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El bombardeo de los símbolos

Fuentes:

Parte I: El fracaso del marxismo Recientemente un grupo de investigadores españoles llegó a la concusión que la extinción de los neandertales hace más de veinte mil años -esos gnomos y enanitos narigones que pululan en los cuentos tradicionales de Europa- se debió a una inferioridad fundamental con respecto a los cromañones. Según José Carrión […]

Parte I: El fracaso del marxismo

Recientemente un grupo de investigadores españoles llegó a la concusión que la extinción de los neandertales hace más de veinte mil años -esos gnomos y enanitos narigones que pululan en los cuentos tradicionales de Europa- se debió a una inferioridad fundamental con respecto a los cromañones. Según José Carrión de la Universidad de Murcia, nuestros antepasados homo sapiens poseían una mayor capacidad simbólica, mientras los neandertales eran más realistas y por lo tanto inferiores como sociedad. Nadie creería hoy en los mitos de aquellos abuelos nuestros, no obstante su utilidad se parece a la del geocentrismo ptolomeico que en su época sirvió para predecir eclipses.

Según una primitiva visión darwiniana -propia de los neoconservadores antidarwinianos-, el mundo sigue siendo una competencia entre neandertales y cromagnones. Sólo sirve ganar, porque «nuestros valores» son superiores, ya que son «los valores de Dios». Otros pensamos lo contrario: este tipo de dinámica no podría llevar al éxito de los cromagnones sino a la extinción de ambos contendientes bajo la lógica arbitraria de Superman, según la cual «los buenos somos nosotros y por eso debemos aniquilar a los malos». Hay una diferencia con nuestros tiempos: no estamos totalmente en aquella prehistoria y, si suscribimos mínimamente un posible progreso de la historia según los valores del humanismo, podemos interpretar que estas leyes darwinianas no se aplican en crudo en la especie humana o la cultura de cooperación y solidaridad es parte de la misma selección natural que ha superado el estado cavernícola.

No obstante todavía quedan en pié algunos principios de aquella época. Por ejemplo, la fortaleza que confiere una creencia sólida, sin importar su veracidad. Así se levantaron todos los imperios como el romano, el islámico y los subsiguientes europeos y americanos. Alguno de ellos tenía que estar teológicamente equivocado, pero todos tuvieron éxito gracias a algún tipo de fanatismo mesiánico. Así también se hundieron.

Si los antiguos mitos totémicos favorecieron a unas tribus sobre las otras, los modernos mitos sociales discriminan de forma más compleja favoreciendo a clases sociales, grupos o sectas financieras, intereses nacionales y a veces raciales, etc.

Veamos un ejemplo contemporáneo. No hace mucho alguien me señalaba con inconmovible obviedad la derrota del marxismo en el mundo.

-¿Por qué piensa usted que el marxismo ha fracasado? -pregunté.

-Basta con ver lo que ocurrió en la Unión Soviética y en los países socialistas y con terroristas como Che Guevara.

Este señor nunca había leído un solo texto de Marx o de sus continuadores, pero había visto mucha televisión y, sobre todo, había recibido algunos cursos sobre «lucha antisubersiva», así que estaba dotado de una docena de lugares comunes sazonados con la elocuencia de la repetición.

-En realidad, sacar a un país analfabeto de la periferia y convertirlo por varias décadas en potencia mundial no parece un gran fracaso -comenté de puro contra, a pesar de mi profundo desprecio por los tiempos de Stalin y sus consecuencias.

-La lucha de clases, por ejemplo, es un acto criminal.

-Del todo de acuerdo. Sobre todo porque existe. Aunque ahora no se trate de princesas de sangre azul y campesinos criminales con cara de sapo.

Claro que ver a la Unión Soviética como el marxismo puesto en práctica es una arbitrariedad de propios y ajenos. De haber vivido Marx por entonces y en aquella tierra, igualmente hubiese sido exiliado a Inglaterra. No porque Inglaterra fuese un imperio bondadoso sino porque era un imperio arrogante, como todo imperio, que nunca se sintió amenazado por los intelectuales. Lo cual era una considerable ventaja para alguien que debía escribir un análisis histórico como El Capital para ser leído y discutido por los siglos por venir, aún cuando la Unión Soviética y el Imperio Británico hubiesen desaparecido.

