Es evidente que la expansión de la extrema derecha en todo el mundo es posible gracias al apoyo financiero y mediático que le presta una buena parte de los grandes poderes que gobiernan el mundo. Está muy bien estudiado que eso pasó con el nazismo y el fascismo del siglo XX, y lo mismo sucede ahora.
Sin embargo, me parece igualmente claro que esa expansión fue posible en aquel momento y lo es ahora porque la extrema derecha se ganó el apoyo de las clases trabajadoras y, últimamente, de una proporción cada vez mayor del voto femenino. Algo que inevitablemente debe considerarse como resultado de la impotencia o la inoperancia (en cualquier caso, del fracaso) de los movimientos que supuestamente defienden sus intereses, la izquierda y el feminismo.
Es cierto que, allí donde gobiernan, los distintos partidos de la izquierda (más o menos radicales) lo hacen con diferencias nítidas frente a lo que hace la derecha. Es algo que también está perfectamente documentado y es fácil comprobar que la sensibilidad hacia los intereses sociales es mucho mayor y que los resultados son también diferentes, incluso cuando los matices (como pueda ocurrir en Estados Unidos con el partido demócrata y el republicano, o con las socialdemocracias europeas respecto a las corrientes liberales) sean pequeños. Y también es evidente que los logros más avanzados en cuanto a disfrute de derechos sociales y políticos han venido históricamente de la mano de la izquierda, política y sindical, que ha estado detrás de las grandes movilizaciones populares para reclamarlos.
Lo mismo podría decirse del feminismo. Ni uno sólo de los indudables e incluso podríamos decir que gigantescos avances que se han producido en la lucha contra la discriminación, por la igualdad y por el reconocimiento de los derechos de las mujeres se hubieran podido dar sin el impulso del movimiento feminista.
El protagonismo de la izquierda y el feminismo como motores de los cambios sociales que han traído más progreso a la humanidad en los últimos 150 años me parece que está fuera de toda duda.
Sin embargo, eso no puede ser razón para reconocer que ese impulso ha sido insuficiente o incapaz de frenar el auge contemporáneo de las políticas neoliberales y el actual, mucho más peligroso, de la extrema derecha.
Aunque las izquierdas en todas sus variantes sigan siendo capaces de aplicar medidas o reformas progresistas y sin duda positivas, lo cierto es que no sólo no logran atraer a la inmensa mayoría de las clases trabajadoras, sino que no impiden que estas se constituyan como la base social y electoral de la extrema derecha. Y lo mismo puede decirse del feminismo: si bien ha sido capaz de luchar con gran éxito contra la discriminación de género, no creo que pueda decirse que eso haya ido de la mano de un avance parecido en la difusión de valores y comportamientos no patriarcales. Es más, resulta muy evidente que el tan deseable y justo mayor protagonismo de las mujeres en la vida pública reproduce con gran frecuencia las formas de ser y actuar que históricamente han sido propias de los hombres y del patriarcado. Se ha producido lo que Simone de Beauvoir temía y advirtió en sus escritos: la incorporación de las mujeres a la vida pública se hace casi siempre abrazando los códigos y valores masculinos.
La crítica de lo que ha podido suceder en las izquierdas para llegar a ser tan impotentes y fracasar, no sólo como motor de transformación, sino como dique de contención de la extrema derecha, se viene realizando desde hace años. Yo mismo lo he analizado en mi último libro Para que haya futuro y he hecho propuestas de solución, aunque es otra evidencia que se trata de un debate que no ha llegado al interior de las organizaciones y del que sus dirigentes apenas se hacen eco ni tratan de impulsar.
En el caso del feminismo, creo que se va por detrás. Curiosamente, en contra de lo que cabía esperar, y reproduciendo a su vez comportamientos típicos de la masculinidad más tóxica, lo que se percibe son luchas intestinas y ataques que tienen muy poco que ver con la sororidad que se pregona, o discusiones ideologizadas que responden a posiciones o intereses identitarios particulares y no al conocimiento científico o a evidencias sociales.
Mientras en el seno de las izquierdas y del feminismo no se abra un debate profundo, humilde, generoso y sincero sobre los errores que se vienen cometiendo, será imposible evitar lo que se está produciendo: el desapego creciente y el alejamiento y rechazo de sus postulados y propuestas por cada vez mayor parte de las clases trabajadoras y de un creciente número de mujeres. Si la izquierdas y el feminismo no asumen los problemas que realmente preocupan a la gente común y a la gran mayoría de las mujeres y si, además, no se presentan ante la sociedad como referentes ejemplares que practican con coherencia lo que predican ¿a quién puede extrañar que las mujeres y hombres más vulnerables y desfavorecidos busquen cobijo allí donde se les presta apoyo y se les ofrece comprensión, aunque esto se haga a base de demagogia y de mentiras?