en la Unión Europea y en E.E.U.U. y así se comprende la exclusión formal-imaginaria de personas materialmente integradas y necesarias). Una formación social, como la española, por ejemplo, exhibe unos rasgos accesibles a la percepción inmediata (son rasgos «prototípicos», no esenciales). Territorio, lengua, raza, costumbres, credos. A su vez hay elementos constituidos, mucho más objetivables que los anteriores, como el Estado y el Derecho, las constituciones. Estos son elementos que se han difundido, reproducido e implantado por todo el mundo con unas semejanzas impresionantes. La formación social española se ha constituido también en Estado, por medio de procesos e influencias que deben buscarse –en parte– en el exterior de ella misma. Porque una formación social nunca es un ente aislado de un entorno, y ahora lo es menos que nunca.

El Estado es una superestructura, según la jerga clásica de los marxistas. Marx había empleado una metáfora arquitectónica. Toda formación social debe ser abordada por esta distinción dual: la base o cimiento de la sociedad, y las superestructuras que se alzan sobre esa cimentación: Derecho, Religión, Estado y demás ideologías. La distinción es muy útil en la ciencia social positiva, pero ha sido objeto de críticas y confusiones. El carácter abstracto de esta distinción la convierte en un fragmento de la teoría marxista inasequible a los espíritus más empíricos y nominalistas. Sin embargo, bien entendida y mejor utilizada, es extraordinariamente valiosa en la ciencia social.

La base económica de las sociedades de Europa occidental puede designarse con la expresión «régimen capitalista de producción». El capitalismo no se deja reducir o definir exhaustivamente con alguno de estos rasgos prototípicos, pero por el momento, los siguientes le son familiares a todo el mundo: «libre empresa», «propiedad privada», «producción destinada al mercado», «extracción de plusvalía». Ninguno de estos rasgos, aparentemente puros en lo que hace a su pertenencia a las categorías económicas, se realiza en la práctica, no se presenta en la historia, sin un ordenamiento jurídico concomitante con las relaciones económicas. Tal es el caso, que algunas de las expresiones empleadas para designar nuestro régimen de producción vigente («propiedad privada») son, en rigor, expresiones jurídicas al cien por cien y, sin embargo, denotan inmediatamente un determinado tipo de producción e intercambio económicos. En definitiva, un determinado modo de producción se ve envuelto desde antes de su origen en una nebulosa de códigos, jergas e ideologías jurídicas. Con esa nube había de empalmar la nueva ideología secretada por la inminencia de las necesidades productivas. La ideología nueva y la vieja empalman en la medida en que pueda darse coherencia, y de un modo en que aumente su adaptación y eficacia a los nuevas formas de vida. Aquellos ordenamientos incompatibles con el nuevo régimen productivo son desplazados o destruidos, como fue el caso del ordenamiento de los gremios. Los gremios impedían la consideración del trabajador como entidad «suelta», lista para comprarse y venderse en un mercado laboral semejante en su naturaleza a cualquier mercado capitalista.