Pero aún si asumiésemos que el marxismo ha fracasado como organización política eso no quiere decir que el marxismo haya fracasado como corriente de pensamiento y de acción social. Paradójicamente, donde más vivo está hoy en día el marxismo es en las universidades norteamericanas, donde, de una forma o de otra, se lo usa como uno de los más recurrentes instrumentos de análisis de la realidad. De esa realidad que no quieren ver los realistas neandertales. Y no se puede decir que estos centros viven en las nubes porque, aún medido según los valores tradicionales de los «pragmáticos hombres de negocios», son estas universidades a través de sus diferentes rubros los centros económicos que directa e indirectamente dejan al país astronómicas ganancias económicas, sin contar cada uno de los inventos, sistemas e instrumentos contemporáneos que se usan en los rincones más remotos del planeta, para bien y para mal.

Dejando de lado este detalle, bastaría con situarse en el siglo XVIII o en el XIX para darse cuenta que eso que llaman «marxismo» no ha fracasado sino todo lo contrario. (Claro que el marxismo inspiró barbaridades. Pero los bárbaros y genocidas se inspiran de cualquier cosa. Si no pregúntenle a cualquier religión si en su historia no tienen toneladas de perseguidos, torturados y masacrados en nombre de Dios y la Moral.) Sin la herencia del marxismo, el pensamiento actual, aún el antimarxista, se encontraría desnudo y perdido en el mundo del siglo XXI. Y no sólo el pensamiento. Una buena parte de los logros y del reconocimiento de las igualdades de los oprimidos -de la humanidad oprimida- fueron acelerados por esta corriente radical, desde las exitosas luchas sociales en el siglo XIX por los derechos de los obreros, por el combate de la esclavitud en América y la de campesinos en las venenosas factorías de la Revolución Industrial en Europa, por los derechos igualitarios de la mujer hasta la rebelión de los pueblos colonizados en el siglo XX. Todas revisiones y reivindicaciones que se continuaron con éxito relativo y siempre precario en el siglo XXI hasta olvidar que en su momento fueron combatidas como propias del Demonio o de subversivos resentidos, no pocas veces condenados por esa «voz del pueblo» hecha por el sermón a medida del interés de una minoría en el poder.

Algunos intelectuales de derecha han publicado que todos esos progresos humanistas se lograron gracias al «buen corazón» de los hombres y mujeres de fe religiosa. No obstante, sus iglesias e instituciones no sólo estuvieron históricamente allí, condenando estas luchas de liberación como «corrupciones inmorales del progreso», justificando represiones y matanzas durante los tiempos de barbarie sino que además sus esferas de acción casi siempre tenían sus centros en el poder mismo, no para criticarlo sino para legitimarlo. Lo cual no es una condición natural de ninguna iglesia en particular, sino una de esas plagas que transmiten los humanos en cualquier otra esfera social, tal como lo revelan los pocos Evangelios que nos quedaron.

Por otro lado, el rechazo epidérmico a la tradición del pensamiento marxista tampoco se debe únicamente a un aparente ateísmo, ya que los Teólogos de la liberación demostraron que se puede creer en Dios, ser cristiano y al mismo tiempo suscribir con coherencia un pensamiento marxista o, al menos, progresista de la historia. De hecho podemos entender el cristianismo primitivo como un humanismo radical, opuesto a las estructuras jerárquicas y políticas del cristianismo posterior, surgido bajo la bendición y a la medida política del emperador Constantino.

Hasta ese momento, el cristianismo nacido de un subversivo condenado a muerte, llevaba tres siglos de derrotas y persecución por parte del Imperio. Pero también tres de sus mejores siglos, antes del espectacular éxito político del año 313.

 

Parte II: Política de Dios

«Es tan fecunda la sagrada Escritura, que sin demasía, ni proligidad, sobre una cláusula se puede hacer un libro, no dos capítulos». Francisco de Quevedo. Política de Dios, Gobierno de Cristo (1626).

