La invasión y conquista del continente americano por parte de Europa en el siglo XVI (anglosajones y franceses en el norte, españoles y portugueses en el sur) marcó profundamente la historia de estas tierras. Los invasores justificaron su entrada a sangre y fuego en el “Nuevo Mundo” con el pretexto de “civilizar” a pueblos “bárbaros” y “primitivos”. El racismo que se forjó desde aquel entonces -expresado en el bochornoso mito de “razas superiores civilizadas” versus “salvajes atrasados”, sirvió como telón de fondo para cometer las más grandes e inimaginables tropelías.
El desarrollo del capitalismo europeo tiene como contraparte el saqueo inmisericorde de América, esclavizando y sometiendo de modo infame a la población originaria, más el saqueo bestial de sus recursos naturales. Ello, agravado por la llegada de población africana en calidad de esclavos, vendidos como mercancía al mejor postor.
Como la historia la escriben los ganadores, aún padecemos la brutalidad intelectual forjada por Europa del “descubrimiento” de América. En realidad, aquel lejano 12 de octubre de 1492, cuando el vigía de una de las tres carabelas españolas gritó ¡tierra!, dio inicio verdaderamente la globalización capitalista (la anterior llegada de los vikingos a esas tierras no significó aún la explosión capitalista). Con la monstruosa explotación de dos continentes (América y África) se acumuló la riqueza que alimentó la naciente industria del capitalismo en sus albores. En su momento, capitalismo europeo: hoy, ya entrado el siglo XXI, expandido universalmente, copando prácticamente todos los espacios del planeta, salvo los pocos bolsones de pueblos que aún perviven en el período neolítico (muy contados en todo el orbe), y las pocas opciones socialistas existentes.
Los numerosos pueblos originarios del territorio americano sufrieron distintas suertes, pero en general todos fueron subyugados por los conquistadores europeos. Exterminados casi por completo en algunos casos, sometidos en denigrantes reservaciones en otros, incorporados al capitalismo como mano de obra semiesclava y/o confinados a las tierras más inhóspitas a veces para magras sobrevivencias, esos pueblos fueron y siguen siendo considerados por las clases dominantes (capitalistas con idiosincrasia eurocéntrica) como un “problema”. Se aprovechan de ellos como trabajadores/as poco calificados, tanto en el ámbito rural para las faenas agrícolas como para servicios en el contexto urbano, explotándoles sin piedad -para eso sí sirven- pero descalificándolos en términos de ciudadanía. Sus culturas, para esa visión dominante, no pasan de “pintoresquimo folclórico”, negando los maravillosos desarrollos obtenidos por las grandes civilizaciones prehispánicas: mayas, aztecas e incas, en algunos casos, superior a la europea en el siglo XVI.
Hoy día, esos pueblos siguen reclamando sus derechos como grupos sojuzgados, dado que en sus problemáticas se entrecruzan distintos niveles de injusticias: explotados como trabajadores por el modelo capitalista y despreciados por el racismo dominante, considerados siempre como “ciudadanos de segunda” Al respecto es interesante retomar la “Declaración de Quito” con la que concluyó el encuentro continental “500 Años de Resistencia India”, en julio de 1990, preparatorio de la contracumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del “encuentro” (¿o mortal encontronazo?) de dos mundos en 1492:
“Los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país.”
Latinoamérica presenta la particularidad de tener una muy alta proporción de sus poblaciones que se reconocen como “indios”, como pueblos originarios. Guatemala, Bolivia, Perú, Ecuador, sur de México, sur y norte de Chile, Paraguay, son territorios donde buena parte o la mayor parte de sus habitantes pertenece -orgullosamente muchas veces- a una ancestral cultura prehispánica. Pero, dado el aplastamiento/aniquilamiento que sufrieron, o en otras ocasiones, producto de ese racismo dominante, esa pertenencia avergüenza. Son las terribles dicotomías y deformidades que provocó aquella invasión de hace más de cinco siglos, cuyos efectos están hoy presentes. “Seré pobre… ¡pero no soy indio!”, puede decir “victorioso” un pobre urbano con apellido español en cualquiera de estos países de la región.
Los aires de izquierda que soplaron en el continente décadas atrás, con movimientos revolucionarios armados en muchos casos, no abordaron con toda la profundidad del caso estos aspectos. El racismo histórico no terminó de ser procesado. Valen al respecto palabras del pensador guatemalteco Carlos Guzmán Böckler:
“Echamos por la borda las teorías racistas y/o paternalistas que, con distinto nombre y en épocas sucesivas, presentaban a las poblaciones indígenas (…) como un problema irresoluto al que había que darle una solución definitiva, por el exterminio o por el mestizaje programado, amén de la proletarización que exigían los pensadores estalinistas de las izquierdas ortodoxas para limpiar el camino que conduciría a la revolución. (…) Sin embargo, en el último tercio del siglo XX todas esas teorías fueron perdiendo terreno ante un hecho real: “la indiada” no sólo no se acababa sino había crecido en número y en la toma de conciencia de su situación. Alzó la voz, participó en los movimientos revolucionarios y exigió derechos, respeto y participación activa en la vida social global.”