En el caso de otras superestructuras, la ligazón íntima entre las mismas y sus bases está mucho más oscurecida que en el Derecho. Así, en lo que a superestructuras políticas se refiere, hace un siglo parecía evidente que el régimen que mejor convenía a la burguesía para una cómoda expansión del modo capitalista de producir era la república democrática o la monarquía constitucional. El siglo XX, por el contrario, nos ha deparado variedades superestructurales insospechadas. Algunas de ellas son auténticas «monstruosidades» en relación con las teorías marxistas clásicas. Los fascismos europeos o las dictaduras militares sudamericanas son buenos ejemplos de cómo el modo capitalista de producir se abre camino, se potencia y se apoya en superestructuras morfológicamente diversas, y que nada tienen que ver con un ordenamiento democrático. Estas «monstruosidades» significan una lección histórica que todos debemos aprender: el modo de producción capitalista no está comprometido necesariamente con unas «formas» democráticas de existencia política (parlamentarismo, elecciones, libertad de partidos, constitucionalismo, libertades de expresión y de asamblea, etc.). Muy por el contrario, el marxismo moderno sabe -por regla general-que la camarilla de grandes accionistas y capitanes de los grandes imperios económicos utilizan el «medio ambiente» político del Estado, en el que operan y al cual dirigen y controlan a la medida de sus negocios. Lo mismo puede decirse de amplios sectores de la clase media en muchas condiciones concretas de fascismo o dictadura (Alemania de Hitler, España de Franco) y que constituyen «el apoyo de masas» de esos regímenes, por cuanto que ellos garantizan valores muy caros a esa clase social: «orden», «seguridad», etc. Un paso más allá se da en la tesis siguiente: el capitalismo sólo sobrevive en determinadas áreas nacionales por la vía político-militar, por lo general debido a la interferencia de potencias extranjeras (imperialistas). Parece, desde la I Guerra Mundial, y desde las tesis de Lenin, como si la determinación en última instancia que ejerce la economía sobre el resto de la sociedad sólo fuera válida en el marco nacional de una formación relativamente ajena a distorsiones comerciales con otros paises y, en general, relaciones externas (guerra, diplomacia). Y debemos entender que la «globalización de la economía» desemboca en el dominio de las superestructuras para velar por y dirigir a esa economía a una escala mundial. Así es la dialéctica de la historia que se esconde tras aparentes paradojas. Desarrollaremos más abajo estas cuestiones.

La sociedad civil (léase, la base económica), cuando se haya suficientemente desarrollada, es inseparable de una sociedad política (Derecho, Estado). En los pueblos pre-estatales, las únicas superestructuras detectables serían las correspondientes a las creencias mágico-religiosas y las prácticas consuetudinarias. En formaciones más desarrolladas (vale decir, con fuerzas productivas más desarrolladas), la vida social se presenta como una estructura de fenómenos. Esta vida fenómenica, práctica, en la que todos nos desenvolvemos -y con diferentes grados de conciencia de los resortes que la mueven– es por definición una «mezcla» de componentes básicos y superestructurales. La sociedad en la que vivimos sólo es una. No hay, en ese plano fenoménico, el de vida práctica y real, una delimitación ontológica entre sociedad civil y política. Este dualismo clásico sólo debe ser admitido a efectos analíticos; pero la vida práctica, la que se compone de fenómenos reales, no sabe de «distinciones». Las distinciones conceptuales pertenecen a la esfera de un determinado tipo de conciencia. Cuando llevamos una distinción conceptual de la esfera de la conciencia a la práctica social, real, estamos realizando una ideología. En el fondo, todos realizamos ideologías y es imposible no hacerlo. Estamos hablando de la ideología como elemento integrante -real- de la vida fenoménica social, cotidianamente determinada por la producción y que posee, como plasmación material más evidente, la distribución del tiempo, de las ocupaciones, la división del trabajo, etc.