 

Nunca ha sido fácil reconocer que Jesús fue condenado a muerte por razones políticas. Jesús se encarnó con muchas dimensiones humanas, pero según la tradición religiosa nada tuvo que ver con una de las condiciones más humanas que podía vestir el hijo de Dios. Sin embargo, ni Jesús ni la iglesia oficial de Constantino carecieron de esta dimensión, aunque fuesen dos políticas opuestas la mayor parte del tiempo. La Roma de Pilatos no tenía ningún interés religioso en la ejecución y se cuidó de confundir un delito político con un delito moral, al ajusticiar al revoltoso junto con otros reos comunes o al equipararlo con otro subversivo menos peligroso de la época, de nombre Barrabás. Es cierto que, según los pocos Evangelios que se salvaron del emperador Constantino, la clase religiosa judía de la época avaló y promovió esta decisión, pero esto tampoco carecía de motivaciones políticas: aún oprimidos como nación, los administradores de la Ley no querían perder los mezquinos privilegios de clase que garantizaba el Imperio romano, estrategia que repitieron con rigor todos los imperios de la historia.

Las clases nobles siempre fueron internacionales: entre ellas hicieron la guerra y el amor, sin importar la cultura, la religión ni el idioma. Pero siempre se cuidaron de no mezclarse con sus propios pueblos, que les proveían de alimentos y carne de cañón para la guerra, inevitablemente sazonada con el conmovedor sentimiento de la propaganda patriótica cuando no del sacrificio religioso. Excepto en los cuentos de hadas donde encontramos algunas excepciones, como valerosos campesinos que llegan a ganarse a la princesa en una contienda entre machos. Pero en ningún caso se trata de contestatarios sino precisamente en restauradores de los privilegios del rey o de la aristocracia.

Ahora, si consideramos que el cristianismo moderno se funda en el año 325, con la eliminación arbitraria de decenas de evangelios tachados de apócrifos, no es raro pensar que todos aquellos textos que mencionaban la rebelión de Jesús y otros grupos subversivos contra Roma hayan sido pudorosamente silenciados. De la misma forma, de la responsabilidad del imperio romano por el magnicidio se pasó a la culpa del pueblo judío hasta el éxito político, económico y militar de Israel en el siglo XX, donde el mismo se convirtió en un tabú políticamente incorrecto. (El antisemitismo, que era una virtud ética en la Europa del Renacimiento, siempre estuvo en contra de los principios del humanismo profesado por católicos y ateos -como el principio de igualdad y el derecho a la diferencia- pero no pasó decisivamente a la clandestinidad sino hasta el fin de la Segunda Guerra.) Al fin y al cabo la Iglesia que decidió de forma mística la validez de sólo cuatro Evangelios fue la misma que había recibido la legitimación y oficialización del poder doce años antes, por parte del emperador. Constantino no sólo puso su nombre a la capital del mundo, antes Bizancio, sino que puso también su firma en la nueva religión oficial del imperio, de la cual entendía poco o nada pero fue capaz de decidir la teología final de la Iglesia según sus intereses políticos de unificación. El Imperio ya no perseguía ni tiraba cristianos a los leones y había que olvidar y culpar a algún otro. Sobre todo olvidar el factor político del Hijo de Dios que, paradójicamente, no fue ajeno a nada humano.

La tradición teológica y el discurso eclesiástico nunca vieron el factor político detrás de sus acciones, detrás de su propia historia. Pero esta dimensión se puede ver desde muchos puntos de vista en la revolución provocada por el Mesías, incluso desde la misma teología. La superación del nacionalismo anterior del Padre no deja de ser un ejemplo. Pero la ceguera política fue por muchos tiempos una contagiosa de visión de clase. Cuando el pensamiento europeo, especialmente desde el marxismo, advirtió esta dimensión ideológica del discurso hegemónico y de la dinámica de la historia, el sermón tradicional atribuyó la capacidad de ser político e ideológico a todo lo que fuese pensado y producido fuera de los espesos muros de las iglesias. Se pretendió que la política incompatible con la religión o, al menos, se podía expurgarla de un claustro, de un convento o de una ermita mientras el clero se ocupaba de ella.

