Mural popular construido en Medellín
“¡Nos están matando, que lo sepa el mundo!” -Consigna coreada durante el Paro Nacional de 2021
El Estado y las clases dominantes de Colombia, que constituyen el bloque de poder contrainsurgente, se han valido de una serie de falacias para ocultar el carácter terroristadel Estado en este país, consolidado como tal desde hace décadas. La primera de las falacias, repetida hasta el cansancio, se autocomplace señalando que Colombia es una sociedad democrática donde existe un Estado social de derecho lo cual, además, estaría ratificado por la Constitución de 1991. En esa misma dirección se afirma que la democracia colombiana es estable, de vieja data, y no ha sufrido los embates antidemocráticos del “populismo” (léase de izquierda). Se sostiene que en este país existe una separación de poderes, libertad de prensa, respeto a las libertades individuales, todo posible por la preservación irrestricta de la propiedad privada.
En segundo lugar, se señala que las fuerzas militares han sido respetuosas del orden constitucional y han enfrentado múltiples guerras de las que han salido victoriosas. Esta falacia ha cobrado fuerza en los últimos cinco años a raíz de la firma del acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc. A esto se agrega que esas fuerzas armadas son pulcras y, como institución, están formadas por mártires que sacrifican su vida por preservar los bienes de los colombianos y, cuando mucho, en su interior han existido unas cuantas manzanas podridas que se han desviado y han cometido crímenes o se han aliado con paramilitares y asesinos, pero esas son acciones aisladas e individuales que no comprometen a la entidad castrense, que siempre ha respetado los derechos humanos. Incluso, de los miembros de esas fuerzas militares, en una campaña oficial que circula a lo largo y ancho del país, se dice que “los héroes si existen” y que son ellos.
Estas falacias, entre muchas otras, han sido la carta de presentación del Estado colombiano ante el resto del mundo y han sido efectivas, porque a nivel internacional se les asumía como ciertas. Y hablamos en pasado, porque si alguna importancia han tenido los acontecimientos de este 2021 que termina, radica en que este año se hizo visible ante la faz del mundo el terrorismo de Estado a la colombiana.
Una cosa es que se haya hecho visible y otra cosa es que no existiera. El terrorismo de Estado no surgió de repente en este 2021, puesto que ha sido una práctica recurrente en los últimos 75 años, como lo hemos soportado en forma directa o indirecta de múltiples maneras (asesinatos, desapariciones, torturas, bombardeos, expulsión de población, conversión de sectores sociales, étnicos y políticos en enemigos internos, anticomunismo abierto y disfrazado, persecución judicial, linchamiento mediático por los grandes poderes de la desinformación, exilio…), pero eso nunca adquirió relieve ante la retina de la mayoría de la sociedad colombiana y, mucho menos, fue visto fuera del país. Algunas de esas prácticas terroristas no solo han sido legitimadas por sectores de la sociedad colombiana (los “colombianos de bien”), sus intelectuales, sus periodistas a sueldo, sino que las denuncias que se hacían sobre ese terrorismo de Estado quedaban circunscritas a determinados activistas y militantes políticos, dentro y fuera del país.
En ciertas ocasiones de los últimos años algunas de esas prácticas terroristas (asesinato de sindicalistas, “falsos positivos” ‒denominación creada a propósito para ocultar la magnitud de los asesinatos de Estado) fueron denunciadas y sobre las mismas se ha adquirido cierto conocimiento entre sectores de la opinión pública de Europa. Pero estas prácticas genocidas no siempre han sido analizadas como la manifestación del terrorismo de Estado, considerado de manera estructural e inscritas en un conjunto de doctrinas y prácticas contrainsurgentes, que son permanentes, sistemáticas, propias de la lógica de la doctrina de la seguridad nacional, el anticomunismo y el enemigo interno, forjadas en Estados Unidos y asumidas plenamente por el bloque de poder contrainsurgente en Colombia.