Antes de dividirla en dos, los clásicos de la Política contaban con una unidad social, en la cual habitaban y desde la que reflexionaban. Era su totalidad social. Sólo una formación es la que se aparece como un todo dinámico que arrastra consigo, por así decirlo, rasgos y órganos suyos. Aquí el organicismo es de cierta utilidad para conocer las limitaciones del análisis social (un pie, desgajado de su cuerpo, no puede echar a andar por sí solo…). La sociedad civil, la base, produce una sociedad política en una determinada fase histórica, de un modo semejante a la evolución morfológica: unos determinados organismos biológicos se hacen lo suficientemente diferenciados como para requerir órganos especiales (pero partes suyas) que les resultan útiles en determinados propósitos específicos dentro de un marco global de supervivencia de la especie y de adaptación del organismo. El sistema de producción de órganos superestructurales en el seno de una totalidad social es, en este sentido, análogo al sistema de diferenciación biológico que ocurre en los seres vivos a lo largo del tiempo. Primero, los hombres que viven en sociedad producen para vivir, producen a su vez unos medios de producción, y se reproducen de un cierto modo. La sociedad reproducida y ampliada crea necesidades añadidas, lo que imprime determinadas transformaciones a su vez en la producción, en los medios para emprenderla y en el sistema biosocial de reproducirse. Conforme a sucesivas transformaciones de esos tres componentes (que al entrecruzarse resultan en la sociedad misma) van sucediéndose en el tiempo histórico determinadas diferenciaciones, sin que ninguno de los tres componentes mencionados sufra como tal una mengua de su importancia en el transcurrir del tiempo. Son tres determinaciones sociales esenciales: producción, reproducción y producción modificada (ampliada). Las diferenciaciones, en cambio, ya son formas contingentes con respecto a una fase histórica determinada, aunque dentro de esta fase desempeñan papeles causales de primera magnitud. Así, por hipótesis, si la esclavitud acabó diferenciándose como tal debido a las nuevas necesidades productivas (correspondientes con un incremento en la «fuerza» de las mismas), esta institución es nueva frente a las unidades sociales primitivas, pre-existentes (la familia, la gens, unidades de las que sólo expositivamente puede decirse que contuvieran «en germen» a la esclavitud). Tenemos ya una sociedad escindida en «libres» y «esclavos», y no -meramente– recortada según los sexos, o según la edad, por más que estas divisiones pre-existentes, primitivas, contuvieran la base o el germen de lo que luego sería una «clase social» diferenciada (esclavos). Una diferenciación ésta, la de la esclavitud, que provoca «variaciones correlativas» en las formas que se le oponen socialmente, en los hombres «libres» en tanto que amos de esclavos. Desde el momento en que aparecen clases sociales, ya ningún individuo tiene una «esencia absoluta» (aunque tampoco era así anteriormente, pero dejemos esta cuestión): la esencia del hombre libre es la de su propia clase, y la de su propia clase se conoce y se produce (sí, las esencias se producen) por medio de su antítesis, esto es, la clase que se le opone y que se ve dominada por aquella, la clase de los esclavos.

Un modo de producción constituye el sistema de relaciones sociales mediante las que una formación se abastece de sus necesidades primordiales, y dichas relaciones producen, además de bienes materiales y servicios que las personas prestan a los demás, toda una serie de estructuras ideológicas, jurídicas, políticas etc. Si el modo de producción del que hablamos es el capitalismo, hemos de decir cuanto antes que la «elaboración» política que resulta del capitalismo avanzado llega a envolver a la producción misma. Frente a las tesis funcionalistas o adaptacionistas, que creen ver una correspondencia o adecuación entre la base y las superstructuras, aquí sostengo que el tipo de relación misma es el que varía según el momento histórico del que estamos hablando. En momentos relativamente poco desarrollados del capitalismo, era posible establecer correspondencias entre (a) un modo de producción expansivo (aunque no definitivamente implantado) en países europeos del siglo XIX, y (b) y unas determinadas estructuras políticas, revoluciones, vaivenes políticos, legislativos, electorales. etc. Hoy en día, la idea de las superestructuras como apéndices o excrecencias instrumentales de un modo de producción, producidas por este para desarrollarse ya no puede sostenerse por más tiempo. La internacionalización de la economía, el modus operandi imperialista tanto de las potencias como de las multinacionales atrincheradas tras ellas, la estrecha asociación entre la escalada bélica de la «periferia» y el modo militarista de producir en el «centro», el suculento negocio de las «ayudas al desarrollo», etc., todos estos fenómenos, constituyen síntomas suficientes para afirmar: (1) que el capitalismo ya está suficientemente desarrollado y que no hace uso de «nuevas» superestructuras instrumentales o funcionales para su expansión, o simplemente para su «engrase», (2) a falta de una oposición igualmente «internacionalista» por parte del proletariado y por parte de naciones, pueblos y demás clases dominadas, el capitalismo hipertrofia sus viejas instituciones, transformando (por así decir) los fines en medios y viceversa. Así, la guerra como medio de las potencias para repartirse el mundo (tesis leninista) entendido «el mundo conquistado» en un sentido aún económico, esto es, como lugares para nuevos mercados, fuente de materias primas, etc., se transforma en fin en sí mismo, en cualidad inherente al capitalismo: experimentación y mercadeo de armamentos, mantenimiento del sector básico industrial de una nación desarrollada, represión barata de los regímenes poco dispuestos a entrar en razones (mucho más barata que en tiempos de la contienda de Vietnam), ocasión lucida para la Cruz Roja, la O.N.U. y muchas O.N.G.s para justificarse y expandir sus nada despreciables imperios burocráticos, etc.