El sermón religioso tradicional continúa siendo incapaz de ver esta realidad más allá del individuo, razón por la cual cualquier referencia a la historia, a la sociedad como algo más que un conjunto de almas aisladas hace sonar todas las alarmas dialécticas. Para éstos, una sociedad es el cúmulo de individuos, una especie de Sociedad Anónima, por momentos autista. La salvación es un problema individual, al extremo que un hombre o una mujer puede alcanzar el Paraíso y ser feliz aunque su amada de toda la vida haya sido derivada al infierno por atea o por discrepar con el canon religioso.

Por otra parte, entiendo que hoy en día es la Iglesia Católica una de las iglesias que más ha cambiado desde el Vaticano II de 1962. No gracias al Vaticano sino a pesar de él. A pesar de la reacción conservadora de Juan Pablo II y del persistente rechazo teológico del entonces cardenal Joseph Ratzinger en los años ’80, la iglesia o las iglesias católicas cada día se identifican más con los valores de los teólogos de la liberación. La historia se repite: los cambios surgen de los derrotados, desde la clandestinidad, desde los márgenes del poder político. Aunque con un lenguaje siempre conservador, sus valores, sobre todo en América Latina, continúan alejándose progresivamente de aquella práctica tradicional que consistía en legitimar y apoyar las clases oligárquicas cuando no explícitamente bendecían las dictaduras militares, nacidas de los propios intereses agrícola-ganaderos de las clases dominantes. El olor a antigüedad que se respira en las pequeñas iglesias católicas poco a poco pasa de representar la opresión a las minorías para convertirse en refugio político-espiritual de esas minorías. La razón estriba en que la intolerancia político-religiosa se ha asentado en las sectas protestantes que rodean los centros del poder mundial, hoy en declive pero aún con la fuerza suficiente para dictar por la fuerza de sus músculos la «moral correcta» y la política de los héroes tipo Rambo. El narcótico salvador de los televangelistas ha tomado definitivamente el rol político que alguna vez tuvieron los sermones católicos de la Edad Media y hasta bien avanzado el siglo XX, cuando se confundía el mártir celestial con el soldado que caía defendiendo al imperio al tiempo que se acusaba de político o de marxista a quien se atrevía a cuestionar esta relación incestuosa.

 

El bombardeo de los símbolos (III)
Superman, la Mujer Maravilla y las campañas electorales.

No es casualidad que la forma tradicional de ver y de construir la realidad a través de individuos agrupados, de buenos contra malos, propia del telesermón religioso y de los comics de superhéroes, sea idéntica a la promovida por los tradicionales medios masivos de difusión. Una cámara de televisión no puede abarcar lógicas abstractas, ni realidades más allá de individuos o pequeños grupos. No puede, no interesa y frecuentemente no conviene.

Aunque mil imágenes nunca podrán reemplazar una sola palabra, en el discurso social, como en la iconoclástica Edad Media, una sola imagen sigue valiendo por mil palabras. Aunque el poder se sigue educando y formando en la tradicional cultura letrada, las sociedades que todavía no salen de su tradicional rol de masa productora, son educadas principalmente en la cultura de la imagen, del fragmento. Las grandes revistas como Times suelen poner rostros individuales en sus tapas, no ideas. También las grandes cadenas de televisión y las páginas principales de los diarios más leídos acentúan esta característica de una forma inequívoca, sobre todo cuando algún miserable escándalo sexual sirve de alimento semanal para la valoración propia y la condena ajena. Durante meses, años, cada análisis se despliega a partir de dos fracturas: (1) las palabras y (2) los individuos.

