Si alguien se propusiera impulsar la extinción de la humanidad no le haría falta dotarse de una batería de meteoritos, convocar a iracundas divinidades ni movilizar un destacamento alienígena. No, los homo sapiens sapiens nos extinguiremos solitos, solitas sin la ayuda de nadie ni de nada y lo haremos menos por nuestra descomunal capacidad de […]
Si alguien se propusiera impulsar la extinción de la humanidad no le haría falta dotarse de una batería de meteoritos, convocar a iracundas divinidades ni movilizar un destacamento alienígena. No, los homo sapiens sapiens nos extinguiremos solitos, solitas sin la ayuda de nadie ni de nada y lo haremos menos por nuestra descomunal capacidad de crear poder destructor que por nuestra descomunal capacidad de olvidar o renegar de nuestra condición de frágiles súbditos del reino animal. Ironía donde las haya, la única especie que tiene la capacidad de reconocerse como tal se empeña en no hacerlo por un uso inapropiado -soberbio y desbocado- de este kit casero de luces largas y pequeño retrovisor existencial que llevamos desde siempre en la mochila y que llamamos conciencia.
Engreídos por haber sido dotados de este tesoro cuya localización sigue burlando las pericias filosóficas y neurológicas de filibusteros acreditados, suerte de garra invisible y tentacular capaz de mover y remover objetos alejados en el tiempo y en el espacio, gónada que almacena y secreta redes de significados que llamamos Cultura, los seres humanos seguimos tozudamente convencidos de que los únicos animales que frecuentamos son los que nos dejan pelos domesticados en el sofá, los que nos alegran salvajemente los paseos montesinos o los documentales domingueros y los que, según la cocción, terminan dificultando nuestra digestión. Hasta para los más realistas – para los que al menos vislumbran que nuestra estadía en el planeta puede ser, como la de cualquier especie, efímera- nuestra extinción no es sinónimo de ejercicio de humildad terrenal sino que se proyecta como la culminación explosiva del relato épico de nuestra todopoderosa inteligencia nuclear. Ante semejante e insoportable delirio de grandeza, The Handmaid’s tale, adaptación serial de la novela escrita por Margaret Atwood en 1985, nos recuerda que lo más probable es que el fin del fin sea más bien el de la soledad de una especie que, poco a poco, por los efectos colaterales de su insistencia prometeica en dominar un frágil medioambiente del que no se siente parte, se ha vuelto ni más ni menos que estéril.
Con esta primera tesis, baño de humilde naturalismo antropológico y de sensato ecologismo radical, The Handmaid’s tale no se limita a identificar un nudo gordiano para la teoría política emancipadora sino que se encarga de desovillarlo a lo largo de su primera temporada desvelando otras tres reflexiones no menos importantes. Por un lado, esta gran serie nos recuerda que si bien esta condición tan fundamental en la existencia y desarrollo de nuestras comunidades humanas, y por lo tanto premisa ineludible en la evaluación de sus limitaciones y potencialidades, parece ajena a la gran mayoría es en la exacta medida en que la élite económica y política nos la ha arrebatado. Grandes expropiadores de bienes y significados, de recursos naturales y retóricos, de medios de producción y de reproducción, los sectores dominantes saben perfectamente que en última instancia es en nuestra condición de animales habladores y trabajadores, y más específicamente en su control, en donde se juega la partida. Una minoría poderosa que, desde esta premisa y cuando lo considera necesario, no duda en liquidar como lo hace en la República de Gilead -la teocracia dictatorial establecida en el territorio que actualmente ocupan los Estados Unidos y en la que se desarrolla esta historia- cualquier atisbo de derechos sociales, civiles y políticos. Y controlar mediante el terror y la coacción directa la fuente de todos sus problemas a la vez que la solución a todos ellos: nuestros cuerpos.
Cuerpos ahorcados o deportados, renombrados y desmembrados; cuerpos cuya elasticidad como dispositivos materiales de construcción de subjetividades les convierte en el soporte predilecto para el ejercicio del poder disciplinario en su afán de cambiarlo todo para asegurarse de que todo siga igual. Cuerpos que esta serie nos enseña deambulando bajo una paz de cementerios retratada en planos largos de exteriores perversamente encuadrados, en planos generales asépticos con una fotografía que recoge un cotidiano sofocante de colores lavados sin chispa cromática que no sea la del rojo escarlata y saturado de los cuerpos uniformados de unas mujeres, las «Criadas», grupo del que The Handmaid’s tale nos cuenta la historia. Mujeres que al mantenerse fértiles pese a la esterilidad dominante se han visto forzadas a integrar una hermandad compuesta por unas pocas elegidas cuyo fin es el de entregarse cuerpo y alma para asegurar descendencia al amo de turno. «Criadas», un destino entre otros, como el de las lesbianas mutiladas o ejecutadas por su «traición al género» y por ejercer una sexualidad no reproductiva; el de las «Marthas», trabajadoras domésticas que a falta de poder asegurar la reproducción biológica de la clase dominante aseguran su reproducción social, y finalmente el de las mujeres de los Comandantes, las «Esposas», y el de las adoctrinadoras, las «Tías», de crueldad proporcional a su nivel de alienación, encarnación de la dosis de cipayismo necesaria al blindaje de cualquier sistema de dominación. Y es que, tercera y central reflexión de este relato serial, cuando la dominación se intensifica es el heteropatriarcado el primero en trasladar de las cavernas a las calles sus pertenencias más preciadas y en esmerarse a dejarlas todas atadas y bien atadas.