El terrorismo de Estado en este país ha sido tan “exitoso” que se ha convertido en un servicio de exportación, porque la policía y el ejército colombianos capacitan (es decir, enseñan su experticia en prácticas terroristas encubiertas con la retórica de la seguridad) a más de quince estados en el mundo. También otra variable que indica el “éxito reconocido” de esas prácticas terroristas es la exportación de mercenarios (civiles y militares) a distintos lugares del mundo, algo que también se hizo visible en este 2021 con el asesinato del presidente de Haití, tema del que hablamos más abajo.
Lo que ha sucedido en este 2021 resquebraja las falacias erigidas y ha desnudado el carácter terrorista del Estado colombiano, como se muestra con dos acontecimientos que examinamos brevemente: el paro nacional y el asesinato del presidente de Haití.
El paro nacional
El 2021 ha sido el año del extraordinario paro nacional, la protesta social más importante en toda la historia colombiana por su duración, extensión geográfica y la diversidad de sectores sociales que participaron. Este paro estalló por razones de larga, mediana y corta duración. En lo inmediato fue resultado de la acumulación de agravios durante el 2020, por el confinamiento, la represión del régimen del subpresidente Iván Duque y porque el manejo de la pandemia mostró la dimensión de la desigualdad y la injusticia existentes en el país. Como factor represivo el antecedente inmediato fue la masacre del 9 y 10 de septiembre de 2020 en las calles de Bogotá y Soacha, cuando la policía masacró a 13 personas, entre ellas un ciudadano venezolano. Esa protesta se cerró brutalmente, con la legitimación que le proporcionó el subpresidente quien se disfrazó de policía y se hizo presente en uno de los CAI (Centro de Atención [Asesinato] Inmediato) que había sido atacado por la multitud enardecida.
En el mediano plazo el paro se inscribe en un ciclo amplio de protesta que se remite a lo acontecido en el país en los últimos diez años, y en el que han participado diversos sectores sociales, aunque con movilizaciones particulares en la mayor parte de los casos. Dentro de esas protestas se destacan la movilización de estudiantes (La Mane en 2011, 2017 y 2018), de campesinos (Paro Agrario de 2013), de indígenas (diversas mingas y paros regionales en el sur del país) y un primer intento general de paro (noviembre de 2019), que fue aplazado por la irrupción de la pandemia. Esta inconformidad, latente en diversos sectores de la población, ha estado relacionada con el impacto del neoliberalismo y la firma de tratados leoninos de libre comercio, cuyas consecuencias directas las vive y siente la población que ha soportado empeoramiento de sus condiciones de existencia. En el largo plazo, el paro se relaciona con grandes movimientos urbanos de protesta que se han dado en Colombia, y sobre los cuales puede tomarse como punto de partida ‒no porque haya sido el primero, sino el más significativo‒ la insurrección popular a nivel nacional el 9 de abril de 1948, Y señalamos este hito, porque el paro del 2021 ha sido predominantemente urbano, una característica que debe ser destacada, porque esa variable explica en gran medida la visibilización del terrorismo de Estado.
La brutal respuesta estatal a la justa y legitima protesta de sectores plebeyos del mundo urbano ha evidenciado dos cosas. De una parte, las miserias y desigualdades de las ciudades, grandes y pequeñas, de Colombia, en donde se reproduce la desigualdad estructural existente entre campo y ciudad, en la que una exigua minoría vive como es sus guetos urbanos invertidos (para ricos), como si habitara en los barrios opulentos de las ciudades del primer mundo, mientras millones de colombianos sobreviven en medio de la espantosa miseria, precarización laboral, desempleo, informalidad y rebusque diario. De otra parte, esa desigualdad se mantiene y reproduce, entre otras razones, con la fuerza bruta del Estado colombiano, cuya presencia en las zonas más pobres del país, incluyendo las ciudades, se reduce a los batallones militares, estaciones de policía, CAIs… sin que tenga presencia social, porque no hay ni hospitales, ni escuelas, ni parques, ni empresas estatales que brinden empleo y ayuden a la población.