Así también, las elecciones nacionales parecen un concurso de Miss Universo, donde se pone al candidato bajo la lupa para revelar sus emociones, sus pequeños vicios y debilidades y hasta su estado de salud. En Estados Unidos todos conocían las críticas del ex soldado John Kerry a la guerra de Viet-Nam. Pero en el 2004, pocas semanas antes de las elecciones, perdió la presidencia porque un grupo de veteranos combatientes manifestaron que el candidato en realidad había sido un mal compañero. Aparte de feo, un chico malo. Faltó acusarlo de no seguir las reglas de los Boy Scouts. De sus ideas o del debate ideológico de aquel momento nadie se acuerda. En la campaña del 2008, los candidatos siguen hablando en primera persona y buscan desesperadamente demostrar sus «valores». En realidad, la ansiedad es por no contradecir el discurso social, construido en base a slogans repetidos, al tiempo que se integra otra tradición: satisfacer la ansiedad de lo nuevo y del cambio sin cambiar y sin proponer nunca nada nuevo. Aunque la palabra change (cambio) integra cada lema de la actual campaña electoral, se dedica más tiempo en dejar claro que el individuo que propone el cambio -el programa del partido no importa- posee valores conservadores y no operará ninguna variación radical en la sociedad.

El método consiste en que cada candidato hable de sus sentimientos religiosos, de sus pequeños pecados ya superados -elemento imprescindible de humanización entre tanta perfección-, de sus hábitos de buenos padres o buenas madres, de su capacidad de emocionarse y llorar de vez en cuando, de la firmeza de sus temperamentos a las tres de la madrugada. Todos hombres y mujeres listos para salvar al país y a la humanidad, como Superman o Wonder Woman -al fin la igualdad de sexos-, por la fuerza del brazo justiciero de él y del «lazo de la verdad» de ella que, como un narcótico o una picana eléctrica, impone al villano la virtud de la obediencia y el vómito de la verdad ante la irresistible belleza femenina. Como en el psicoanálisis primitivo, la verdad se revela en el tropiezo semántico. Razón por la cual todos los días se está a la espera de algún lapsus de este o aquel candidato. Apenas producido, se echa a andar la gigantesca maquinaria del análisis político y así se deja correr una o dos semanas más entre acalorados debates sobre semántica. Estos análisis son siempre previsibles y nunca radicales. Y un análisis que no es radical no aporta ningún cambio de la misma forma que no produce ningún cambio un político radical. Sobre todo porque rara vez llega al poder. Este quizás sea el punto central que no han comprendido los «pastores de la liberación» de Barack Obama.

El actual molde analítico de los mass media es el siguiente: El candidato X dijo esa palabra y durante la semana se discute qué quiso decir, enmascarado en un lenguaje paralelo sobre «un profundo debate de ideas y valores». Cuando la opinión mediática interpreta algo diferente a los valores dominantes o lo «políticamente correcto», el candidato X convoca las cámaras de televisión para pedir disculpas públicas -demostrando su buen corazón- o se justifica explicando que dicha palabra ha sido sacada de contexto, por lo cual donde decía «claro» en realidad quería decir «oscuro», que aunque parecía criticar a la Vaca Sagrada en realidad la estaba defendiendo, porque siempre ha estado comprometido de corazón con dicha vaca. Alguno, incluso, recurre a las lágrimas para demostrar «su lado humano». Este recurso arrojó excelentes resultados a favor de Hillary Clinton en al menos dos estados pero después tuvo un efecto contrario cuando se sospechó que el abuso del recurso demostraba una debilidad demasiado femenina en tiempos de guerra.

Al poner al individuo y cada una de sus palabras bajo una lupa cósmica, cualquier crítica global o estructural desaparece. Todo lo cual es consecuente con las dos últimas generaciones: una habituada a la publicidad fragmentada de la televisión; la otra al texto hiperfragmentado de los celulares. Ésta no es una observación del todo pesimista. Sólo una observación sobre la difícil transición que vive la humanidad hacia una liberación que sea más efectiva que su propia narcotización.