Es digna de comentario la idea, muy extendida incluso entre marxistas, según la cual la guerra era considerada una anomalía más o menos explicable a partir de la base capitalista de las naciones enzarzadas en la lucha, si bien algo externo en su naturaleza en relación con la marcha real de la economía. A menudo, se han referido a las dos guerras mundiales como resultado de causas básicas: crisis económicas, lucha por los mercados, y su expresión en forma de conflictos de clase neutralizados (el tema de la militarización de los obreros bajo banderas nacionales, contra Marx, quien dijo que un proletario no tienen patria). Pero estos análisis, si bien pueden ser correctos, no siempre han sacado a la guerra de su categoría de mero fenómeno o efecto, cuando la realidad vigente, hoy, a las puertas del año 2000, exige una consideración de la guerra y de su marco más amplio, el militarismo, como fundamento estructural, inherente, del capitalismo avanzado (imperialismo). Lo mismo podría decirse de otras «superestructuras», cuyo núcleo junto con la totalidad social que las envuelve, ha evolucionado hasta constituirse en premisa del movimiento mismo de un capitalismo: un modo de producción que, al decir de Marx, no perecerá hasta que haya deducido todas sus consecuencias, hasta que se hayan recorrido en acto todas sus posibilidades.

El modo de producción capitalista, hablando en lenguaje dialéctico, se metamorfosea en superestructuras político-militares que velan por su mantenimiento y expansión, pero que constituyen al tiempo premisas objetivas para su derrumbe. El sistema capitalista, en tanto que sociedad civil, ya no goza de buena salud, carece de impulso económico propio si no se hace valer de todo un aparato agresivo y defensivo de tipo político, militar, policial, etc.

En el caso de la formación social española, que nunca se ha destacado por ser «potencia» de primer orden en lo económico, y cuyo capitalismo ha sido más bien «importado», gozamos de unas oportunidades excelentes para análisis relativamente neutrales. Además, el estado español cambió sus formas políticas hacia la democracia formal, sobre una base igualmente capitalista –en su versión «poco desarrollada»– que ya existía durante la dictadura de Franco. En este sentido, la formación social española se presenta como un ejemplo palmario, casi escolar, para comprobar la potencia de la distinción «base-superestructura» aplicada a una realidad concreta, distinción que no por ser abstracta (en el sentido que ha sido expuesto arriba) es oscura o difícil de entender. Tras la muerte de Franco, un hecho: la base económica del país no se modificó. La transición económica fue la más gradual de todas. El estado español continuaba situado en el mundo como lo que era: una pequeña (mediana) nación capitalista, con una fuerte tradición de capitalismo de Estado. Las superestructuras políticas cambiaron con la supervisión externa, que aquí tenía depositados sus intereses en forma de capital, y en forma de bases militares emplazadas estratégicamente. En el río revuelto de la transición, la eclosión de un estado socialista (real) en la parte más occidental de Europa, en plena retaguardia de la OTAN, hubiera sido fatal al bloque occidental. Se hacía imprescindible una transición controlada, vigilada manu militari si fuera preciso.