La represión ha sido el pan cotidiano en las zonas pobres del país, incluyendo sus ciudades, que significa que, sobre todo, los jóvenes de ambos sexos sufran el acoso, la persecución, la estigmatización, la violencia sexual… No obstante, hasta el Paro predominaba una imagen dominante de esa violencia estatal y paraestatal (puesto que recurre a grupos y sicarios paramilitares para “limpiar” los barrios de “gentes indeseables”): era marginal y, en alguna medida, se justificaba entre las clases medias del mundo urbano como necesaria para contener la inseguridad, o para enfrentar al movimiento insurgente en las zonas agrarias.
Hasta antes del estallido del paro se pensaba que el Estado colombiano solo era represor de la insurgencia en el campo, pero se suponía que las fuerzas militares eran unas mansas palomas en las ciudades, donde no se vivía lo que soportan diariamente los campesinos, que están sometidos a la dictadura de las fuerzas militares y sus émulos paramilitares. Antes del paro, muchos colombianos de las clases medias urbanas pensaban que la violencia institucional era algo marginal y distante, porque se habían acostumbrado a ver nuestra guerra por televisión. Los bombardeos, masacres, torturas, violaciones, desapariciones… aparecían como lejanos y aceptables para muchos de esos sectores, como el costo que debían pagar los que se revelaban con las armas en la mano. Pero, ni en las curvas, imaginaban que algo de eso pudiera verse en las ciudades. Y repetimos, no es que eso no se viviera en las ciudades, sino que eso lo soportaban los pobres en sus barrios y eso tenía poco interés para los habitantes de barrios de clase media y para los ricos y poderosos sencillamente no existía y no importaba.
Pero hete aquí, que comienza el paro y de inmediato emerge nítida la represión estatal, utilizando los mismos mecanismos del terrorismo oficial que siempre ha usado en Colombia. Y esos mecanismos de represión se hacen más visibles en la medida en que el paro se radicaliza y profundiza. Al final, la represión deja un saldo de uno 80 colombianos asesinados a mansalva por las balas del Estado colombiano. Hay centenares de heridos, decenas de desaparecidos, fueron violadas una veintena de mujeres. En los barrios de ricos aparecen civiles armados que, protegidos por la policía, le disparan a la gente y esos mismos individuos se presentan como la expresión genuina de los “colombianos de bien” que actúan para defender sus intereses de esos intrusos, indios, negros y pobres, que osaron mancillar sus lujosos barrios.
Los medios de desinformación mienten, como es su costumbre, sobre lo que está sucediendo, pero esta vez a diferencia de lo ocurrido siempre, quedan en ridículo y se descubren sus mentiras, porque emergen canales de comunicación populares y, a través, de celulares y redes sociales se difunden fotos y videos sobre la criminalidad oficial y el genocidio en marcha.
Esos mensajes nos muestran que en nuestro país se replican los métodos israelitas de represión, con el uso de armas letales en manifestaciones, el empleo de helicópteros en los barrios de pueblos y ciudades para balear a la gente, el disparo a mansalva a la cara de quienes protestan (muy al estilo chileno e israelí) para causarles daño y dejarlos ciegos.
En Colombia sucedió un poco lo del célebre cuento del escritor guatemalteco Augusto Monterroso que dice “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. En efecto, gran parte del país despertó y el terrorismo de Estado seguía allí, nunca se había ido, lo que pasaba es que no se le había querido mirar, en una especie de disonancia cognitiva de tipo colectivo. Ahora, se le veía cara a cara, y no solo dentro de Colombia, sino fuera del país. Hasta el punto de que un organismo tan inane y parcializado a favor de los grandes poderes, como es la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en un estudio dado a conocer hace dos semanas declaró:
“entre el 28 de abril y el 31 de julio de este año recibió denuncias de 63 personas muertas durante las movilizaciones de protesta que comenzaron a finales de abril con el Paro Nacional. El 76% de las muertes se debieron a heridas de bala. […] Además, hubo individuos armados que atacaron a los manifestantes, a veces con armas de fuego, ante la pasividad de las fuerzas de seguridad.