Podemos asumir que el individuo existe desde el momento en que ejerce un mínimo de libertad, una libertad siempre condicionada por un mundo material y por una cultura. Esta sería la mejor perspectiva del existencialismo, difícil sino imposible de rebatir. Pero el individuo se define por los otros, por sus contemporáneos y por miles de años y millones de muertos que viven de alguna forma en él. Negar cualquier tipo de libertad en el individuo es propio del pensamiento antihumanista y de gran parte de la tradición religiosa. Afirmar y promover la idea de que sólo hay individuos independientes interactuando con un mundo que no está dentro suyo no es una herencia del humanismo sino otra antigua arbitrariedad que forma parte también de la insospechada herencia que todos llevamos dentro, como individuos y como sociedad. Y la cultura en todos sus órdenes -desde la telenovela, el comic hasta la política menor- se encarga de promover esta idea como si fuese una condición natural del mundo de los seres humanos. Individuos, palabras, poco más.

 

El bombardeo de los símbolos / IV
Ser uno mismo: voyeurs, exitosos y excitados.

Hace diez años el programa Gran Hermano comenzaba a acaparar los horarios centrales de la televisión en Argentina y Uruguay. El éxito de la propuesta no sólo radicaba en el sueño de ser exitoso por inacción, sino en la creciente cultura del voyeur castrado que poco a poco se ha radicalizado. Desde el confortable turista del primer mundo que se interesa por conocer in situ la miseria ajena hasta programas de televisión de todo tipo donde alguien se muere de hambre en serio, o un aventurero se propone morirse de hambre en broma durante treinta días en una aldea de Tanzania, hasta el muchacho que va buscando las emociones de la guerra mientras registra con su cámara y cuenta en su blog la magnífica experiencia de la muerte ajena.

Desde los antiguos egipcios hasta nuestros días, la moda fue siempre la estrategia de las clases altas para distinguirse de la chusma. Como la chusma siempre ha sido chusma no tanto por su pobreza sino por su ansiedad por parecerse a las clases dominantes, trataba de copiar el estilo de los nobles y ricos hasta que éstos no tenían más remedio que volver a cambiar de estilo. Décadas atrás, se cultivó una especie de voyeurismo de clase: la clase obrera miraba y copiaba los pequeños vicios -ya que no los grandes- de las clases exitosas, de la farándula y la antigua realeza europea. Para reponerse y olvidarse de su agotadora jornada, los productores consumen todo aquello que los consumidores producen.

Pero la frivolidad se ha democratizado y ahora también resulta interesante introducir una cámara en una favela de Río o en los suburbios de Medellín. Para quienes no soportan emociones tan fuertes está el voyeurismo sobre un grupo de jóvenes ociosos de la clase media, como Gran Hermano, o sobre la vida de un hombre pobre que se hizo rico vendiendo discos o tomates, lo que ejemplifica las bondades democráticas del sistema dominante. El sistema capitalista no requiere de grandes teóricos; le basta con la simplicidad de un caso exitoso entre un millón de «todavía sin llegar» que cuente su asombrosa historia coronada por la demagógica moraleja de «querer es poder». Las explicaciones complejas no tienen lugar porque van destinadas a los voyeurs del éxito; a los excitados, no a los exitosos. Nada mejor que el fracaso para ansiar el éxito y confirmar la sabiduría de Niurka Marcos y el Show de Cristina aleccionando a sus espectadores desde Miami: «hay que ser positivos. Yo soy positiva. Es por eso que algunos tenemos todo lo que tenemos y otros no tienen nada». Factores extra-anímicos -como por ejemplo el hecho de que los inmigrantes cubanos que llegan a América de forma ilegal reciben estatus legal mientras el resto no puede aspirar a otra cosa que mantener su condición de eternos fugitivos- son meros detalles propios de mentes pesimistas.

Como las imágenes no bastan, es necesario que el protagonista de vertiginosas aventuras, como lo es la inacción perpetua de Gran Hermano, exprese cada uno de sus sentimientos y explique quién es. Los otros son siempre una buena excusa para hablar de uno mismo. En los confesionarios cada uno lucha por ser reconocido como auténtico, aunque en ningún otro lugar se finge más que en la confesión mediática. «Pienso que voy a ganar porque siempre he sido yo misma». «Gané porque en todo momento fui auténtico, luché a muerte por ser yo mismo y mostrarme tal cual soy».