Cuando nos disponemos a analizar una formación social concreta, sin el auxilio de abstracciones o coordenadas como las de base y superestructura, podemos encontrar un sinfín de piezas y de procesos, todos ellos disímiles entre sí, de muy heterogénea factura. Por un lado, habrá unos componentes fluidos y dinámicos. La palabra «fuerza», tan querida entre los escritores marxistas, remite a una causación ajena a la voluntad de los agentes, causas que son necesarias en sus consecuencias y que modifican desde un punto de vista cuantitativo un determinado estado social de las cosas. Así hablamos de «fuerzas» productivas. En el caso de la formación española, el salto desde una nación predominantemente agraria hacia una nación industrial, durante los años 60, procedió de inversiones estatales dirigidas por una dictadura que, a diferencia de lo acontecido en los 40 y parte de los 50, ya gozaba de mayor crédito internacional, especialmente norteamericano. Por supuesto, en política internacional, el crédito que merece un régimen tiene que ver con el sentido exclusivamente financiero y comercial del término.

Así pues, la introducción de inversiones, y la consiguiente tecnología, la elevación de la capacidad de consumo de las masas, la urbanización acelerada del país, etc. fueron las condiciones que engendraron necesariamente la aparición del proletariado urbano-industrial (el más activo políticamente) y una nueva y masiva intelectualidad (pues la industrialización exige un aumento en el nivel de instrucción). Las premisas sociales estaban dadas: mientras que la represión franquista de los 40 y 50 era una especie de coletazo de una represión propiamente militar, una derivación inherente a la posguerra, en los 60 y 70 cambia de raíz el tipo de oposición (y su correlativa represión) al régimen, porque ha emanado de condiciones nuevas, irreductibles a las del periodo anterior, con bríos nuevos, muy vivos, como vivo y ascendente empezaba a ser el paso de la autarquía subdesarrollada al capitalismo. Una mezcla de feudalismo en el agro, y corporativismo neogremial en la industria, todo ello con unas fuerzas productivas mezquinas en sus dimensiones, abren paso a una patronal de nuevo cuño, surgida al amparo de las grandes instalaciones financiadas por el Estado, y desde dentro de esa capitalización, surgen las nuevas clases proletarias que conocen la explotación en su sentido moderno, genuinamente capitalista y no, por el contrario, envuelta en las formas de paternalismo y neogremialismo propias de la primera parte de dictadura. La condena moral y política del régimen -que siempre se puede sentir o expresar sea cual sea el sistema económico de una dictadura– se entremezcló necesariamente con las nuevas demandas laborales de los trabajadores, demandas inéditas, revolucionarias, que constituyen el motor propulsor de aquella condena que, de lo contrario, se ahoga en el sopor moralizante y languidece durante años y años.

«Modernización» fue -y es- el eufemismo para el cambio. De ahí la introducción de conceptos dinámicos («fuerza», «desarrollo de fuerzas productivas») Lo que ayer «no era», hoy «es». Lo que antes revestía una forma A cualquiera, ahora se presenta bajo un aspecto modificado, una forma A’. La transición, todo el mundo la constata. Ahora bien, el paso de una forma a otra, la transformación efectiva, es lo que interesa a la ciencia. El paso de la España agraria hacia la nación industrializada, es un cambio en las relaciones sociales que afecta a la propia constitución de los objetos relacionados, así como a las clases de relaciones ahora implicadas. Todo lo que ha ocurrido y se ha interpuesto entre A y A’ es lo que debe caer debajo de una explicación acerca de una transformación social, como la de nuestro ejemplo. Las «formas» que reviste una sociedad antes y después de una década, como intervalo tomado a efectos comparativos, deben aparecer como una conjugación de aspectos causales o cuantitativos (volumen de inversiones, niveles de capacidades adquisitivas, renta nacional, etc.) y sus «consecuencias» cualitativas (aumento de la instrucción, nuevos grupos y clases, contestación «social» al régimen). He puesto la palabra consecuencias entre comillas, porque según todos los razonamientos hasta ahora expuestos, no se trata de un efecto o producto «subjetivo» a partir de unas condiciones productivas (materiales, «objetivas») nuevas. Simplemente, son «formas», «morfologías» o aspectos de una totalidad social, a modo de relieves, texturas, huecos, protuberancias y demás elementos fenoménicos que destacan parcialmente respecto a una totalidad social, Reificar o sustantivar los fénomenos sociales (Durkheim: «tratar a los hechos sociales como si fueran cosas») significa enmascarar la base objetiva sobre la que puede alzarse uno de esos relieves, una de esas aglomeraciones o protuberancias: el proceso de producción. El concepto de clase social es el único concepto propio de una morfología social que está rigurosamente vinculado al proceso productivo, el de las posibilidades que en cada formación se dan, por ejemplo, la existencia histórica evidente de clases sociales improductivas, parasitarias, rentistas, alejadas por definición de la producción (si bien en el intercambio y en la distribución siempre hay una participación activa o causal en el proceso tomado en su globalidad). Toda vez que son clases que forman parte del todo, son también un efecto de ese todo.