A las muertes documentadas se suman reportes de 60 casos de violencia sexual presuntamente a manos de la policía. Hasta el momento, la ONU ha verificado 16.
El informe dedica un renglón aparte a la criminalización y estigmatización de los manifestantes, a menudo a través de los medios de comunicación, a quienes se relaciona con actos vandálicos o actos de terrorismo.
La Oficina también manifiesta preocupación por las agresiones a defensores de derechos humanos y periodistas que han documentado los acontecimientos”. [Disponible en: https://news.un.org/es/story/2021/12/1501462]
Qué hasta la Oficina dirigida por Michelle Bachelet, que antes había justificado el Terrorismo de Estado en Colombia, haya hecho este tipo de declaraciones pone de presente la manera como se ha erosionado a nivel internacional la imagen de la supuesta democracia colombiana. Y la imagen que va quedando es la que se ajusta a la realidad que sufrimos la mayor parte de los colombianos que habitamos en este país: un régimen terrorista, contrainsurgente, que recurre a todos los métodos (militares, judiciales, mediáticos…) para mantener las desigualdades y privilegios de una minoría insignificante, cuyos representantes son los mismos que en el ámbito político gobiernan a este país desde hace doscientos años.
Pero, como en el caso del Estado terrorista de Israel, el colombiano no se le queda atrás y no solo niega los señalamientos de la ONU, sino que, además, dice que esa instancia interviene en política y con su condena mancilla el honor de prestigiosas instituciones nacionales (como serían la policía, el Esmad y las fuerzas armadas) a las cuales exalta como ejemplo de patriotismo. Por esta vía de rechazo y negacionismo hay una confirmación del terrorismo de Estado que ha salido a la luz pública en este 2021.
“No están matando” fue el mensaje sintético con el que se denunció a nivel internacional el Terrorismo de Estado colombiano. Y ese mensaje, como no había sucedido en la historia reciente de nuestro país, caló en diversos ámbitos fuera de Colombia y fue amplificado en distintos escenarios deportivos, artísticos, diplomáticos durante el 2021. Una clara seña de que el terrorismo de Estado colombiano empezó a ser afrontado fuera de nuestras fronteras, lo cual puede considerarse como un importante avance, en términos de clarificación política.
Asesinato del presidente de Haití
El 7 de julio de 2021 fue asesinado en su residencia Jovenel Moïse, el presidente de Haití. Los asesinos materiales formaban parte de un comando transnacional de mercenarios. Inmediatamente se conoció del crimen comenzó a circular la noticia a nivel mundial, siendo el hecho más destacado el de la composición de ese grupo de mercenarios, la mayor parte de nacionalidad colombiana Esa era la primera sorpresa del hecho, y la segunda que no se trataba de cualquier tipo de mercenarios, sino que muchos de ellos habían pertenecido al Ejército Nacional de Colombia.
Desde luego, no fue la primera vez ni tampoco será la última en que militares colombianos se alistan para realizar una operación de terrorismo internacional, porque eso lo vienen haciendo desde hace varios años, en la medida en que la experticia contrainsurgente y criminal de los cuerpos armados del Estado colombiano ha sido valorado de manera positiva en el mercado internacional de los mercenarios, alentado por diversos países del mundo, empezando por los Estados Unidos.
A pesar de esos antecedentes de sicariato organizado, el caso de Haití mostró ante el mundo el carácter de las fuerzas represivas del Estado colombiano, porque eso mismo que ellos le hicieron al Presidente de Haití, con todo el sadismo del caso (recurriendo a la tortura, por ejemplo) es lo que realizan con absoluta impunidad en nuestro país desde hace 75 años en campos y ciudades, como se ratificó durante el Paro Nacional.