Recientemente, en el concurso Nuestra Belleza Latina realizado por la cadena Univisión en Miami, las candidatas confirmaron la regla. Hasta el hastío. «Pienso que mi mayor virtud ha sido ser yo misma, nunca cambiar y defender siempre lo más auténtico que llevo dentro». «Yo voy a ganar la competencia porque siempre he sido yo misma. Ese ha sido mi objetivo siempre y la gente lo reconoce y aprecia». «Yo me muestro como soy, siempre he mostrado mi yo más auténtico». «Mi hija ha sido reconocida por ser siempre ella misma. Sólo le pido eso, que siga siendo así de auténtica», etc.

Al mismo tiempo que cada bella concursante lucha por la originalidad que las destaque del resto, por la lógica del concurso y de la cultura mediática, deben evitar esta rara virtud humana. Basta con verlas caminando o de pié, sonriendo y haciendo equilibrio con la eterna pierna derecha por delante de la izquierda, variación del canon egipcio impuesto por los faraones muertos.

Si las americanas son rubias o son casiamericanas, la Belleza Latina debe excluir a las Marilyn Monroe, aunque en Montevideo o Buenos Aires estas sean un tipo tan común como en Utah o Nebraska. No obstante, esta diferencia no debe ser tan grande como para alejarla del canon de la típica barbie de piel bronceada. Ni las rubias del Cono Sur ni las indias de Mesoamérica y de los Andes. Tanto los rostros indígenas como los afroamericanos se juzgarán más hermosos cuanto menos sean «ellos mismos», lo que se deduce de la obsesiva necesidad de estirar motas, aclarar rulos y afinar labios y narices.

Salvo raras excepciones, todas las concursantes se parecen como las Marilyn de Andy Warhol o la serie de barbie dolls, lo que lleva a los jurados a otra originalidad:

Animador: No quisiera estar en el lugar del jurado…

Jurado: Así es, eliminar a una fue una decisión muy, muy difícil.

Es lógico. Aparte de que todas cumplen con el canon al que responden nuestros deseos estéticos y sexuales -producto hormonal en complicidad con nuestros prejuicios y fijaciones infantiles-, una se parece a la otra al tiempo que repiten la misma ansiedad de ser «una misma, auténtica».

Si todos somos producto de copias, herencias y reciclajes, un concurso de belleza es la exacerbación de un canon social específico, en este caso el de la «belleza latina» que excluye el deseo por la belleza de la mujer caucásica, travistiendo una en otra. Nadie puede ganar fuera de estos límites éticos y estéticos.

Sin embargo, en un reality show donde el trabajo es destacarse sin inventar nada nuevo, el mérito se reduce a la difícil tarea de ser uno mismo, sin perder la originalidad y sin dejar de ser una copia o una parodia de los demás. Seguramente la alevosa fantasía de ser «uno mismo» y de morirse por lo que dicen los demás no nació con esta cultura del yo alienado, pero es allí donde se consolidó como paradigma ético.

¿No aceptarán nunca que ese «yo auténtico», ese «ser yo mismo» no es otra cosa que la sumatoria de copias, de retazos de otros, producto inequívoco de una cultura que fabrica fracturas ideológicas, psicológicas, éticas, estéticas y económicas? ¿O acaso esa forma de caminar con los pies cambiados, con el derecho a la izquierda y el izquierdo a la derecha son invenciones originales de cada uno? ¿Esa forma de reír, de peinarse, de pararse, de hablar, esa forma de blanquearse con frecuencia, de parecerse a Marilyn Monroe o a Ricky Martin, esa forma de cada uno es original de cada uno o meras repeticiones, desesperados travestismos del carácter?

Por otra parte, aún asumiendo que existe una esencia del ego, pura e incontaminada, surgida en el momento del parto o formada en la infancia, ¿por qué esa exaltación ética de «ser uno mismo sin cambiar jamás»? ¿Será que no hay nada para mejorar? ¿No será que hacen falta algunas mejoras a semejante palacio?

Podemos aceptar que una dosis de frivolidad es necesaria en la vida de cualquiera. Pero cuando se convierte en el único pan de cada día, es lícito sospechar.

*Majfud es profesor de la Lincoln University of Pennsylvania.