En un impresionante retrato visual de esa pestilencia cavernícola The Handmaid’s tale se adentra en la brutalidad que padecen las mujeres supervivientes de Gilead centrándose en la historia de la Criada Offred (en castellano, «DeFred»), nombre impuesto a la joven protagonista June, magistralmente interpretada por Elisabeth Moss, y que traduce literalmente su nueva condición de esclava reproductiva propiedad privada del Comandante Fred Waterford. De identidad y cuerpo expropiado -un robo que se instituye no solamente como pilar narrativo de esta historia distópica sino también como lo demuestra impecablemente Silvia Federicci en su obra Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria como pilar sociopolítico de otra historia llamada Capitalismo- June se desliza silencio y laboriosamente en la gelatina translúcida de unos interiores petrificados en tiempos coloniales y puritanos- la casa de su amo- suerte de bodegón o, mejor dicho, de naturaleza muerta donde la familia que la posee espera tensamente que el milagro de la vida ocurra. Serán las vibraciones sísmicas aunque retenidas de la cara de June retratadas en unos magníficos primeros planos de clara inspiración bergmaniana o antonioniana, junto a una voz en off que adquiere en este contexto asfixiante inauditas cuotas de contrapoder libertario las encargadas de confirmar el paso del tiempo a la espera del ritual de violación de rigor. La llamada «Ceremonia» que unos espeluznantes planos cenitales filman recordando que -como lo hacen los saludos o muletillas oratorias seudosocializantes que salpican los pocos diálogos existentes- todo lo que acontece en Gilead se hace bajo un ojo («Under his eye»), el de Dios, el de los espías omnipresentes y, inevitablemente, bajo el de la cámara cinematográfica. Este órgano artificial que la directora Reed Morano maneja con elegancia visceral auscultando las vivencias del cuerpo de una mujer mediante unos planos cuyo tamaño, ángulo y contenido -como la poco usual escenificación de una braga con sangre menstrual- desmontan, como preconizaba la fundadora de los estudios feministas sobre el cine Laura Mulvey, la hegemonía de la «mirada masculina» («male gaze«) en los relatos cinematográficos. Una mirada, como todas, política y politizante que nos permite zambullirnos en en esta ficción serial para, si hacemos buen uso de ella, lograr mantenernos a flote en nuestra propia y tempestiva realidad.
Una realidad que esta serie nos invita a escudriñar y no precisamente aludiendo a las fechorías fascistas del ISIS o a las de algún sátrapa exotizado sino a las propias canalladas que se evidencian en la actual desacomplejada ofensiva machista, racista y neoliberal minuciosamente regada en muchos países del capitalismo industrializado por el más rancio colonialismo e integrismo católico. Una realidad, la nuestra, donde los vientres y los valores se alquilan, donde los cuerpos y los derechos se violan, infame despropósito que no ha nacido de un día para el otro y cuyo estado latente y soterrado no se ve, sin embargo, del todo reflejado, salvo en los momentos previos a la inminente instauración de la República Gilead, en los flashback un tanto idealizados de la vida anterior de las protagonistas de esta ficción. Aspecto nada desdeñable ya que al fin y al cabo lo que diferencia los grandes relatos distópicos de los insufribles engendros del género post-apocalíptico es el esmero de los primeros en evitar la proclividad de los segundos a apuntalar una posición conservadora y conformista dispuesta a condenar un futuro potencial con tal de salvar su presente actual. Pero quizás, pensándolo bien, los que pecamos de ingenuos somos nosotros y en verdad el hecho de no detenerse en las tendencias preexistentes en las que se abreva el fascismo es justamente por una lúcida apuesta del guión que se hace cargo provocativamente de equiparar cegueras compartidas, las nuestras y las de las protagonistas, ante el acecho de la realidad.
En cualquier caso, lo que sí hace y muy bien esta serie , cuarta y última tesis que queremos aquí destacar, es la identificación de otras tendencias también soterradas, contradictorias y violentas: las condiciones en las que se fragua toda Resistencia. Exasperadamente lenta, difícil y dolorosa en su gestación tanto en el guión como en nuestras historias de vida, la Resistencia se construye muchas veces, como lo analiza James Scott en su gran libro Los dominados y el arte de la resistencia, desde pequeños actos silenciosos, discretos, artesanales, desde prácticas cotidianas alejadas de las grandes declamaciones tribuneras pero que asumiendo paulatinamente su carácter compartido y colectivo crean las condiciones políticas para que algún día aquellas -las proclamas- se puedan dar sin adolecer de falta de contenido ni de público. Así es como seguiremos paso a paso a la protagonista en su viaje iniciático en territorio revolucionario cuyas escalas se darán a veces bajo la forma de una breve conversación o intercambio de mirada con otra Criada, a veces como una digna y silenciosa condescendencia para con el Comandante en una partida de scrabble y otras mediante una gesta orgásmica clandestina. Escalas espeleológicas en las grietas del sistema.
En síntesis, si The Handmaid’s tale nos ofrece el magistral retrato de la historia de una mujer ante la dificultad de la Resistencia es para señalar a las mujeres como parteras de la Historia y vanguardia de la Revolución.
Fuente: http://halabedi.eus/2017/11/16/serialk-el-arte-de-la-resistencia-handmaids-tale-guillermo-paniagua/