Unos cuantos datos son reveladores del comportamiento y características de esas fuerzas militares: algunos de los mercenarios que participaron en el crimen del presidente de Haití habían sido condecorados por sus grandes logros contrainsurgentes en Colombia, e incluso uno de los que fue abatido había recibido honores por sus hechos de guerra [Ver foto adjunta]. Otro de los milicos-mercenarios estaba siendo investigado por su responsabilidad directa en los crímenes estatales que se conocen como “falsos positivos” y otro es primo hermano de Rafael Guarín, Consejero de Seguridad del gobierno del subpresidente Iván Duque. Estos datos ponen de presente el nexo entre el Estado colombiano, sus fuerzas armadas, el mercenarismo internacional y el crimen de un presidente del continente. Todo ello es una puesta en escena del terrorismo internacional a la colombiana, que se hizo visible para ciertos sectores de nuestro continente y del mundo.
Esas dos características, que los mercenarios fueran colombianos y militares suscita preguntas de fondo: ¿Por qué militares colombianos participaron en el asesinato de un presidente en ejercicio? ¿Qué relación guarda la formación contrainsurgente del ejército colombiano con este tipo de crímenes? ¿Qué dice Estados Unidos de su participación en este crimen, si se tiene en cuenta que en la Escuela de las Américas se prepararon siete de los militares colombianos que asesinaron al presidente de Haití? ¿Entre las grandes cosas que enseñan los Estados Unidos en esa escuela del crimen oficial, acaso no se instruye en cómo dar golpes de Estado y matar presidentes? ¿Qué vínculos existen entre el Estado colombiano y los organizadores intelectuales de ese crimen, cuando se sabe que uno de ellos, residente en Miami, el venezolano Antonio Intriago, aparece en una foto con Iván Duque cuando este último estaba en campaña electoral?
Los nexos se hacen más sospechosos al tener conocimiento de los múltiples planes organizados desde Colombia (como el de la Operación Gedeón) para matar al presidente Venezolano y al saber que uno de los organizadores del magnicidio de Jovenel Moïse es un venezolano, radicado en Miami y dueño de CTU Security, una empresa de mercenarios. Para completar, existen muchas pruebas, incluyendo fotografías, que demuestra los nexos entre Antonio Enmanuel Intriago, propietario de la empresa radicada en Miami que contrató a los mercenarios que asesinaron al presidente de Haití, con altos mandos del uribismo, que controla al Estado colombiano.
Con todos estos elementos, y muchos otros que apenas se conocen, no queda duda de que el Terrorismo de Estado que se ha impuesto en Colombia ya no opera solamente a nivel interno, sino que se ha convertido en una exportación no tradicional del país, como lo atestigua el crimen del presidente de Haití, uno de los hechos más vergonzosos del 2021, donde fue clara la participación directa de mercenarios de las fuerzas armadas del Estado colombiano, adiestradas en los Estados Unidos. Eso ya no se puede ocultar, por mucho que la Revista Semana haya tratado de limpiar la cara de los sicarios del Ejército colombiano, a quienes incluso, como claro ejemplo de la manipulación mediática del mundo al revés del que hablaba Eduardo Galeano, presentan como “víctimas inocentes”, simples turistas. ¡Sí, los sicarios del ejército colombiano disfrutaban de las playas del Caribe, mientras preparaban el crimen del presidente del país más pobre del continente!
Ni las peores manipulaciones mediáticas podrán negar jamás este crimen, al que está vinculado directamente el terrorismo de Estado Made in Colombia y ahora producto de exportación para desgracia de nuestro país y de nuestra América.
Renán Vega Cantor, Especial para La Pluma.
Imagen de portada: Colombia Informa
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