Una totalidad, desde el punto de vista dialéctico, es ante todo una realidad fenoménica. Ante aquellos que la conciben o abarcan en sus análisis, cabe decir que una totalidad es un modo de representarse sintéticamente (conceptualmente) una serie de elementos. Los análisis sintéticos (pues los dos procesos van unidos en un círculo) son los propios de la historia y de una sociología histórica. El desinterés por los condicionamientos que ha sufrido la formación social española en los últimos tiempos del franquismo y en la transición (en términos de historia política investigada, y en términos también pedagógicos) se ha constituido en forma de mampara que impide la comprensión cabal de nuestro presente, y deforma toda iniciativa de solución a los más graves problemas. Problemas que, más allá del dominio político, al no verse atajados, filtran y pudren la contextura misma de la comunidad, el alma de nuestra sociedad civil.

Los periodos revolucionarios son una ebullición de ciencia ideológica. Durante los mismos, este tipo de ciencia se realiza, la teoría se cumple (aunque hay diferentes grados de cumplimiento). Aquí, la ideología stricto sensu ya no es más una representación ilusoria y nebulosa de una realidad que resulta negada, no aceptada. Ahora, la ideología es una transposición de representaciones «realistas», aunque fenoménicas, claro está, pero superadoras («hiperrealistas», podría decirse), que se han de distiguir claramente de las ideologías anteriores y alternativas, de carácter subdesarrollado e inmediato. La ideología hiperrealista es una «vuelta del revés» de las ideologías dominantes en su medio, pero es resultado de las inversiones en la base real o de ciertos movimientos en el proceso de inversión. Esto las distingue de las utopías (que aparecen en una base poco desarrollada), aunque se asemeja a ellas en aquello que conserva en común: una visión totalizadora de la sociedad (y por ende, igualmente fenoménica). El mundo de los fenómenos es el único mundo real, muy diferente del mundo de los entes abstractos: «átomo». «Primer Motor Inmóvil», «Democracia»…Y además ese mundo es el único por el que merece la pena luchar en el curso de la historia. La incorporación de entes abstractos es, por otro lado, un momento imprescindible para afinar los análisis, trocarlos en ciencia, y hacer una lucha realista (y no visionaria, utópica, imprudente, milenarista, etc.) El marxismo es, en este sentido, la única ideología que, resultando a veces un efectivo disolvente de las formaciones que lo envuelven y lo han producido, es con sus análisis y con su práctica política plagada de análisis, la «comadrona» de sociedades nuevas. Así el marxismo es tanto ciencia como dialéctica. No hay doctrina o disciplina con un estatus equiparable. En este aspecto, el marxismo no ha sido superado. Y cualquier tránsito que el modo de producción capitalista conozca en el futuro, hacia modos socialistas de un estilo u otro, contendrá necesariamente elementos del marxismo, por la sencilla razón genética de que éste era, cuando menos, un análisis (una crítica) del capitalismo.