De hecho, ya entrado el siglo XXI, el imperialismo estadounidense ve en esos pueblos originarios, que luchan por sus territorios ancestrales, la principal preocupación para su hegemonía continental. Debe mencionarse que en este momento el capitalismo global está despojando, en forma creciente, a países del Sur global de recursos naturales, justamente en los territorios donde asientan muchos de estos grupos. Buscan allí petróleo, minerales estratégicos, biodiversidad de las selvas tropicales, agua dulce, o terrenos para agricultura extensiva dedicados al agronegocio para un mercado internacional (producción de biocomustible). Esos pueblos, naturalmente, protestan y se alzan contra esa avalancha de despojos en sus ancestrales territorios. Al respecto, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de Información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de Washington, puede leerse:
“A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas.” Esas protestas, impulsadas por quienes no se dicen a sí mismos “grupos de izquierda” (pero que, en términos políticos, sí lo son, pues funcionan como tales), representan hoy un indudable fermento anticapitalista.
Los pueblos tradicionales de toda América, con distintos tiempos y modalidades, han pasado a ser un importante elemento de lucha; de ahí que sobre ellos cae la represión de los Estados nacionales, obviamente defensores acérrimos del sistema capitalista. En el marco de esas luchas, e inspirados por su atávico sentido del cuidado de la naturaleza -cosa que no hace en absoluto el capitalismo- ha venido surgiendo recientemente, a partir de las milenarias culturas aymara y quechua, tanto en el Estado Plurinacional de Bolivia -con la presidencia del Movimiento al Socialismo (MAS)- y en Ecuador -con el impulso del Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik- el concepto de “Buen vivir”.
El Plan Nacional para el Buen Vivir 2009–2013 del Ministerio de Educación de Ecuador, bajo la presidencia de Rafael Correa, lo define así:
“La satisfacción de las necesidades, la consecución de una calidad de vida y muerte digna, el amar y ser amado, el florecimiento saludable de todos y todas, en paz y armonía con la naturaleza y la prolongación indefinida de las culturas humanas. El Buen Vivir supone tener tiempo libre para la contemplación y la emancipación, y que las libertades, oportunidades, capacidades y potencialidades reales de los individuos se amplíen y florezcan de modo que permitan lograr simultáneamente aquello que la sociedad, los territorios, las diversas identidades colectivas y cada uno -visto como un ser humano universal y particular a la vez- valora como objetivo de vida deseable (tanto material como subjetivamente y sin producir ningún tipo de dominación a un otro)”.
Se ha dicho a veces que el materialismo histórico es una producción intelectual de origen europeo, hija de la modernidad industrializante, que desconoce la cuestión indígena de los pueblos originarios de América. En realidad, esa teoría y práctica política, habitualmente conocida como “marxismo”, surgida del pensamiento de Marx y Engels, más precisamente llamada “socialismo científico” -en contraposición con el socialismo utópico decimonónico- es una profunda reflexión sobre la historia de la humanidad concebida en términos dialécticos a partir de la base material que posibilita la vida humana. Sus formulaciones, como las de cualquier ciencia, no tienen bandería nacional, no tienen patria, sino que sirven para operar sobre la realidad independientemente de las formas culturales existentes.
El modo de producción determinado (despótico tributario o asiático, esclavismo, feudalismo, capitalismo), en todas las sociedades con excedente productivo, se basa en la lucha de clases. Eso es válido para cualquier contexto “nacional”. Decir que el materialismo histórico es “europeo” es como decir que las matemáticas son de Babilonia, o árabe; o que la química es del antiguo Egipto, o francesa, y que, por tanto, no servirían en América Latina. Los conceptos teóricos de cualquier ciencia -natural o social- son eso: conceptos (átomo, ley de gravedad, números primos, inconsciente o plusvalía), y sirven para actuar sobre la realidad concreta. El materialismo histórico habla de la lucha de clases como motor de la historia, lo cual es válido en cualquier latitud. A ello se le articula el problema -infame y sin justificación alguna más que la explotación económica- del racismo.
El concepto de “Buen vivir”, si leemos y comparamos exhaustivamente su sentido con el ideario socialista, vemos que habla de lo mismo: es la búsqueda de una sociedad sin injusticias, de ningún tipo. Dijo el primer marxista latinoamericano que pensó acuciosamente la cuestión de la discriminación racial en Perú, patria de la ancestral y maravillosa civilización Inca, José Carlos Mariátegui:
“Al racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el renacimiento americano.”
Tal como dice la anteriormente citada Declaración de Quito: los pueblos originarios americanos tienen los mismos problemas comunes que otros colectivos populares sojuzgados: “la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país.” De esa cuenta, todos esos sectores en conjunto, en forma articulada, todos absolutamente unidos, podrán encontrar los caminos para la superación de esas injusticias.
El “divide y reinarás” es una práctica de quienes detentan el poder, tan vieja como el mundo. Por tanto, el camino es la unidad, sumar y no restar.
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